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Paz y Ciencia

sábado, 15 de junio de 2013

Cambiar la Educación para cambiar el Mundo

CAMBIAR LA EDUCACIÓN PARA CAMBIAR EL MUNDO
 
 
 
Y ello se da en etapas. Y ya empieza eso en la pubertad, que es un momento de una

pequeña liberación, parece que algo nuevo naciera en la vida humana. Naturalmente,

nuestro desarrollo ha atravesado varias etapas antes de ello, desde la así llamada fase de

separación-individuación en que pasamos a depender menos del contacto con nuestra

madre y a explorar más autónomamente el ambiente, a la importante etapa en que (a los

6-7 años) adquiere nuestro intelecto una mayor capacidad de abstracción y comienza para

muchos la vida infantil recordada. Pero durante tales transiciones tempranas de la

infancia lo que ocurre es una combinación de maduración, socialización y perturbación

de nuestra salud original: a medida que maduran nuestras facultades vamos entrando

progresivamente en el mundo y cayendo a la vez progresivamente del paraíso. Pero con

la pubertad comienza un “camino de regreso”, que es el comienzo de una transformación

–por más que ésta quede en muchos –tal vez la mayoría– detenida. Mucha gente se siente

como si hubiese nacido con la adolescencia, o terminado de nacer –aunque en la

perspectiva de una vida realizada sea más exacto decir que se trate del primero entre una

serie de nacimientos a lo largo de un proceso de individualización progresiva que

coincide con una progresiva profundización de las relaciones. Parece como si sólo

entonces empezara a nacer un yo propiamente personal –un tercero independiente– entre

el mundo de las internalizaciones del padre y el de la madre.

Y entraña la entrada en la adolescencia una crisis: un período de transición difícil. Es la

primera en una serie de transiciones difíciles que se suceden en la vida de una persona –

saltos cualitativos en nuestro proceso de desarrollo, a la vez que pasajes delicados.

Al entrar en la vida adulta, es decir en la época en que decimos haber alcanzado la

“mayoría de edad”, muchas personas reconocen otro momento crítico. Ciertamente la

transición, como la de la pubertad, entraña una maduración biológica: es ahora (a los 24-

25 años más o menos), cuando termina la osificación del esqueleto, y el hecho de que sea

poco antes de ello que se nos asignen las libertades y responsabilidades de la mayoría de

edad legal, implica el reconocimiento de una maduración psicológica también. Para

muchos es ésta una época en que el joven adulto se aleja de su familia de origen, y para

los que han tenido la oportunidad de una formación profesional es la época de transición

entre el aprendizaje preparatorio y el trabajo de servicio. El hecho de dejar cosas atrás, es

una pequeña muerte, del mismo modo que cuando el individuo pasa a vivir su vida de

forma más creativa e individual, se trata también de un pequeño nacimiento. De nuevo la

persona cambia de mundo, y al alejarse de sus influencias originales puede dejar de

interesarse en el contacto con amigos anteriores. Siente como si ahora comenzara su vida

de verdad y anteriormente no hubiera entendido nada, y sintiendo que ha avanzado o

crecido mucho puede despreciar a sus camaradas del colegio o del posterior ambiente

estudiantil.

Y viene más adelante en la vida una tercera época crítica alrededor de los 36-37 años:

aquella a la que a menudo se alude como la crisis de la mitad de la vida (“middle age

crisis”). Fue tal vez Jung el primero en llamar la atención sobre cómo a la mitad de la

vida muchas personas sienten que ya no les satisface lo que han estado haciendo, pues

pareciera que el mismo éxito que han tenido en cumplir con las expectativas de su

adolescencia los llevara a descubrir lo limitado de tales satisfacciones y propósitos. Más

decisivamente, una relativa desilusión de sus antiguos sueños e ideales les abre a una

búsqueda interior, de modo que, independientemente de influencias religiosas, puede
hablarse de una “conversión” por la cual la persona se aleja relativamente de lo mundano

para entrar en un camino de evolución deliberada.

Pareciera que se hace presente un ciclo de 12 años a través de nuestro desarrollo, de

modo que a la transición de la pubertad (a los 12) y a la de la mayoría de edad (a los 24)

sigue esta transición de la mitad de la vida (a los 36). Y es curioso que aproximadamente

a esta edad que para algunos es la del comienzo de un camino, otros (como Buda o

Whitman) han llegado a la madurez espiritual o encontrado (piénsese en Mozart, Byron,

Schubert, Keats y otros) tras un florecimiento precoz, la muerte.

Así como es crítica la transición de la infancia a la adolescencia, que a veces se

acompaña de sufrimiento y de problemas, y así como la época de transición a la vida

adulta es también un momento en el que los problemas psicológicos pueden alcanzar la

gravedad de las psicosis, la transición que sigue puede coincidir con un apogeo de la

problemática del individuo. Diría yo que es ésta la época en que la neurosis individual,

que evoluciona junto a la persona de cuya mente y cuerpo se nutre para sustentar una

existencia de parásito, alcanza un máximo de desarrollo que no puede ser desatendido. Es

la época, por ejemplo, en que el obsesivo llega a tal obsesividad que no le queda más que

comprender su enfermedad y proponerse vehementemente un cambio de orientación. O

aquella en que un alcohólico sucumbe a su adicción hasta un extremo tal como para que

su vida familiar o su supervivencia misma se vea amenazada. Pero es precisamente este

agravamiento de la problemática emocional y caracterológica lo que lleva a la persona a

un proceso terapéutico efectivo, o al comienzo de un verdadero trabajo espiritual.

Aunque la idea de que se sucedan ciclos biológicos de aproximadamente doce años en

nuestro desarrollo se ve confirmada en que la edad de los 48 corresponde al climaterio y

la de 60 al comienzo de la vejez, no son éstas las etapas más significativas desde el punto

de vista del desarrollo de la conciencia, pues quien ha vivido ese cambio de rumbo “a

mitad del camino de nuestra vida”, tarde o temprano cosecha los primeros frutos de su

búsqueda. Particularmente cuando la persona se siente suficientemente motivada para

buscar ayuda en la psicoterapia o en alguna de las escuelas espirituales tradicionales, su

etapa de aspirante (o vía purgativa del misticismo cristiano) desembocará en la así

llamada vía iluminativa –un período de cosecha y abundancia que constituye una vez más

–y más que nunca– un nacimiento: un nacimiento al espíritu, o un nacimiento del espíritu.

