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Paz y Ciencia
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domingo, 20 de mayo de 2012

El pesimismo esencial: sobre las depresiones



“Los gobiernos deberían cambiar la estrategia de tratar la patología por buscar el bienestar de la gente” · Martin Seligman.



http://www.euskadinnova.net/es/innovacion-social/entrevistas/gobiernos-deberian-cambiar-estrategia-tratar-patologia-buscar-bienestar-gente/448.aspx

Cuando uno atraviesa un estado de ánimo pesimista, melancólico, está pasando por una versión suave de un desorden mental más grave: la depresión. La depresión es el pesimismo agudo, y para comprender el pesimismo que es un fenómeno sutil, tenemos que obervar su grado más extremo, la depresión. Esta es la técnica que utilizó David Macaulay para mostrarnos como funcionan los pequeños artefactos de todos los días. En uno de sus libros más vendidos, por ejemplo, nos muestra cómo funciona un reloj de pulsera, dibujando el mecanismo de un reloj inmenso, enorme, cuyas distintas partes son claramente visibles y fácilmente identificables, llevando al lector a dar un paseo por el interior de la maquinaria. De manera similar, un estudio de la depresión puede aclarar mucho acerca del pesimismo. La depresión, desde luego, merece que se la estudie por sí misma, pero también puede servir mucho para revelar con qué tienen  que vérselas las personas que se encuentran con ese trastorno mental al que llamamos pesimismo.
Casi todos hemos pasado alguna vez por una depresión y sabemos cómo envenena nuestras vidas. Para algunos se trata de una experiencia inusual, que se nos viene encima solo cuando se desmoronan de un golpe nuestras mejores esperanzas. Para muchos de nosotros, es algo más familiar, un estado de ánimo que nos afecta cada vez que algo nos sale mal. Y, finalmente, para otros, la depresión es una compañía constante, que les arrebata todo el gozo de los mejores momentos y ensombrece todo hasta teñirlo de un negro indeleble.
La depresión era un misterio hasta no hace mucho tiempo. Quiénes corrían los mayores riesgos, de dónde provenía, cómo curarla... todo eran enigmas. Hoy, gracias a veinticinco años de investigaciones científicas en las que participaron y participan cientos de psicólogos y psiquiatras de todo el mundo, ya conocemos algo así como el esbozo de una respuesta para tantas preguntas.
La depresión se presenta bajo tres aspectos, en tres formas. La primera es que la denominamos depresión normal, y es la que casi todos conocemos mejor. Surge el dolor y el sentimiento de pérdida que forman parte del hecho de pertenecer a especies sapientes, a criaturas que piensan en el futuro. No conseguimos los trabajos que deseamos. Nuestras acciones bajan. La persona amada nos rechaza; nuestros familiares mueren. Cuando se produce alguno de estos hechos, lo que sucede a continuación es predecible: nos sentimos tristes y desvalidos. Nos volvemos pasivos, aletargados. No podemos sion pensar en negras perspectivas y en que carecemos de la inteligencia suficiente para arreglar las cosas. Ya no hacemos bien nuestro trabajo, y empezamos a faltar con frecuencua. Perdemos el interés que teníamos en cosas que nos daban satisfacciones, y ya no disfrutamos de las comidas, las amistades, el sexo. No podemos dormir.
Pero, pasado un cierto tiempo y gracias a uno e esos benevolentes misterios de la naturaleza, empezamos a sentirnos mejor. La depresión normal es en extremo común: es como un resfriado. He descubierto que aproximadamente el 25 por 100 de nosotros alguna vez pasa por un período de depresión, por lo menos en una forma suave.
Las otras dos clases de depresión son las denomidas alteraciones o desórdenes depresivos: la depresión unipolar y la depresión bipolar. Son las que suministran el trabajo de todos los días a los psicólogos y psiquiatras clínicos. Lo que determina cuál es la diferencia entre ambas formas es si llevan implícito o no un factor maníaco. La manía es una condición psicológica que parecen ser lo contrario de la depresión: desmedida euforia, grandiosidad, conversaciones frenéticas, actos desmesurados y una autoestima exagerada.
La depresión bipolar siempre se acompaña de episodios maníacos; por eso suele llamarse a esos pacientes maniaco-depresivos (pues la manía es un polo y la depresión es el otro). Los que sufren depresión unipolar no tienen nunca episodios maníacos [...]
La cuestión se suscita cuando se trata de dilucidar si la depresión unipolar, que también es una alteración, y la depresión normal se encuentran relacionadas. En mi opinión, se trata de la misma cosa, y difieren solo en el número de los síntomas con que se acompañan y en su gravedad. A una persona puede diagnosticársele depresión unipolar y pasar a la categoría de enferma, mientras que otra, aunque padezca agudos síntomas de depresión normal, quizá no llegue a ser considerada enferma. Hay una diferencia muy sutil entre ambas. Podía radicar en el grado de disposición de las personas para acudir a terapia, o en la aceptación o no de que uno está enfermo. Pero nada más.
Mi punto de vista difiere fundamentalmente de la opinión médica prevaleciente, en virtud de la cual la depresión unipolar es una enfermedad y la depresión normal solamente una desmoralización pasajera sin interés clínico. Este punto de vista predomina a pesar de la absoluta falta de pruebas de que la depresión unipolar sea algo más que una depresión normal particularmente grave. Nadie ha establecido fehacientemente qué clase de diferenci hay entre ambas formas.
El argumento decisivo, entiendo yo, es que la depresión normal y la unipolar se reconocen de la misma manera. Ambas implican los mismos tipos de cambio negativo: en el pensamiento, el humor, el comportamiento y las respuestas físicas.

