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Paz y Ciencia

lunes, 24 de junio de 2013

El Primer Año de Vida: Mariela Michelena

 
 
'Un año para toda la vida', editado por Temas de Hoy, muestra de una manera sencilla y amena las grandes dudas que se plantean los padres en los primeros meses de vida de su bebé. Escrito por la psicoanalista Mariela Michelena, analiza el fascinante primer año de vida, la única etapa donde el ser humano es capaz de aprender tantas cosas. En estas páginas se extracta un par de capítulos donde muchas madres se verán reconocidas.
 
 
Un año pasa muy deprisa, pero a la madre de un recién nacido, que lo está viviendo día a día, ese primer año le parece interminable y suele tener la impresión de que nunca volverá a dormir una noche completa; teme no poder hacerse otra vez con las riendas de su vida; se ve abocada para siempre a mantener al tirano, a sostener y acompañar sus exigencias; le preocupa que su vida sexual no vuelva a ser jamás lo que fue; el orden en la casa, la normalidad de la vida cotidiana y la independencia son recuerdos borrosos del pasado... Mientras el intruso siga reclamando su atención, ella no vivirá.
No obstante, insisto, es un año que pasa muy deprisa. De manera que a las madres desesperadas que tengan la sensación de que el tiempo se detiene, o que no avanza con suficiente rapidez, les recuerdo que lo que hoy nos parece interminable, mañana mismo se nos ha escapado entre las manos, para bien y para mal.

'Un año para toda la vida'

Mariela Michelena Editado por Temas de Hoy
A medida que el mundo del niño se ensancha, el padre se va convirtiendo en una figura cada vez más importante. Y no sólo con su hijo, sino en tanto que recupera una estrecha relación con la madre
En la mayoría de las especies, la cría busca a la madre a través de lo que se denominan 'conductas de apego', y la madre se acerca a su cría a través de su repertorio de 'conductas de atención'
Mientras el bebé se siente uno con la madre, es como si estuviera pisando tierra firme. Cuando el bebé descubre que mamá es alguien separado de él, es como si, paseando tranquilo por la llanura, se encontrara de pronto al borde de un abismo
Hace apenas unos meses teníamos ante nosotros a un ser completamente dependiente y limitado. Cada día, su autonomía ha ido en aumento. Ahora se mueve con mayor destreza y ha ampliado sus horizontes alimenticios y sociales; es más personita: se relaciona, responde gustoso a los juegos y su presencia resulta cada vez más viva.
Pero este niño encantador, que sonreía a todos, de pronto se asusta ante un extraño. Este pequeño relaciones públicas que hasta hace poco le tiraba los brazos a cualquiera, comienza a hacer pucheros si mamá se aleja unos centímetros de su lado. Empiezan a no gustarle las caras nuevas ni las voces nuevas. Su máxima, en estos meses, es 'más vale malo conocido que bueno por conocer'. ¿Qué le ocurre? Si todo iba tan bien... ¿Por qué tiene miedo ahora que es más autónomo y más diestro? Antes, cuando era más pequeño, no se asustaba tanto. ¿Estamos ante un retroceso? ¿Por qué se ha vuelto tan desconfiado? La respuesta a estas preguntas tiene una historia, un camino, que vamos a recorrer desde el inicio con el bebé.
Si una relación, un vínculo, es aquello que se forja entre dos personas diferentes para unirlas, podríamos decir que, al principio, entre la madre y el bebé no existe propiamente un vínculo, porque en los primeros meses no son dos. Se trata más bien de una especie de apelmazamiento en el que bebé y mamá se pliegan, se entregan y se confunden. Como un puente, un vínculo es algo que, para empezar, reconoce que hay distancias, y que después las salva, las burla, las acorta. Para tender un puente es preciso distinguir dos orillas separadas; para forjar un vínculo es imprescindible reconocer que se trata de dos personas diferentes: un bebé y una mamá, un hombre y una mujer, una amiga y otra amiga...
Mientras el bebé se siente uno con la madre es como si estuviera pisando tierra firme. Su relación con ella parece una inmensa llanura sin apenas accidentes geográficos. Pero cuando el bebé se cerciora de que mamá es una persona separada de él es como si, paseando tranquilo por la llanura, se encontrara de pronto al borde de un abismo. Todos, excepto el bebé, sabemos que el abismo está, que siempre estuvo, que madre e hijo siempre fueron dos personas diferentes. Pero durante un tiempo, y a costa de un gran esfuerzo, la madre se las ha arreglado para hacerle creer a su niño que él lo tiene todo, que la vida es una explanada firme y segura, y que no hay nada que temer.
¿Le ha mentido? En cierta forma, sí. Más que una mentira piadosa ha sido una mentira necesaria. Una manera de dosificarle al niño la aspereza de la vida. Es una ilusión sana, una mentira útil para que el bebé pueda confiar mientras que se hace fuerte para enfrentar otras dificultades. Una mentira grata, como el engaño de los Reyes Magos o el Ratoncito Pérez, que son de esas quimeras que nos hacen la vida más amable.