Pero ni siquiera esta fase de conciencia expandida constituye el fin del desarrollo interior,

pues sigue a la fase iluminativa tarde o temprano esa contracción de la conciencia que en

el mundo cristiano se conoce como “la noche oscura del alma” –el nigredo de los

alquimistas– que es a la vez un período de incubación y una muerte interior: aquella a la

que San Pablo aludía al hablar de la muerte del “hombre viejo” que precede al nacimiento

del hombre nuevo. Pocos llegan a conocer esta “noche oscura” que constituye la

siguiente y más grave crisis del desarrollo humano, pero pienso que lo que sabemos

acerca de ella (a través de la experiencia de esos pocos que, como Jonás, fueron tragados

y regurgitados) interesa no sólo (como siempre) a los peregrinos en su viaje interior, sino

a todos –por su relevancia a nuestra situación colectiva. Pues, como me propongo

compartir a través de las siguientes páginas, pienso que aquello que en el desarrollo de la

conciencia individual es el período de oscuridad que precede a esa fase de madurez

definitiva del espíritu que se conoce en la teología mística como la vía unitiva es donde

encontramos el más adecuado paradigma para la fase de la evolución colectiva por la que

ahora atravesamos.
Pero lo que vengo de proponer supone la consideración de la historia en su conjunto y de

sus etapas. ¿Es cierto que puedan discernirse en ella saltos o transiciones críticas análogas

a las que se observan en el desarrollo individual? ¿Y son esclarecedoras del proceso

histórico las nociones de muerte y de nacimiento?

En la evolución psico-espiritual del individuo es pertinente la noción de transiciones que

conllevan a la vez el carácter de nacimiento y de muerte porque, pese a la connotación de

la palabra “individuo”, nuestra mente es dual: lejos de ser seres unificados, llevamos en

nosotros, junto a nuestro ser esencial, una especie de subpersonalidad parasitaria que

podemos llamar nuestra neurosis. (Me parece lamentable que la palabra “neurosis” esté

desapareciendo del lenguaje psiquiátrico moderno, pues se necesita algún término para

aludir al hecho de que la mayor parte de los síndromes conocidos por la psicopatología

constituyen manifestaciones alternativas de un mal semejante, y no una verdadera

multiciplidad). Puede decirse que albergamos en nosotros dos yoes –uno sano y el otro

(eco de un mal colectivo) enfermo, y en vista de ello nuestro desarrollo temprano consiste

a la vez en la maduración de nuestro ser esencial y en un crecimiento de nuestro ser

parasitario –es decir, una complicación y fortalecimiento de nuestra psicopatología.

Posteriormente, cuando empieza (en el mejor de los casos) la recuperación de nuestra

salud, se puede decir que nuestra parte enferma va muriendo, y que nuestra parte sana,

liberada de interferencias, va asomando o naciendo.

Aplicada a nuestra condición colectiva, esta idea puede resolver la paradójica pero

innegable observación de que nuestra historia entrañe a la vez progreso y decadencia:

progresamos en nuestro conocimiento y dominio del mundo, pero evoluciona también

nuestro mal colectivo –del que nos vamos liberando pero que hasta ahora –como ante un

enemigo parcialmente aniquilado que consigue refuerzos– no terminamos de vencer.

Parece claro que al comienzo de nuestra historia, como al comienzo de nuestra vida

individual, nos desarrollamos en un ambiente traumático. El trauma con que se encuentra

cada criatura que sale del vientre materno nos era invisible hasta hace poco de la misma

manera que es invisible para el pez el agua en que se mueve. La universalidad y

antigüedad de nuestra condición nos había acostumbrado y en cierto modo encallecido el

alma. En nuestro tiempo de mayor conciencia psicológica, sin embargo, son muchos para

quienes se ha tornado evidente aquello que Reich llamaba la “plaga emocional”,

trasmitida a través de las generaciones como el pecado original. Por lo menos las

personas que atraviesan por un proceso terapéutico han tomado conciencia de las heridas

de su infancia y del origen de éstas en las aberraciones caracterológicas de sus padres –y

basta haber comprendido esto para comprender que los defectos de sus padres, a su vez,

han sido eco de las limitaciones en la capacidad amorosa de sus respectivos progenitores–

y así sucesivamente. Y del mismo modo que el individuo sufre y enferma (sabiéndolo o

no) a raíz de la angustia, frustración e inseguridad en su encuentro con la condición

emocional aberrada de su entorno, es difícil poner en duda que los primeros humanos

sufrieron el trauma de una grave amenaza a su supervivencia: pues la historia de nuestra

especie comienza durante el último periodo glacial, cuando a la amenaza del frío se unió

la del hambre, y la necesidad de sobrevivir en condiciones tan precarias seguramente

trajo consigo la de matar –tal vez a otros humanos.

Es muy paradójico eso. Se puede leer la historia simultáneamente de dos maneras. Ya

como un continuo progreso, como los darwinianos quisieron leerla y como hasta la

década de los 50 –no mucho tiempo atrás– era la visión predominante, o según otro punto
de vista, que coincide con la lectura antigua de las tradiciones espirituales. Según ésta

hemos caído de una condición arcaica paradisíaca, y no terminamos aún de caer: vamos

cayendo a través de las edades, y nuestro progreso científico se inserta en un contexto de

creciente deshumanización.

Spengler mostró cómo todas las grandes civilizaciones nacen gloriosas y después de un

período seminal dorado alcanzan su verano esplendoroso en que florecen sus

potencialidades, pero luego empiezan una larga decadencia hasta que, llegadas a su

período invernal, se atrofian y fosilizan. Luego Toynbee escribió ese extenso Estudio de

la Historia que fue tan célebre en su tiempo, aunque ahora no esté tan de moda porque los

historiadores consideran cosa de sobra conocida el que, como él mostró tan claramente,

las civilizaciones nacen en respuesta a desafíos y con el tiempo mueren. Y a veces se dan

maridajes, como en el caso de la nuestra, que es híbrida de un doble origen: porque

nuestra civilización es la prolongación del mundo greco romano podemos decir que

fuimos maternizados por éste, pero el mundo greco romano fue fecundado por el mundo

judeo cristiano, y aunque nuestros genes nos hayan llegado principalmente de los

indoeuropeos, nuestro espíritu (a pesar del característico antisemitismo de la civilización

europea) nos ha llegado en gran parte desde Abraham.