Martin E.P. Seligman: "Aprenda Optimismo". Debolsillo. 2011, Barcelona. Pp.: 80-82.

miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Quién es el que nunca se da por vencido?



¿Cuál cree usted que es la razón de que se abatan sobre su persona las desdichas? Algunas personas, las que se dan por vencidas con facilidad, dicen casi siempre refiriéndose a su propia desgracia: "Soy así, siempre ocurrirá así, hay algo que tengo y que echa a perder todo lo que hago". Otros, los que se resisten a rendirse ante las circunstancias, responden: "Las cosas vinieron así, como vinieron se van  a ir, y además todavía quedan muchas otras cosas en la vida".
Su modo habitual para explicar los contratiempos, su pauta explicativa, es algo más que simples palabras pronunciadas cuando les va mal. Es un modo de pensar, algo aprendido en la infancia y la adolescencia. Su pauta explicativa deriva directamente de su propia opinión respecto del lugar que ocupan en el mundo: si piensan que son valiosos y merecedores de algo, o si es inútil y sin esperanzas. Allí está lo que podríamos llamar la marca de fábrica de ser optimista o pesimista.

Martin Seligman explica que existen tres dimensiones explicativas: permanencia, penetración y personalización.
Con respecto a la permanencia dice: los que se dan por vencidos a las primeras de cambio son personas convencidas de que los contratiempos que les ocurren son permanentes: los malos momentos persistirán, estarán allí siempre, para arruinarles la vida. Los que resisten al desamparo creen que las causas de los contratiempos son temporales.
Seligman también habla de la amplitud en estos términos: las personas que formulan explicaciones universales para sus fracasos se rinden ante cualquier cosa que les pase cuando padecen un contratiempo. Las que tienen explicaciones específicas pueden sentirse desvalidas en esa parte de sus vidas, y tener ánimos para todo lo demás.
Podemos decir para entendernos que la pauta explicatriva optimista para las cosas buenas es la inversa de la que corresponde a las adversidades.



La histora gráfica del paso de la resignación a la esperanza y el triunfo. El ejemplo de Jiménez y los jugadores, guerreros que dieron una alegría inefable a Zaragoza, a Aragón. Un ejemplo de superación. Rodrigo Córdoba Sanz.