'¡Que se vayan todos!'

Este bebé que vivía convencido de ser único, de bastarse a sí mismo, descubre un día que él no está solo en el mundo, ni siquiera a solas con su madre. Descubre perplejo que también están papá, los hermanitos, las abuelas, los vecinos... Y que todos ellos pueden interponerse entre su madre y él.
Como le ocurrió a Elías. Una tarde, con apenas dos años, correteaba por la parte techada de un parque. Empezó a llover y los transeúntes se refugiaron en lo que Elías consideraba su patio de juegos particular. No le hizo ninguna gracia. De pronto, de entre el bosque de piernas de los adultos se oyó un grito: '¡Que se vayan todos!'. Era Elías, indignado, que reclamaba su derecho a poseer su parque en exclusiva.
Algo parecido le ocurre al bebé cuando cae en la cuenta de que hay muchos, muchos otros, distintos, que le quitan espacio y exclusividad junto a su madre. Si el bebé pudiera, gritaría: ¡que se vayan todos! Pero no sólo el bebé. ¿Cuántas veces a la semana nos gustaría a nosotros gritar lo mismo. En una cola eterna para comprar entradas, en las aglomeraciones del metro, en los atascos, en las grandes superficies, en la cola para comprar el pan... gritaríamos como Elías: '¡Que se vayan todos!'.
Una casa no se empieza por el tejado, como no se aprende a caminar en las escaleras. A las escaleras se llega con el tiempo, con la práctica, con la destreza adquirida en ese pasillo breve que va desde una mesa hasta los brazos de mamá. Lo mismo ocurre con las relaciones. Al principio, el niño tiene que sentir que habita en exclusiva en esa tierra firme y que los brazos de mamá están siempre próximos. Las escaleras dan vértigo, como da vértigo descubrir que mamá es independiente y que en cualquier momento puede alejarse. Caer en la cuenta de esta cruda realidad supone un paso gigantesco y doloroso que va desde 'sólo pienso en mí' hasta 'mejor empiezo a pensar también en ella'. Un buen día, el niño se da cuenta de que mamá no es una prolongación más de su cuerpo; un buen día descubre que necesita a su madre y que puede perderla...