Pero volviendo a la consideración de los albores mismos de la historia: decía que así

como ocurre en la vida individual, en nuestra evolución más temprana coincidió la

maduración de nuestras facultades con circunstancias altamente traumáticas. De modo

que así como individualmente caímos del paraíso del vientre materno a este mundo

cabeza abajo y lo pasamos mal ya en la sala de partos de algún hospital, (donde se nos ha

golpeado la espalda, con la falta de sensibilidad característica de nuestra cultura, para

confirmar a través de nuestros gritos que estamos vivos), también en nuestra vida

colectiva hemos caído “cabeza abajo” (de cabeza). Por más que el desafío de esta caída

de la abundancia de la vida selvática tropical a la precariedad haya sido un estímulo a la

astucia y a esa inteligencia práctica que hoy vemos culminar en el desarrollo tecnológico,

también hemos perdido algo en nuestro necesario endurecimiento. Creo que conviene

entender el desarrollo de la historia como el de una planta que se ha contaminado con un

parásito: a medida que crece, también crece el parásito que se alimenta de su vida. Así, a

medida que evoluciona nuestro ser a través de la historia, evoluciona también nuestra

enfermedad, que hoy en día hace pensar en un cáncer.

Ocurre en la vida individual que para superar la programación disfuncional de la que

dependen nuestros síntomas y dificultades en la convivencia, debemos remontarnos al

trauma original –que no siempre es exactamente un incidente, sino que es a menudo una

situación permanente ante la que debimos aprender a defendernos con la adopción de un

falso yo y la traición a nuestro ser verdadero. Se dice que el principal sentido de la

historia es el de entender el presente, y pienso que también en lo colectivo es posible que

la cura de nuestra condición enajenada colectiva deba pasar por la comprensión y

reconsideración de nuestro trauma histórico original, que no fue otro que aquel de esa

amenaza del hambre y de los hielos que nos enseñó a matar a nuestros semejantes para

sobrevivir. Los escasos restos de los albores de nuestra historia de Homo Sapiens

sugieren que nuestros antepasados Cromagnon debieron aprender a comer no sólo

grandes animales, como los osos polares, sino también a sus primos, los Neanderthal. La

extinción del hombre Neanderthal por esa época así como la notable proporción de

cráneos perforados entre sus restos llevan a pensar que tuvimos que hacernos caníbales –
y se hace comprensible el fenómeno del canibalismo en tiempos recientes como un

vestigio de un canibalismo necesario y sacralizado de tiempos remotos.

Es muy interesante considerar cómo la religión en sus orígenes estuvo íntimamente ligada

a los sacrificios, que primero fueron sacrificios humanos y después se fueron

transformando en sacrificios animales para llegar por último a sacrificios simbólicos y a

la concepción psicológica del sacrificio del yo. Ha recibido mucha atención

recientemente entre antropólogos e historiadores el libro de René Girard titulado La

Violencia y lo Sagrado, que pretende entender esta relación entre violencia y religión

como resultado de la santificación de un crimen original o arcaico. Sin compartir las

interpretaciones de Girard, pienso que hubimos de romper nuestro vínculo original con

nuestros semejantes y traicionar y empobrecer nuestra potencialidad amorosa original en

los albores de nuestra historia. Y creo que nos ayuda a comprender, tanto el trauma

original de nuestra especie como el origen de los ritos de sacrificio, una costumbre

observada en tiempos no muy lejanos por los esquimales, que después de criar un oso

polar como un animal doméstico querido, lo preparaban para la transición feliz hacia una

mejor vida antes de sacrificarlo y comérselo. No es difícil entender empáticamente su

situación psicológica de tener que reconciliar el amor con la necesidad de matar para

sobrevivir. El rito sacrificial, puede decirse, es una manera de descriminalizar una

violencia inevitable a través de una sacralización compensatoria y a la vez expiatoria.

Con el correr del tiempo, sin embargo, nos acostumbramos a considerarnos dueños de la

creación y a trivializar la muerte, no sólo de animales, sino –particularmente durante la

era de la televisión– de humanos. Ello favorece la persistencia de la actitud criptocanibalística

que ha caracterizado nuestra historia de explotación violenta y se hace sentir

tan dramáticamente en la actual codicia exterminadora del imperio global capitalista, que

arrasa con la naturaleza, con los desposeídos y con los valores humanos. La antigüedad

remota de la voracidad y de la insensibilidad humana hacen comprensible que a través de

la historia hayan sido pocos los pensadores que han considerado al ser humano como

intrínsecamente amoroso. Ciertamente no nos hemos comportado como seres bondadosos

a través de nuestra historia colectiva, y los más realistas no han podido desconocerlo.

Pero pienso que la fe de Rousseau en nuestra bondad intrínseca anticipó la visión

mayoritaria de la psicología moderna y refleja una comprensión psicológica más aguda

que el cinismo de Maquiavelo: hoy en día reconocemos como profética su noción de que

estamos presos en la civilización y debemos volver en cierto sentido a una condición

arcaica. Acertadamente, entonces, propone Salvador Pániker una evolución

retroprogresiva, en que el avance implica la recuperación de algo primitivo que hemos

perdido.

El próximo paso –o pasaje– en nuestra historia es el que nos llevó de una anarquía

competitiva (como Darwin imaginó a propósito de la selección natural de las especies) a

lo que se ha llamado el período Neolítico en alusión a los restos arqueológicos de

herramientas y armas de piedra pulimentada. Pero más importante que el progreso

técnico en el trabajo de la piedra fue entonces la transición de la vida nómada a la vida

sedentaria, que se hizo posible con el comienzo del cultivo de vegetales. Se habla a

menudo de esta transición como de “la revolución agrícola”, pero ello es quedarse corto

en la comprensión de un cambio más profundo, pues no sólo nació en aquel tiempo la

agricultura sino, más ampliamente, la cultura: las primeras tumbas no sólo apuntan a una

conciencia de la muerte, sino a una veneración de los muertos en que se adivina la
concepción de un más allá. Y otras señales nos confirman que en esta época –entre unos

treinta a diez mil años atrás– nace el espíritu religioso. Y nace el arte –del que nos quedan

las magníficas pinturas rupestres de Lascaux y otras cuevas, así como objetos tallados en

piedra o marfil. Y empieza la alfarería, y surgen los primeros textiles. Y más allá de tales

inventos específicos (que incluyen además de la agricultura, la vivienda y las ropas, la

alfarería y la cestería) se percibe un espíritu común de cultivo y cuidado, como si el

cultivo de la tierra no fuese más que una extensión del cultivo y cuidado humano y como

si la vivienda y las vestimentas, como las cavernas mismas, fueran proyecciones del útero

materno sobre el mundo exterior. Aunque por ahora no haya completa unanimidad acerca

de ello entre los estudiosos, pareciera que el sedentarismo y la revolución agrícola

hubiesen sido iniciativas femeninas, y es coherente con ello el hallazgo de abundantes

figuras de mujer entre los restos arqueológicos –figuras de vientre y pechos prominentes

que sugieren un homenaje a la procreación y la maternidad. Empieza en el neolítico –al

menos en la cuenca del Mediterráneo y Medio Oriente– lo que hoy día algunos llaman la

época matrística.