La Disertación de Martin Seligman

La Universidad de Oxford es un lugar que intimida cuando uno debe pronunciar allí una conferencia. No es tanto por las torres y agujas, ni por las gárgolas, ni siquiera por tener conciencia de que es uno de los faros más sólidos del mundo intelectual desde hace setecientos años. Los que intimidan son los rectores, decanos, profesores en general. Allí se habían presentado todos ellos aquel día de abril de 1975 para oír a aquel advenedizo psicólogo norteamericano que estaba pasando sus vacaciones sabáticas en el Instituto de Psiquiatría del Maudsley Hospital, en Londres, y que ese día iba a dar una charla en Oxford acerca de sus investigaciones. Mientras ponía en orden mis papeles en el gran pupitre y lanzaba nerviosas miradas a la enorme sala, podía ver que se habían reunido allí, el etólogo Niko Tinbergen, premio Nobel de 1973; Jerome Bruner, celebrado académico recién llegado a Oxford procedente de Harvard para impartir el doctorado de desarrollo infantil; Donald Broadbent, el fundador de la moderna psicología cognitiva y el más conocido de todos los seguidores de la ciencia social "aplicada", así como Michael Gelder, el decano de la psiquiatría británica. Y tenía delante a Jeffrey Gray, el renombrado experto en ansiedad. Eran los más grandes en mi profesión. Me sentía como un actor al que han dado un empujón para hacerle pronunciar un monólogo delante de Guiness, Gielguld y Olivier.
Hice mi discurso acerca del desamparo aprendido y me alivió mucho comprobar que aquel grupo de popes se mostraba receptivo, y que algunos incluso asentían con inclinaciones de cabeza ante mis conclusiones[...]
Decir que Teasdale criticó ferozmente las bases donde se sostenían los experimentos y conclusiones de Seligman. Eso le estimuló para dar respuesta a las preguntas que Teasdale le planteaba...Rodrigo Córdoba Sanz.

