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Paz y Ciencia

viernes, 11 de enero de 2008

La niña de los sueños (III)

La muchacha miraba a su alrededor con extrañeza, buscaba para sí con desasosiego, sentíase aturdida, extrañada. En Palacio las cosas no eran lo que parecían, la vida le resultaba tediosa, fútil, aburrida. Pasó una temporada meditabunda, reflexionando sobre una posible huida. Ese muchacho harapiento le había enseñado muchas cosas con muy pocas palabras. El cielo y el infierno sólo se ven separados por un invisible tejido por el que respiramos. Esa manera de tender la mano al cielo, desde la tierra, le hizo cerrar los ojos e imaginar cómo sería su vida fuera de esos muros que cercaban vegetación, opulencia y falsedad. Vivir un teatro en la vida es agotador, significaba para ella renunciar a su verdadera identidad. Estaba dejándose llevar por un elocuente ímpetu subversivo. Una forma de escapatoria al menos en su fantasía, un recurso que venía precedido de las súplicas hacia los reyes, de escapadas nocturnas y de paseos oficiales a caballo. El muchacho, un francés de gustos sensibles, con el caballo largo, mal cortado y un aroma de mezclas procedentes del mercado le había fascinado. Quizá fuera más preciso hablar de mutua fascinación. Sin embargo, el chico detestaba, al menos esa era la tendencia, a la realeza. Le daba mucha rabia que él, huérfano de padre y madre, tuviera que vivir en la calle, mendigando, robando y haciendo trabajos mal pagados. No consideraba que su ciudad se distribuyera con equidad. Ese mismo motor de fuerza, vigor, vitalidad, le impulsaba persistentemente a buscar un refugio, un mendrugo de pan y a tener siempre un libro y una libreta donde ir poco a poco hilvanando aquello que sólo existía en su imaginación. Una gran casa llena de lujos, comida por doquier, quizás una compañera que le ayudara a ducharse, que deslizase la mano por su espalda para darle jabón, que masajeara su cuerpo, tan pronto tullido como amoratado. Un día decidió compartir todo ello con esa curiosa muchacha procedente del castillo. Algunas señoras del mercado decían que era la heredera más linda que jamás hubo tenido el Reino. En honor a la verdad, si no fuera por proceder de Palacio, la muchacha era aquella figura élfica con la que había soñado tantas veces, despierto y dormido. -Uhmmmm, exquisito-. Se decía el muchacho, mientras pensaba acurrucado en una pequeña y húmeda grieta en las periferias de la ciudad. Allí sólo se oía el canto de las aves, el murmullo del viento hablando con las hojas y la entrecortada respiración del autor de esas páginas que buscaban alcanzar a estar, aunque sólo fuera una vez, con la muchacha. Sabía que la había despreciado, esa era su manera habitual de responder, estaba acostumbrado a que le tocaran la cabeza y le dieran una moneda pequeña o un coscorrón, la gente de la Ciudad no parecía muy agradable para él, le resultaba un circo de seres errantes, sin principio, fin, ni raíces, ni uniones...

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