Fue Bachofen, notable historiador contemporáneo y colega de Nietzsche en la

universidad de Basilea, hacia fines del siglo XIX, quien por primera vez formuló la idea

de que algunas instituciones y usos que se habían considerado simple expresión de la

naturaleza humana fuesen más bien parte de una cultura “patriarcal” relativamente

reciente, antes de la cual habría existido un “matriarcado”. A partir de análisis de textos

(como los de Heródoto) y de artefactos, observó que en otro tiempo la cultura estaba

centrada en la figura de la mujer, y que los valores masculinos (de heroísmo guerrero)

estaban supeditados a valores femeninos (de cultivo y afirmación de la vida.) Así en

Grecia, por ejemplo, antes de la era de los dioses olímpicos había dominado la vida

religiosa la figura de la Gran Diosa Madre, y esta religión diferente se había asociado a

otras prioridades en el ámbito del derecho y a un distinto régimen de propiedad –en que

ésta, como el nombre mismo de las personas, pasaba a través de la madre. La idea de

Bachoffen constituyó un fuerte estímulo para el desarrollo de la antropología, que en su

comienzo se interesó vivamente en investigar la existencia de culturas matriarcales

contemporáneas. El resultado de tales indagaciones fue analizado cuidadosamente en una
extensa obra de Robert Briffault1, y puede decirse que para algunos la información


recogida no validó suficientemente la idea de un “matriarcado”; pero aunque el dominio
de la mujer o de lo femenino no debe entenderse en forma análoga al dominio masculino2


–pues la dominación a través de la fuerza es algo que sólo surge con la supremacía del

hombre, y por más que sea cierto que no se han encontrado ejemplos importantes de

“matriarcado” en el sentido etimológico de “gobierno” femenino, son muchas las culturas

“matrísticas”, en las cuales el poder de lo femenino se expresa a través de la dignidad e

influencia de las mujeres y la prominencia de valores femeninos. Y entre estos, el más

característico, junto a la reverencia por la vida y la sacralidad de la procreación, me

parece la solidaridad tribal.

Aunque según la convención de los historiadores la revolución agrícola del neolítico

precede en miles de años al nacimiento de las primeras civilizaciones, es en esta época,

durante la cual la presencia de la mujer parece suavizar y agregar profundidad emocional
1 1. The Mothers.

2 La distinción está claramente expresada en el título de un libro de la antropóloga Peggy Reeves acerca de



los orígenes de la desigualdad sexual: Poder femenino y dominio masculino.

a la vida de los primeros nómadas cazadores, cuando comienza a hacerse presente el

movimiento civilizador que florece con las primeras grandes ciudades.

Bien pudiéramos decir que no sólo nace durante la era matrística la cultura propiamente

tal, sino el hombre. Pues es entonces cuando el animal humano se hace efectivamente un

animal cultural. En el lenguaje del Génesis podemos decir que es ésta la época Adánica

de la Historia, la época en que fuimos insuflados por el Espíritu. Y si buscamos una

analogía para esta etapa de maduración y a la vez socialización y culturización de nuestra

especie, la encontramos en esa transición a una mayor madurez y socialización que tiene

lugar con la llegada a la segunda infancia.

También en este caso se observa una cierta suavización de la instintividad apenas

inhibida de la primera infancia –inhibición característica de lo que Freud llamó un

“período de latencia”– y para la mayoría de las personas la vida anterior, como una

prehistoria personal, queda sumida en el olvido.

Pero después de Adán viene Caín, y según las breves palabras del relato bíblico la época

de Caín y Abel no sólo es aquella en que, expulsados del Jardín del Paraíso, nos

iniciamos en la criminalidad, sino también la edad de los metales.

Es con esta nueva transición en la historia de nuestra cultura con la que se considera que

termina la prehistoria y comienza la historia propiamente dicha –pues esta época de la así

llamada “revolución urbana” es también aquella en que inventamos el alfabeto, y con el

comienzo de la escritura comenzamos a dejar un registro explícito de nuestros actos y

pensamientos.

A la época de los glaciares aparentemente siguió una en la cual el derretimiento de los

hielos causó grandes inundaciones y lluvias –el “diluvio” de tantas leyendas antiguas.

Pero la tierra luego empezó a secarse, y los pueblos se agruparon en torno a los grandes

ríos: los de Mesopotamia, el Nilo, el Yangtsé, y el Ganges. En sus riberas, grandes masas

humanas tuvieron que cultivar la tierra, y para coordinar sus esfuerzos instituyeron un

sistema de autoridad jerárquica a gran escala. Que se tratase de una autoridad benigna nos

lo sugiere tanto la razón como el hecho de que los primeros gobernantes fuesen reyes

sacerdotes y no poseyeran tierras: sabemos que entre los Sumerios eran los dioses los

dueños de la tierra, y los reyes-sacerdotes sólo sus intermediarios y servidores. Pero

sabemos que la autoridad es una cosa muy delicada y, como a menudo se repite desde

que Lord Acton lo observara, “la autoridad corrompe y la autoridad absoluta lleva a la

corrupción total”. En otras palabras: a mayor autoridad, mayor peligro de que ésta pase a

servir a intereses personales que entran en conflicto con el bien común. De más está

señalar cómo el curso de la historia ha mostrado una y otra vez que la autoridad benigna

se transforma en autoritarismo, que bajo el régimen autoritario mandan los que tienen la

pasión de mandar, y que los intereses creados alimentan la sed de poder.