sábado, 12 de mayo de 2012

Psicología sin corazón: behaviorismo o conductismo

"Si supones que no existe esperanza, entonces garantizas que no habrá esperanza. Si supones que existe un instinto hacia la libertad, entonces existen oportunidades de cambiar las cosas". Noam Chomsky.
[...] desde que termino la Primera Guerra Mundial, la psicología norteamericana ha estado regida por los dogmas del behaviorismo. El atractivo de esta noción, tan poco plausible en apariencia, es algo básicamente ideológico. El behaviorismo adopta un punto de vista desmesuradamente optimista respecto del organismo humano, un punto de vista que hace del progreso algo llamativamente sencillo: todo cuanto tiene que hacer para cambiar a la persona es cambiarle el entorno. Las personas delinquen porque son pobres, de modo que eliminando la pobreza desaparecerá el delito. Si uno pilla a un ladrón podrá rehabilitarlo cambiando las contingencias de su vida: castigándolo por robar y premiándolo por cualquier comportamiento constructivo. El prejuicio es resultado de la ignorancia de las personas contra las que alentamos prejuicios y puede superarse conociendo más a dichas personas. La estupidez se debe a la falta de educación y puede superarse merced a la enseñanza. Mientras los europeos encaraban un enfoque genético del comportamiento: hablando en términos de rasgos del carácter, genes, instinto, etcétera, los norteamericanos adoptaban la noción de que el comportamiento está determinado absolutamente por el medio. Es algo más que mera causalidad el hecho de que los dos países en los que ha florecido el behaviorismo -Estados Unidos y la antigua Unión Soviética- sean, por lo menos en teoría, otras tantas cunas del igualitarismo. "Todos los hombres nacen iguales" y "A cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades" fueron los cimientos del behaviorismo, tanto en el sistema político norteamericano como en el soviético. Así estaban las cosas en 1965, cuando nos preparamos a lanzar nuestro contraataque. Entendíamos que la noción behaviorista de que todo se reduce a premios y castigos que fortalecen las asociaciones era pura tontería. Consideremos la explicación de los behavioristas cuando se trata de la ratita que aprieta una varilla para obtener alimento: cuando una rata ha conseguido alimento apretando una varilla, sigue haciéndolo porque la asociación entre apretar la varilla y tener alimento se ha reforzado con el premio. O la explicación behaviorista del trabajo humano: un ser humano va a trabajar por la sencilla razón de que la respuesta ya ha sido reforzada por el premio, no porque tenga ninguna expectativa de premio. La vida mental, sea de la ratita o del ser humano, no existe, o desempeña un papel circunstancial en la consideración behaviorista. En contraste con ese punto de vista, creíamos que los acontecimientos mentales eran causales: la ratita espera que la presión sobre la varilla le traerá alimento; el ser humano espera que ir al trabajo redudará en la obtención de un sueldo. Entendíamos que casi todo el comportamiento voluntario está motivado por lo que uno espera de su comportamiento. Con respecto al sentimiento de impotencia aprendido (idenfensión aprendida), Steve y yo creíamos que los perros del experimento simplemente se dejaban caer porque habían aprendido que nada de lo que hicieran importaba... y, por lo tanto, que ninguna de sus decisiones era capaz de influir en el futuro. Una vez formada tal expectativa, ya no volverían a entrar en acción. "El hecho de ser pasivo puede tener dos causas", afirmó Steve con su característico acento del Bronx cuando habló ante el grupo cada vez más crítico de los integrantes de nuestro seminario semanal: "Al igual que los ancianos de instituciones geriátricas, se puede aprender a ser pasivo si la cosa rinde. El personal se muestra más cortés con uno cuando se muestra más dócil. O también uno puede convertirse en pasivo si se rinde por completo, si cree que nada que pueda hacer -ser dócil o ser exigente- vale la pena. Los perros no son pasivos porque hayan aprendido que con la pasividad suprimen el electroshock; al contrario, los perros se dan por vencidos porque esperan que nada de lo que puedan hacer cambiará las cosas". Los behavioristas no podrían decir, tal vez, que los perros desvalidos habían aprendido que nada de lo hicieran importaría: el behaviorismo, después de todo, sostiene que lo único que un animal -o un ser humano- podría aprender es una acción (o en la jerga de la profesión, una respuesta