Necesitar y perder

La conjunción de estas dos circunstancias -necesitar y correr el riesgo de perder- es justamente lo que produce vértigo. Ese paso que va de la llanura al abismo, del pasillo al escalón, ocurre en torno a los siete u ocho meses, y es lo que explica por qué en ese momento y no antes el niño empieza a aferrarse con angustia a la madre y a asustarse ante cualquier extraño.
Entre los siete y los ocho meses, el bebé ya está en condiciones de reconocer a la madre como diferente, y por eso teme que se aleje. Ahora puede distinguirse de ella porque ya cuenta con ciertas herramientas que le permiten recuperarla cuando desaparece momentáneamente, cuando la pierde. Recuerden que ya puede pensar y fantasear, que sabe esperar, que tiene compañeros de espera -el chupete, el peluche...-, y que además empieza a hacer uso de algunos truquillos que le sirven para mantener cerca a mamá. Ya es capaz de llorar, chillar o reír intencionadamente. Al principio lo hacía como una alarma de incendios, dirigida a todos y a nadie; ahora lo hace como una llamada directa a un teléfono móvil: utiliza sus facultades de manera selectiva y sabe muy bien a quién sonríe, cuándo, y con quién llora y por qué.
El cambio de postura corporal es otra novedad que le permite al niño adentrarse en esta aventura que le ofrecen los escalones y los abismos de la vida. A medida que va creciendo, sus movimientos son más firmes, más seguros. A esta edad, el bebé ya es capaz de sentarse solo y mantener el tronco erguido.
Hasta hace muy poco teníamos a un bebé con unos cuantos movimientos instintivos: cabeza, tronco y extremidades se movían sin orden ni concierto, al azar, casi sin objetivo, sin coordinación. Pero un día, ese bebé condenado a permanecer en una cuna -a menos que alguien lo tomara en brazos- se incorpora... ¡y se sienta! ¡Se sienta y se mantiene sentado! ¡Bravo! Este cambio de postura a voluntad supone un enorme progreso en su vida.
Pongámonos unos minutos en los pañales del bebé. Imaginemos, por ejemplo, que nos molesta algo en el brazo izquierdo y que no sabemos siquiera dónde nos queda el brazo izquierdo ni cómo avisar qué cosa nos molesta. Apenas conseguimos chillar y movernos con enfado. Para aliviarnos es preciso que alguien nos escuche chillar, que se acerque, que nos mire, que crea en nuestro llanto, que adivine que algo nos molesta y que descubra que esa molestia está en el brazo izquierdo... ¡Uf, la dependencia es absoluta! Imaginemos, por el contrario, que de repente podemos dominar los movimientos. Las manos, los brazos, la cabeza y las piernas nos obedecen. Entonces, en un segundo, podemos realizar un gesto tan cotidiano como rascarnos ese maldito brazo izquierdo con la mano derecha.