La época que sigue a la edad matrística ha sido caracterizada por Ken Wilber, como una

etapa “solar” en el desarrollo histórico de la conciencia. Así lo justifica no sólo el notable

avance cultural que significaron importantes inventos como la escritura y el calendario,

sino el que los grandes templos nos hacen sentir un avance espiritual: a la antigua religión

de la tierra se agrega ahora la religión del cielo –es decir: la intuición de una sacralidad

trascendente.

Pero no podemos desconocer el aspecto problemático del advenimiento de la sociedad

patriarcal: sólo entonces comienzan las guerras, y con el nuevo régimen comienza

también la esclavitud.
Es probable que la esclavitud haya comenzado con el rapto de mujeres. Tal como nos

muestran las películas de Hollywood acerca de los Hunos y otros Arios primitivos,

hordas de guerreros se dejan caer sobre una población sedentaria y se llevan a las mujeres

como hembras reproductoras y sirvientes domésticas. Después, los poderosos vencedores

parecen haberse dado cuenta de que una esclavitud más generalizada podría ser tanto

posible como conveniente: no sólo las mujeres pueden ser capturadas y vendidas, sino

también los hombres.

Ya que de la esclavitud al establecimiento de clases sociales hay sólo un paso, se puede

comprender la violencia original hacia las mujeres como el origen del establecimiento

permanente de una clase oprimida –así como de una clase opresora que se arroga el

derecho a gobernar a la otra “por su propio bien”.

Hay indicios de que el establecimiento del régimen patriarcal haya entrañado una

revolución violenta, y así lo sugieren diversos mitos, como aquel que relata cómo Apolo,

tras su derrota de la serpiente Pitón, la reemplaza en el oráculo de Delfos, o el de Perseo,

héroe griego del que se narra cómo, con la ayuda de Hermes y de Pallas Atenea, le corta

la cabeza a la terrible medusa Gorgona. La Gorgona –como Pitón, una personificación de

la Gran Diosa Madre–, tiene una cabellera de serpientes, lo que sugiere su relación con el

mundo arcaico de la instintividad. (Es universal la asociación de la Diosa arcaica con la

serpiente, y también es universal la vuelta del mundo patriarcal contra la serpiente como

reflejo del reemplazo de la religión de la tierra y de la vida por una religión del cielo y de

la trascendencia).

Si bien es comprensible que en el feminismo de hoy se tienda a identificar la era

matrística con el legendario paraíso perdido, me inclino a pensar que es más exacta la

visión de los antiguos que concebían ese tiempo –la mítica “edad de plata”– como una

primera fase de deterioro respecto a una condición previa de armonía original a la que se

ha aludido como una “edad de oro.” Así lo sugiere la asociación de las culturas

matrísticas con los sacrificios humanos, y también su régimen de tiranía grupal. Erich

Fromm ha interpretado esta fase en el desarrollo colectivo de nuestra conciencia como

una etapa de estancamiento a través de una “unión incestuosa con la tierra”, y sospecho

que la revolución a través de la cual las bandas masculinas de cazadores se apoderaron

del poder haya sido sentida como un gesto liberador en pro de la evolución de las

potencialidades humanas y en contra de las limitaciones del status quo.

Es más que posible, entonces, que la revolución patriarcal, pese a la violencia criminal

que inyectó en nuestra cultura, haya respondido a una necesidad –constituyendo, como

nuestra antropofagia original, un crimen sagrado. El que así pueda haber sido, sin

embargo, no significa que el régimen patriarcal siga siendo necesario; más bien interesa

hoy en día que comprendamos cabalmente la destructiva obsolecencia de la civilización

patriarcal, y si es cierto que se puede aplicar a la conciencia colectiva la estructura del

proceso de transformación del individuo –proceso que supone la comprensión y

reconsideración de las heridas del pasado y de las correspondientes formas reactivas

tempranas de nuestra actitud ante el mundo, que se han tornado automáticas e

inconscientes– es imprescindible que comprendamos que desde tiempos muy remotos las

formas de vida que hemos considerado correctas no han sido funcionales ni amorosas. Es

más: deben ser revisadas y debemos abrirnos a la posibilidad de haber estado

equivocados. Así como nada ayuda tanto al individuo como entender lo que pasó al

comienzo de su propia vida para encaminarse a la liberación, pienso que ahora estamos
necesitando considerar que nuestros problemas comunes presentes no son sino el

desarrollo natural de lo que nos está pasando desde hace milenios.

Y no se trata simplemente del capitalismo ni de la mentalidad que surgió con la era

industrial, ni es simplemente algo que haya complicado nuestras vidas durante los

últimos siglos: se trata de algo tan antiguo como nuestra civilización misma, y podemos

aludir a ello como la “estructura profunda” de eso que comenzó hace unos 4-5 milenios

con la así llamada “edad de bronce”. Tal es la naturaleza de nuestra crisis, término que,

como pone de manifiesto el tan citado hexagrama del I Ching, conlleva tanto peligro

como oportunidad. Y descubrir que –más allá del autoritarismo, la violencia, el

nacionalismo, el mercantilismo y otros males tan indudables como bien conocidos–, el

mal fundamental que nos aqueja se encuentra en la estructura patriarcal de nuestra mente

y de nuestras relaciones, nos invita a pensar que estemos fijados en una etapa adolescente

de la conciencia colectiva, aunque hoy en día tal inmadurez resulta insostenible.

Pero sigamos adelante con la consideración de las analogías entre la evolución del

individuo y las fases de la historia. Si la pubertad o primera adolescencia de nuestra

especie fue la tan heroica edad de bronce en la que se instituyó el dominio masculino a

través de la violencia y la astucia, puede decirse que alcanzamos una mayoría de edad

colectiva con ese desarrollo posterior de la sociedad patriarcal que se caracterizó por el

surgimiento de los primeros imperios: época que tanto la mitología como la arqueología

designan como “edad de hierro”. Y si la “edad de plata” matrística en que nos hicimos

agricultores sedentarios correspondió al período “edénico” de nuestro mito bíblico y la

transición a la edad de bronce está señalada en éste por Caín –el primer metalúrgico– la

edad de hierro es la edad de Nimrod, y se continúa en la de los gigantes y de esa

perversión creciente con que se caracterizan los tiempos entre Babel y el diluvio.

Pero el relato bíblico es un mosaico en el que se integran varias historias precedentes, y

nos dicen los historiadores que, alegorías aparte, es la conquista de Canaán la que

corresponde a la edad de Bronce, y que la edad de hierro en la historia de Israel

corresponde a los tiempos del rey David y de Salomón –cuando probablemente se

redactaron los así llamados “Libros de Moisés”.