motriz); nunca podría aprender una idea o una expectativa. Por lo tanto los behavioristas querían forzar una explicación, arguyendo que algo había pasado para que los perros esperasen un premio por permanecer echados; esos perros, de algún modo, tendrían que haber sido premiados por quedarse quietos. Los perros recibían electroshocks de los que no podían huir. Solía ocurrir, sostenían los behavioristas, cuando los perros se hallaban echados en el momento en que cesaba la corriente. Decían los behavioristas que la cesación del dolor en esos momentos se convertía en reforzador y fortalecedor del acto de echarse. Proseguían diciendo que entonces los perros descansarían todavía más y el electroshock volvería a interrumpirse, con lo que fortalecería aún más el estar echados. Este argumento era el último refugio de un punto de vista seriamente considerado (aunque según mi parecer mal orientado). Con la misma facilidad podría haberse sostenido que los perros no habían recibido premio alguno por el hecho de permanecer sentados, sino que habían obtenido un castigo: porque en algunos momentos, el electroshock seguía a pesar de que los animalitos estuvieran echados; eso era un castigo en cierto modo. Los behavioristas ignoraron ese punto débil en sus argumentos e insistieron en que lo único aprendido por los perros era una respuesta al acto de seguir echados... Nuestros descubrimientos, junto con los de pensadores tales como Noam Chomsky, Jean Piaget y los psicólogos que sostienen el procesamiento de la información, sirvieron para ampliar el terreno de la exploración de la mente y llevaron a los behavioristas a emprender la retirada. Hacia 1975, los estudios científicos de los procesos mentales en animales y en seres humanos se desplazaron al comportamiento de los ratones como tema favorito de las disertaciones académicas. Martin Seligman: "Aprenda Optimismo". Debolsillo. 2011, Barcelona. Pp.: 39-47. De acuerdo a lo que han leído se explica cómo Seligman tuvo una primera etapa de experimentación en un ámbito donde predominaba el pensamiento de Skinner con su principio de "solo hay conducta". Sus compañeros y supervisores eran escépticos a pensar que además de aprender el modelo heredado de Pavlov, existía, también en los perros, algo más que reacciones a estímulos. Esa "caja negra" que negaba Skinner y los conductistas se demostró que existía. Es decir, en términos de la psicología académica, existen "variables intermedias" entre los estímulos y las respuestas. Estas variables son las del corazón del hombre, también de los perros, aunque, evidentemente existan diferencias importantes. Los perros que eran sometidos a descargas incontrolables no saltaban a la parte de la caja que no tenía electricidad. Eso no podía ser comprendido desde el marco del "behaviorismo", así pues, Seligman revolucionó el modelo imperante y descubrió el paradigma de la indefension aprendida. O, como lo traducen en el libro antes señalado, la "Impotencia Aprendida". Se trata por tanto de un modelo explicativo de la desesperanza, esto es, los seres humanos que "aprenden" que nada pueden hacer para cambiar su situación, se rinden, como esos perros del experimento "triádico" de Seligman y se quedan en esa parte de la caja donde siguen recibiendo "descargas". Dicho en términos del ser humano, permanecen paralizados por sus pensamientos, emociones, actitudes y conductas en un estado de inmovilismo que acentúa la desesperanza, esto es, la base de la Depresión. Fue una manera de sacar a la luz que el hombre tiene un componente que trasciende al mero "aprendizaje de contingencias, de estímulo-respuesta", un modelo mecánico de entender la naturaleza humana, como si el hombre no tuviera corazón, sentimientos, deseos, aspiraciones, fantasías, etcétera. Quizá sin quererlo, puesto que Seligman es crítico con el psicoanálisis porque no se puede someter a estudios experimentales, se acercó a Freud, tal y como lo hiciera siendo joven y leyendo la forma que tenía Freud de interpretar los sueños. Seligman, como buen empirista, critica no solo el behaviorismo sino el psicoanálisis, aunque le agrade el propósito del psicoanálisis, esto es, curar. La ciencia "dura" solo acepta modelos que se pueden someter a examen, a metaanálisis y este tipo de cosas. No obstante, esas variables internas son, precisamente con las que se trabajan en psicoterapia. Las decisivas y "determinantes" de la comprensión del ser humano. Rodrigo Córdoba Sanz.
"Los derechos no se conceden, se conquistan". Noam Chomsky.