Ver de lejos

Otra de las adquisiciones importantes de esa edad está relacionada con la vista. Al principio, la visión es muy corta. Para ver a mamá, el bebé necesita que mamá esté muy cerca. Desde la cuna, el niño sólo es testigo pasivo de una cara que aparece y que desaparece como por arte de magia. Pero ahora el bebé no sólo empieza a ser capaz de dominar sus movimientos y sentarse, sino que además su visión tiene un mayor alcance. De manera que, para esta edad, el niño puede ver lo que tarda mamá en recorrer el trayecto que va desde la puerta hasta la cuna. Puede empezar a medir espacio y tiempo, a su estilo elemental. El niño ensancha las fronteras de su breve universo. Ya no ve sólo el pecho de mamá, ya no sólo mira la cara de mamá, sino que puede mirar al padre por encima del hombro de la madre. Sabe que hay otros, sabe que hay vida más allá de los brazos de mamá. Cambia de perspectiva, se amplían sus horizontes.
Estas nuevas habilidades le permiten asomarse, ahora sí, al abismo de su fragilidad sin que el pánico le paralice. Esta extensa y llana planicie se ha transformado en un terreno accidentado, con un montón de cuestas y socavones. Ya no hay ocasión para el pánico porque el niño está demasiado ocupado con el temor, la inseguridad, el cansancio...
A veces, en la terapia con adultos ocurre algo parecido. Vemos pacientes que consultan por un síntoma muy delimitado. Por ejemplo, miedo a subirse al metro. Aparentemente, todo lo demás funciona bien. O no lo sabemos. El día gira en sortear el pánico que le separa de llegar ileso al trabajo. A medida que el tratamiento avanza, el paciente le pierde el miedo al metro, pero empieza a sufrir por otras circunstancias de su vida: '¿Cómo es posible que ahora que estoy en tratamiento lo esté pasando peor? Antes sólo le tenía miedo al metro'.
Ahora se pregunta si es feliz con su pareja, discute con un amigo y no sabe si está dispuesto a aceptar un cargo de mayor responsabilidad. Son momentos en los que el paciente sufre tanto que llega a pensar: ¡si lo sé no vengo! Y es que es justamente ahora, que está en tratamiento, cuando se sabe acompañado y se siente más fuerte desde el punto de vista emocional, cuando puede acercarse sin tanto miedo al desconsuelo y a las limitaciones de su propia existencia.
Este asunto de las distancias, los vínculos, los puentes y los abismos se ha estudiado detenidamente. No sólo en el caso de los bebés humanos, sino también con animales. En la mayoría de las especies, la cría busca a la madre a través de lo que se denominan conductas de apego, y la madre se acerca a su cría a través de su repertorio de conductas de atención.
Al nacer, o poco después del nacimiento, las crías muestran una desesperada insistencia en permanecer cerca de sus madres. Estudios con distintas especies de primates confirman que todos repiten exactamente la misma pauta de comportamiento. Necesitan estar en contacto físico con la madre o a muy pocos centímetros de ella. La madre, por su parte, actúa de la misma manera: muestra una marcada tendencia, una necesidad también desesperada de estar cerca de su cría.
A medida que los cachorros van creciendo disminuye la frecuencia del contacto directo con la madre, y la cría se aventura a explorar distancias cada vez mayores. En las sociedades humanas más primitivas, los niños están todo el día físicamente pegados a la madre, incluso mientras ellas realizan las labores cotidianas. Sólo en las sociedades más avanzadas, el niño pasa tanto tiempo en la cuna, lejos de los brazos de la madre. (...)

El grandullón de la familia

(...) Hablemos otra vez del padre. A medida que el mundo del niño se ensancha, el padre se va convirtiendo en una figura cada vez más importante. Y no sólo en su relación directa con su hijo, sino en tanto que recupera una estrecha relación con la madre. La intensidad de la relación que establecen madre e hijo hace que cualquier conflicto entre ellos resulte un drama doloroso. De manera que cuando el padre interviene y se coloca en medio de ambos es como si entrara una bocanada de aire fresco en ese vínculo tan encerrado, tan doloroso y tan estrecho entre madre y bebé.
También respecto al padre experimenta el niño sentimientos encontrados, eso que hace unos capítulos denominábamos ambivalencia. El niño o la niña de un año empieza a intuir que la relación que mantiene su mamá con ese grandullón que a él le levanta por los aires no es una relación cualquiera. Él la coge por la cintura, por donde el niño no puede abrazarla; él la besa en la boca, donde el niño no la puede besar. Si el grandullón falta unos días, mamá se pone mustia; cuando vuelve, le cambia el humor a mamá y se dedica a hablar con él. Y el bebé se pregunta: ¿pero si aquí estoy yo, si está conmigo, cómo es que necesita al grandullón?, ¿será que no soy suficiente para ella?, ¿será que le quiere más que a mí?
Ha comprendido que sus padres son una pareja, lo que no siempre le hace gracia. Si percibe que la relación entre ellos es de apoyo mutuo, se siente tranquilo. Pero, a la vez, quiere verse incluido, gozar de los privilegios de esa pareja. Sin embargo, con frecuencia va a sentirse excluido. Y, atención, así es como tiene que sentirse. Porque el niño no forma parte de esa pareja. Una nítida diferenciación por parte de los padres entre lo que compete a su relación como pareja y lo que compete a su relación de padres con el niño es estructurante para el psiquismo del niño. Entre otras cosas porque le obliga y le permite ocupar su lugar de niño.
Hay pocas cosas tan importantes en la vida como saber ocupar el lugar que en cada momento nos corresponde. Si somos jefes, hacer de jefes y no de subalternos, y viceversa. Si somos padres, hacer de padres y no de hermanos de nuestros hijos. Si somos amigos, hacer de amigos y no de psicoanalistas, y a la inversa. Si somos abuelas, hacer de abuelas y no de madres. Y así sucesivamente.
Cuando el niño empieza a sentir la exclusión de esa intimidad que existe entre sus padres se siente rabioso y celoso. Hace todo lo que está en sus manos para mantenerlos separados y seguir siendo él el centro de atención. De manera que mantener el equilibrio en este triángulo, en este trío que va haciendo parejas entre sí, no es fácil para ninguno de los tres. La madre tendrá que permitir que el niño y el padre vayan construyendo una relación de la que ella no tiene por qué participar. Por su parte, el niño tendrá que aprender a tolerar que mamá y papá reanuden su vida de pareja. El padre, en fin, tendrá que acomodarse a la situación de que, en lo sucesivo, la madre tendrá a otro, o a otra, en su vida, y él también abrirá un nuevo espacio en la suya para esa personita.
La angustia de separación que vimos en el capítulo anterior empieza a transformarse en celos. Cuando se sienta excluido, el niño jugará con la disciplina, tratando de ganarse a uno de los padres para su causa y desautorizando al otro. Tratará de convertir a uno en el bueno y al otro en el malo. Buscará meterse en la cama con los dos -entre los dos- para controlarlos y asegurarse de que no harán nada sin contar con él.