En Grecia comienza la edad de hierro con la guerra de Troya, y en la India con la guerra

entre Pandavas y Kauravas que constituye el tema del Mahabarata. La edad de hierro es

también la de los primeros imperios mesopotámicos –la del legendario Gilgamesh y sus

excesos. Los griegos de la época homérica exaltaban a Aquiles y a Ulises, pero también

concebían su tiempo como menos esclarecido que aquel en el que habían vivido la mayor

parte de los héroes semi-divinos. Tanto en su caso como en los de Babilonia y Egipto

pudiera decirse que la grandeza de la heroica edad de bronce se complicó con una mayor

grandiosidad. Joseph Campbell ha acuñado la expresión “inflación mística” en referencia

a la actitud que llevó a los egipcios a enterrar a sus faraones en compañía de su familia y

servidores –sofocados en sus tumbas en un acto de total devoción. Trasluce tal práctica,

más que una simple jerarquía en torno al poder espiritual, una especie de ebriedad de

poder que se vuelve innecesariamente contra la vida. Diríamos que, igual que en la

psicología individual, la grandiosidad esconde una inseguridad y una necesidad de

afianzar un poder que se ve amenazado o duda de su propia legitimidad.

Si la edad de bronce con su revolución patriarcal constituyó la pubertad de nuestra

especie, podemos decir que la edad de hierro –con el apogeo destructivo del poder
violento que ésta trajo consigo– corresponde a esa segunda adolescencia que llamamos

“mayoría de edad”.

Pero decía que en nuestro desarrollo individual puede seguir a la adultez (en el mejor de

los casos), otra transición crítica, que se asocia con la des-idealización de nuestros sueños

adolescentes y al comienzo de un nuevo rumbo. Es a esto que se ha llamado la “crisis a la

mitad del camino”(mid-life crisis) y ello lo que constituye la “crisis de entrada” al camino

propiamente tal: iniciación, conversión o metanoia.

Cuando se da esa crisis, se atraviesa un umbral que lleva a un proceso de auto

conocimiento y auto realización en el que los valores del mundo adulto parecen hacerse

obsoletos, y de esa voluntad de dejar atrás lo conocido surge un vuelo: una primera

aproximación a la experiencia espiritual propiamente tal o experiencia contemplativa.

Nace propiamente la conciencia del buscador y comienza ahora un viaje interior que se

hará cada vez más alto y más profundo.

Algo así podemos encontrarnos también en el proceso de nuestra evolución social. Tras la

edad de nuestra sangrienta adultez, es decir, durante el patriarcado degenerado, surge esa

fase de la historia que Jaspers ha propuesto llamar “el período axial” justamente porque

se nos aparece como una metanoia colectiva.

Así como en su comienzo mismo las civilizaciones surgen con una sincronía que nos

hace pensar en una red única de conciencia (ya en este mundo o a través de su

participación común en otro invisible), también nos llama la atención la sincronía de las

culturas en los tiempos de Zoroastro, de los Upanishads, de Buda, de Confucio, Lao Tze

o Sócrates. Aunque en su empeño de encontrar algo análogo en la historia del pueblo

judío unos 500 años a.C. Jaspers apunta a Isaías, nos parece más razonable encontrar el

verdadero paralelo en Jesucristo, a pesar del desfase temporal –comprensible en una

cultura que persistió por tan largo tiempo en su forma de vida pastoril. En la leyenda del

pueblo judío, sin embargo, el florecimiento de la conciencia que sigue a una superación

de la edad de hierro se simboliza en Noé, y la misma transición encuentra eco en el

relato de la migración de Abraham de Caldea, que se continúa con la descripción del

desarrollo de la mente profética a través de la historia de Abraham y de los demás

patriarcas.

Parecería que el período axial constituyese el equivalente de la fase iluminativa de

nuestra evolución colectiva, pero es más exacto compararlo con la epifanía que precede al

camino –como la estrella que anuncia el pesebre o la zarza ardiente que presagia el Sinaí.

Pues se trata de la iluminación de unos pocos, lo que de ninguna manera entraña una

transformación colectiva. Y es característico del período axial que la conciencia de los

profetas sea desoída –como esa “voz que clama en el desierto” de la que habla el

evangelio de Juan– y ellos mismos convertidos en víctimas por la ignorancia destructiva

de las mayorías. Algunos de los héroes del período axial son “crucificados”, de una u

otra manera: José es vendido como esclavo en Egipto, Sócrates condenado a la cicuta,

otros se alejan del mundo –como Lao Tsé o Buda, que predica una retirada colectiva. En

todo caso, se trata en este tiempo de una conciencia muy diferente de aquella que en una

época precedente inspirara la Guerra Santa de los arios del Irán antiguo o de la India

védica: se trata ahora de una conciencia despojada de la grandiosidad y desmesura

característica de los faraones o de los héroes griegos. Podemos decir que, con el paso de

los siglos, los arios dominadores fueron impregnándose del espíritu matrístico de las

culturas dominadas, y en la India el espíritu de los Upanishads fue fruto de esa síntesis
entre el mundo védico ario y el espíritu ctónico de las culturas más arcaicas de

Mohenjodaro y Harappa. Igual ocurre en tiempos de la Grecia clásica, durante la cual

Esquilo en su Orestíada hizo explícita una aspiración al equilibrio entre el espíritu

patriarcal de su tiempo con el espíritu matrístico del pasado.

Del mismo modo que el fruto del periodo axial fue sólo una conciencia minoritaria,

semilla de una mayor conciencia futura, la nueva conciencia que emerge al comienzo de

la transformación del individuo puede decirse que es la semilla de la futura “ fase

iluminativa” del camino –pues constituye una conciencia insular que aún no se ha

integrado al mundo emocional o al de la acción. Podríamos decir que la conversión o

metanoia y la iluminación difieren como el nacimiento de un embrión difiere del

nacimiento propiamente tal, o como el de una semilla difiere del árbol crecido que aún no

ha dado su fruto. Análogamente, las religiones que comenzaron en el período axial de la

historia pueden ser concebidas como organismos socio-culturales de naturaleza seminal,

y la semilla de la iglesia cristiana parece no habernos dado hasta ahora un mundo acorde

con sus ideales y preceptos. Pues el estado de nuestra conciencia colectiva, aún en

nuestro tiempo apocalíptico, es uno en que la idea de una sociedad regida por la sabiduría

y el amor continúa siendo un sueño, y un sueño que tal vez la mayoría de los intelectuales

considera incompatible con la “naturaleza humana”.