viernes, 11 de mayo de 2012

El Aprendizaje de la Impotencia

“Lo terrible es que la conciencia de un hombre haya soportado desde la niñez una opresión que ninguna elasticidad del alma, ninguna energía de la libertad haya podido suprimir. Por supuesto que una aflicción en la vida puede oprimir la conciencia, pero si esta aflicción tiene lugar recién en la edad madura, no tiene tiempo de adoptar esta conformación natural, sino que se vuelve un momento histórico y no algo que se sitúa, por así decirlo, más allá de la conciencia misma. Quién tiene tal presión desde la niñez es igual a un niño que ha sido retirado con forceps del cuerpo materno y constantemente guarda el recuerdo de los dolores de la madre...” Sören Kierkegaard.
Martin Seligman comenta cómo vio detrás de un árbol a su padre jadeando, muy enfermo. La siguiente vez que le vió fue en el hospital. Él era muy joven. A partir de ahí, como otros grandes psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas trazó su camino, obviamente influido por su experiencia. Creo que es importante vincular su trabajo con lo que vivió. Por muy empirista que diga ser Seligman, desliza algo importante, sensato y comprobado en la clínica, tal vez la importancia de la biografía en el desarrollo de problemas o de grandes logros y conquistas no se pueda investigar experimentalmente, sin embargo, todos sabemos que es así. Les dejo con un fragmento de un libro que me indicó una paciente investigadora cuya madre falleció de un infarto cardíaco por una negligencia médica. Piensen también en el trabajo de Boris Cyrulnik sobre la Resiliencia, la Logoterapia de Victor Frankl, el propio Freud, aunque esté haciendo un sacrilegio, y muchos de sus discípulos y disidentes. Tampoco caigamos en la falacia de hacer una analogía entre profesional de la salud mental y problemas. Muchos elegimos esta carrera por una vocación de ayuda, mis padres se dedican a la Atención Primaria, ambos son profesores adjuntos de la Universidad. No ven el día de jubilarse, y eso me gusta. Muchos pacientes hablan de lo que les seduce la Cooperación Internacional, el voluntariado, es decir, ayudar a otros. Recuerdo una frase de una docente que tuve, que decía: "tener cuidado con los de las ONGs". En ese momento absorbía como una esponja, ahora no tengo esos prejuicios, por muy fundamentados que puedan estar a nivel psicoanalítico. Mi experiencia, y ya estoy bastante "tullido" y "tallado", aunque quiero seguir creciendo, me indica que el ayudar a los demás es algo que dignifica la naturaleza humana, por ello invito a mis pacientes y les invito a ustedes a que lo practiquen con devoción. Les dejo con Martin Seligman y su libro "Aprenda Optimismo" (pág. 34 y sucesivas). Un saludo. Rodrigo Córdoba Sanz. No me llevaron a visitarlo al hospital, al Guilderland Nursing Home, el instituto donde estuvo internado luego. Hasta que por fin el día llegó. Tan pronto entré en su habitación pude advertir que mi padre temía aquella escena, le preocupaba la idea de que su hijo lo viera en aquel estado. Mi madre le hablaba de Dios y del más allá. Él le contestó con un murmullo: "Irene, yo no creo en Dios, ni creo en nada depués de esta vida. Solamente creo en ti y en los niños, y no quiero morir". Aquella fue mi introducción al sufrimiento que engendra el sentirse desvalido, impotente; ver a mi padre en aquel estado, como me sucedió una y otra vez hasta su muerte, años después, fue lo que dio una dirección a mi búsqueda. Su desesperación sirvió para formar mi fuerza. Un año más tarde, alentado por mi hermana mayor, que siempre traía a casa sus lecturas de colegio para que las conociera su precoz hermanito, por primera vez leí algo de Sigmund Freud. Recuerdo que estaba acostado en una hamaca leyendo sus Conferencias de Introducción. Cuando llegué a esa parte que se refiere a la gente que sueña con frecuencia que se le caen los dientes, se produjo algo así como un reconocimiento. ¡Yo también había tenido esos sueños! Y quedé pasmado ante su interpretación. Para Freud, soñar con dientes que se caen es un símbolo de castración y expresa un sentimiento de culpa referente a la masturbación. El que sueña eso teme que su padre lo castigue por el pecado de la masturbación, castrándolo. Me preguntaba cómo podía ser que ese hombre me conociera tan bien. Muy poco o nada sabía en esos días de que, para producir un relámpago de reconocimiento como el que acababa de tener, Freud aprovechaba la coincidencia que existe entre el hecho común de que se caigan los dientes de leche y los adolescentes tengan esos sueños en una época en que la masturbación es todavía más frecuente que aquellos sueños. Su explicación combinada en las proporciones adecuadas una suficiente plausabilidad y la posibilidad de nuevas relaciones. En aquel preciso instante decidí que dedicaría mi vida a hacer preguntas como las de Freud. Años después, cuando fui a Princeton decidido a convertirme en psicólogo o psiquiatra, descubrí que el departamento de psicología de Princeton no era de los que más destacaban, en tanto que el de filosofía tenía la mejor consideración mundial. La filosofía de la ciencia y la filosofía de la mente parecían aliadas. Para cuando terminé los estudios y estaba a punto de graduarme en filosofía moderna, seguía convencido de que las preguntas de Freud eran las correctas. Sin embargo, eras las respuestas las que habían dejado de ser