Otra vez comer

Como hemos visto, la alimentación es la actividad en la que se ponen de manifiesto, con mayor claridad, los sentimientos que predominan en cada etapa del desarrollo. Al final del primer año, lo que está en juego para el niño es su demostración de independencia, así que intentará desplegar su autonomía también sobre el mantel.
A esta edad, los niños ya saben lo que les gusta y lo que no les gusta comer. Por supuesto que no tienen todos sus gustos definidos; por supuesto que con el tiempo irán incorporando sabores y texturas; por supuesto que lo que hoy les parece un veneno, puede, con los años, convertirse en un manjar. Pero en ese momento, cuando acaban de descubrir lo dependientes que son, necesitan afianzar, también en la comida, la poca autonomía con la que cuentan.
Así, declaran: 'Yo soy de este tipo de niño que no come zanahoria' o 'Soy del tipo que sólo come zanahoria'. Recordemos a Inés, la niña que pedía su libertad para comer lo que quisiera. Estaba reclamando un derecho. Necesitan, más que del alimento, de la atmósfera de autonomía que esas pequeñas decisiones les confiere. Igual que nosotros los adultos, los niños desarrollan aversiones a ciertos sabores. Hay cosas que les gustan más y cosas que no les gustan en absoluto. ¿Por qué no respetarlos?
A veces, a la madre le cuesta reconocer ese derecho y aceptar a su hijo como una persona distinta y separada de ella, que puede elegir. '¿Cómo es posible que este bebé, que hasta ayer miraba por mis ojos, hoy me aparte la cara y se niegue a comer lo que yo le doy?'.
Hay que tratar de que en estas confrontaciones no se geste un círculo vicioso. El niño rechaza un alimento; la madre intenta imponerlo, insiste. El niño tiene claro que él no come lentejas y las rechaza; la madre se siente, ella, rechazada: '¿Qué se habrá creído este niño? Se va a enterar...'. De manera que la hora de la comida se convierte en una contienda y en una lucha por el poder. Y no hay que olvidar que una guerra no se pierde en una sola batalla; es más, a veces, por empecinarnos en ganar una batalla podemos perder la guerra.

Mariela Michelena: "El primer año de vida".
http://elpais.com/diario/2002/05/05/domingo/1020570760_850215.HTML
http://www.youtube.com/watch?v=MOk5yYLAQvU&feature=share&list=RD02NlLie4ini0Q

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