Como en la crisis de la mitad del camino en la que el individuo atraviesa una

transformación sólo parcial –que compromete más a su mente que a su corazón o cuerpo–

tras la catástrofe de la mítica “edad de hierro” surgió una sub-cultura espiritualmente

superior que sólo por mantenerse ajena al sistema socio-cultural y político o por saber

adaptarse a él fue a su vez tolerada –e incluso altamente respetada. Con la perspectiva de

los siglos, sin embargo, se nos hace transparente el precio de la concesión que hicieron

las viejas religiones para ser dejadas en paz. En el caso del cristianismo se resume tal

concesión en el célebre dicho de “dad al César lo que es del César”.

A la fase de entrada al camino y a ese período de aspiración y esfuerzo designado en el

cristianismo como la “vía purgativa”, sigue en el desarrollo individual la nueva transición

cualitativa que se conoce como “vía iluminativa”. Es entonces cuando comienza

propiamente la vida espiritual para la persona, que ya no es sólo un buscador, sino

alguien cuya mente se ha abierto a la experiencia contemplativa. Como la pubertad, la

entrada a la madurez y la entrada al camino, se trata de un pasaje a un nuevo nivel de

existencia del que se puede hablar en términos de un nuevo nacimiento. Es también esta

transición el punto de entrada a esa fase del desarrollo en que el individuo es sobrecogido

por un impulso evolutivo espontáneo e irreversible.

Algo semejante puede decirse de lo que ha sido en la historia de la civilización el

Renacimiento Europeo. Así como florece la vida del individuo en la experiencia

iluminativa, se puede decir que floreció nuestra civilización en el Renacimiento, que

constituyó su verdadero nacimiento –pues sólo entonces surgió efectivamente la síntesis

entre los legados greco-romano y judeo-cristiano. Más que nada, sin embargo, el

Renacimiento fue el comienzo de una liberación a través de la cual empieza a superarse

un milenario autoritarismo secular y eclesiástico. Y a esta liberación ha seguido una

aceleración considerable del ritmo de la evolución social, en oleadas sucesivas.

Al comienzo se caracterizó el Renacimiento por la afirmación de la libertad individual,

que se expresó principalmente en la reafirmación de los valores de la cultura grecoromana,

eclipsada por siglos de cristianismo medieval; luego, se hizo más explícito el
cuestionamiento de la autoridad eclesiástica y ello llevó tanto al correspondiente

reforzamiento del poder de la nobleza como a la investigación del mundo a través de la

observación y la razón, ahora relativamente liberada del pensamiento dogmático.

Siguieron las revoluciones sociales, tanto en Francia como en las colonias europeas en

las Américas, en esa época que llamamos “el siglo de las luces” –que no sólo fue el del

triunfo de la razón en Kant y en Voltaire, sino aquel en que Beethoven y Rousseau

abogaron por la liberación del corazón, originando el movimiento romántico.

Y una vez más una ola revolucionaria caracterizó el siglo siguiente, cuando los aportes

del conocimiento científico se habían complicado con los problemas económicos y

humanos del industrialismo. Se puede caracterizar a los revolucionarios de este tiempo

como defensores implícitos de la instintividad, y la influencia de Nietzsche, con su ataque

a la civilización cristiana en nombre de la vida y del espíritu dionisiaco, fue mucho más

allá de la que usualmente se registra en la historia de la cultura cuando se le proclama

originador de la filosofía existencial. Su desenmascaramiento de la hipocresía

inconsciente de sus contemporáneos no había tenido precedentes, y se comprende que

Freud dijese que Nietzsche había sido el hombre que mejor se había conocido a sí mismo.

Fue de él principalmente que Freud heredó su propia visión de “las vicisitudes de los

instintos” bajo el imperio del moralismo, y por más que no llegara en su propuesta teórica

a la condenación de la civilización (prefiriendo, ante la clara visión de su

incompatibilidad con la vida instintiva, condenar a esta última) su trabajo práctico fue el

de un liberador de la sexualidad.

Y lo que Freud hizo por el sexo, lo hizo Marx por el hambre –es decir por las necesidades

asociadas al instinto de conservación.

Sospecho que, como en una estructura fractal, el proceso histórico total –observable a

través de los milenios– se refleja en la estructura de cada una de las civilizaciones de

manera análoga a cómo en ciertas cotas la estructura que muestra un mapa detallado es

semejante a la que puede verse en uno a mayor escala. Si consideramos específicamente

la estructura de la civilización occidental, al menos, la analogía es clara. Si identificamos

el tiempo de su nacimiento con el de Jesucristo, el Renacimiento se nos aparece como

una pubertad, el siglo de las luces como su mayoría de edad y la época de Marx y Freud –

que constituyó un cambio de rumbo ante la conciencia de la explotación (social) y la

represión (psíquica)– como el equivalente colectivo de la crisis de mitad del camino.

Según tal análisis “microscópico” de nuestro ciclo histórico específico, la última ola de

liberación –que se correspondería con la fase iluminativa del desarrollo individual– ha

sido la de ese breve pero poderoso renacimiento planetario de los años sesenta;

movimiento de carácter a la vez neofreudiano (por su fuerte componente terapéutica) y

neo-marxista (por su espíritu libertario) al que se ha aludido a través de expresiones tales

como “la nueva era” y “la revolución de la conciencia”. En esta perspectiva más

abarcadora (amplia) que propongo, sin embargo, la revolución cultural de la “nueva era”

se nos aparece sólo como una última etapa –de alcance planetario– en un proceso

iluminativo y liberador de transformación social que tuvo su comienzo en Florencia

durante el Siglo XIV.

De una u otra manera, sigue a la fase iluminativa del desarrollo la “noche oscura del

alma”, y si es válido el isomorfismo que vengo proponiendo entre lo individual y lo

social, nos cabe esperar un oscurecimiento colectivo de la conciencia. Tanto la

interpretación del Renacimiento como la fase iluminativa de la historia, como la del
movimiento cultural de los sesenta como la fase iluminativa de la civilización cristiana

occidental, nos dicen que estamos al borde del equivalente histórico de esa etapa de

“noche” o “contracción”. Y, en efecto: pese al progreso técnico pareciera que se hubiera

detenido hace unos dos decenios el proceso de liberación iniciado en el Renacimiento.