plausibles para mí, al tiempo que sus métodos -dar saltos gigantescos a partir de unos pocos casos- se me antojaban horribles. Había llegado a la conclusión de que la ciencia puede desvelar las causas y efectos implícitos en los problemas emocionales, como el desamparo, solamente por la vía experimental... para dedicarse luego a aprender cómo curarlos. Así que hice un curso de doctorado en psicología experimental. En el otoño de 1964, un entusiasta joven de veintiún años provisto solo de un título reciente bajo el brazo, hizo su entrada en el laboratorio de Richard L. Solomon, en la universidad de Pensilvania. Anhelaba estudiar con Solomon. No solo era uno de los teóricos del aprendizaje más grandes del mundo, sino que se dedicaba precisamente al trabajo que yo quería hacer: estaba tratando de comprender los aspectos fundamentales de las enfermedades mentales mediante la extrapolación de experimentos con animales. El laboratorio de Salomon se encontraba en el edificio Hare, el más viejo y triste de todo el campus, y cuando abrí aquella puerta medio desvencijada temí que pudiera desprenderse de sus goznes. Al otro lado de la sala pude ver a Solomon, alto y delgado, casi completamente calvo, inmerso en lo que parecía ser su aura privada de intensidad intelectual. Pero si Solomon se hallaba absorto, todo el resto del laboratorio se encontraba frenéticamente ocupado. El más antiguo de sus estudiantes, un muchacho del Medio Oeste muy amigable y podría decir que solícito, llamado Bruce Overmier, se ofreció inmediatamente a explicarme las cosas. "Se trata de perros -me dijo-. Los perros no quieren hacer las cosas. Algo no funciona. Y nadie quiere hacer experimentos." Siguió explicándome que desde hacía varias semanas los perros del laboratorio -que se utilizaban para lo que de manera poco esclarecedora explicó eran experimentos de "transferencia"- habían sido condicionados para responder de acuerdo a la teoría pavloviana, la del reflejo condicionado. Día tras día se los había expuesto a dos clases de estímulos: tonalidades de sonido muy agudas y breves electroshocks. Los dos estímulos se habían dado a los perros de forma conjunta: primero el sonido, luego la descarga. Estas no eran demasiado dolorosas, como cuando algo cargado de electricidad estática da rampa. La idea consistía en lograr que los perros asociaran el sonido con el doloroso electroshock, con el propósito de que luego, cuando oyeran el sonido, reaccionaran como si recibieran un electroshock, es decir, con miedo. Eso era todo. Después iba a empezar la parte principal del experimento. Los perros se habían llevado a una "caja de doble compartimento", que no es más que una caja dividida en su interior por una pequeña pared, algo más baja que la propia caja. Los investigadores querían ver si los canes, metidos en la caja, reaccionarían cuando oyeran los sonidos tal como habían aprendido a reaccionar, o sea, cuando recibían el electroshock: saltando la barrera para escapar. Si procedieran de esa forma, entonces quería decir que el aprendizaje emocional se podía transferir mediante situaciones emocionales. Lo primero que debían hacer los perros era aprender a saltar sobre la barrera para salvarse del electroshock: cuando lo aprendieran, se podría ponerlos a prueba para ver si el sonido bastaría por sí solo para evocar la misma reacción, es decir, dar el salto. Para los animalitos tenía que ser una verdadera ganga. Para salvarse del electroshok todo cuanto tendrían que hacer era dar un fácil salto sobre un pequeño obstáculo, aquella baja pared. Por lo general, los perros aprenden eso fácilmente. Pero los perros aquellos, decía Overmier, se habían limitado a echarse y ponerse a gimotear. Ni siquiera habían hecho el intento de saltar la valla, aquello significaba que nadie podría seguir adelante con lo que se quería demostrar... probar la reacción de los perros frente al sonido. Cuando escuchaba a Overmier y luego miraba a los perros, que seguían con sus gritos lastimeros, advertí que algo mucho más significante se había producido, algo más importante que cuanto pudiera haber arrojado el experimento. En la parte inicial de la prueba, por puro accidente, aquellos perros debían de haber aprendido, porque así se lo habían enseñado, a sentirse desamparados. Por eso se rendían. Los sonidos nada tenían que ver. Mientras se realizaba el condicionamiento pavloviano, sentían que los electroshocks iban y venían, sin importar que ellos lucharan, saltaran, ladraran o hicieran cualquier otra cosa. Así habían llegado a la conclusión, habían "aprendido", que nada que pudieran hacer tenía importancia. Lo que aquello implicaba me dejó atónito. Si los perros podían aprender algo tan complejo como es la inutilidad de sus actos, allí tenía que haber una analogía con el sentimiento de impotencia humano, analogía que era susceptible de estudiarse en un laboratorio. Ese sentimiento estaba por todas partes: desde el mendigo que deambula por la ciudad hasta el recién nacido y el paciente desalentado. Eso le había destruido la vida a mi padre. Pero no había estudios científicos acerca del sentimiento de impotencia. Mis procesos mentales echaron a correr a toda velocidad: ¿era aquel un experimento qeu permitía comprender de donde viene el abatimiento, como curarlo, como prevenirlo, con qué fármacos, y la posibilidad de identificar a los seres particularmente vulnerables?