Pero antes de proceder a una consideración de la “noche oscura del alma” como

paradigma de nuestros tiempos críticos, conviene que nos detengamos en un examen más

detenido de la ola cultural de los 60, así como en lo que la experiencia del desarrollo

individual nos dice respecto a la transición entre la expansión (iluminativa) de la

conciencia y la contracción que le sigue.

Comienzo por la así llamada “nueva era”, que en su momento fue sentida por muchos

como la antesala de un mundo feliz y que hoy aparece ante la conciencia popular como

una moda bohemia transitoria y superada. Fue esta la época de la cual escribió Marilyn

Ferguson en su popular libro sobre “La Conspiración de Acuario”, y tanto la alusión a la

Era de Acuario (que según los astrólogos sigue a la de Piscis durante los siguientes dos

mil y pico años) como la expresión “Nueva Era” han evocado una manera de ver y sentir

las cosas estrechamente ligada a una nueva cultura terapéutica y espiritual que se

manifestó con una efervescencia creativa notable en el surgimiento de numerosas

escuelas y líderes carismáticos, a veces con características que justificaron el que Jacob
Needelman –en su libro clásico sobre aquel tiempo– hablase de nuevas religiones3.


Pero este movimiento terapéutico y espiritual tuvo lugar en un contexto más amplio,

pues coincidió –en tiempos de la guerra en Vietnam– con el despertar del pacifismo, de

diversos movimientos de justicia social, del feminismo y del ecologismo. Y

principalmente definió a este período de nuestra historia cultural lo que el historiador

Theodor Rozak, escribiendo a fines de la década del 60, describió como el nacimiento de

una “contracultura”: una sub-población minoritaria pero notable de individuos animados

por la conciencia de que el “sistema” en que vivimos (el sistema de lo establecido al que

por aquel tiempo se empezó a llamar el “Establishment”) no merece nuestra confianza ni

nuestro respeto.

La conciencia de que “el mundo está loco” se ha generalizado lo suficiente hoy en día

como para que olvidemos que se trata de algo bastante reciente. Si bien estuviese claro

para los más esclarecidos en las tradiciones espirituales antiguas que el mundo vive “en el

pecado” o en una especie de carrusel de sueños, la idea de una caída o degradación de la

conciencia colectiva desde una condición de mayor plenitud espiritual fue cayendo en el

olvido y terminó por ser reemplazada –después de Darwin y el industrialismo– por la

creencia en un continuo progreso. Es a Freud a quien debemos la noción de la

universalidad de la neurosis, y fueron seguramente los post-freudianos –como Fromm y

sus colegas de la escuela de Frankfurt, así como R.D. Laing y el gremio de los psicólogos

humanistas– quienes llegaron a comprenderlo más cabalmente. Pero en la década de los

sesenta, la intuición de que “el mundo está al revés” se popularizó, y se encarnó

principalmente en personas, generalmente jóvenes, que, explícita o implícitamente

desilusionadas del mundo convencional, de sus valores y de sus tradiciones,

emprendieron una búsqueda en pos de una conciencia y una vida nueva. Se llamaron a sí

mismos “hippies”, pero esencialmente fueron jóvenes que, insatisfechos con los caminos

conocidos, se dispusieron a dejar atrás lo familiar para experimentar libremente con lo

desconocido.
3 Needleman, Jacob: The New Religions. Double Day. Enero 1970. ASIN# 0385034490


Hoy en día la palabra “hippy” ha venido a asociarse a drogadicción y a una marginalidad

problemática, pues la contra-revolución burguesa que siguió a la “nueva era” ha

conspirado con éxito en su denigración. Así parece haberlo comprendido proféticamente

Sasaki Roshi –maestro Zen al que escuché dar una conferencia en la Universidad de

California en 1965. Con implícito humor y cierta provocación, anunció que hablaría del

espíritu del budismo, y procedió a explicar que éste coincidía con el espíritu hippy. Buda

mismo había sido un Hippy, paso a explicar Sazaki, cuando dejó la casa de sus padres y

las comodidades de su palacio para emprender la búsqueda de la verdad.

Pero hoy en día la búsqueda de significado que animó a esa generación, ha sido

escarnecida y hasta criminalizada por el espíritu policial de un sistema que no ha perdido

oportunidad de atacar a los peligrosos rebeldes, apuntando a su entusiasmo psicodélico.

Invocando la defensa de la salud pública y la simpatía de los familiares preocupados, el

Establishment llevó la criminalización de las drogas a un encarnizamiento sólo

comparable a lo que hasta entonces había sido la guerra contra el supuesto peligro del

comunismo. A través de tal persecución no sólo ha llenado las cárceles y acallado a las

juventudes problemáticas, sino que, sutilmente, ha aplastado el sentir de la cultura

emergente bajo la lápida de la respetabilísima y represora “derecha cristiana”.

Así como para el individuo la fase iluminativa del desarrollo de la conciencia es sólo una

especie de “luna de miel” espiritual durante la cual el ego sólo aparentemente ha

desaparecido sin haber sido verdaderamente superado, así también nuestra primaveral

“Nueva Era” tuvo cierto carácter de salto hacia las estrellas, y si bien éste llevó a que

algunos la sintieran como una prefiguración profética de un futuro posible, no cabe duda

de que aquellos que se creían a las puertas del reino de Dios fueron soñadores un tanto

optimistas. Y es así como nuestra condición colectiva actual puede compararse a la de

Perceval quien, después de haber perdido de vista, sin saber cómo, el castillo del misterio,

debe ahora afrontar difíciles pruebas antes de que pueda recuperarlo. Y pasada nuestra

luna de miel colectiva nos descubrimos en una crisis tan profunda como para

preguntarnos si la aparente liberación no fue más que un sueño o si lo engendrado

entonces no terminará en un aborto.

Es claramente aparente que la ola cultural de nuestro tiempo tuvo una fase expansiva que

comienza a fines de los 50 y una fase de contracción contra revolucionaria que comienza

a dominar desde los 80, pero debemos tener presente que, tanto en lo individual como en

lo colectivo, los altibajos aparentes encubren una realidad más compleja: cuando nos

parece estar progresando estamos simultáneamente cayendo, y cuando lo más llamativo

es la decadencia, seguramente puede discernirse en su seno un nuevo desarrollo. Y es así

como desde el Renacimiento no sólo ha estado teniendo lugar una progresiva liberación,

sino, simultáneamente, una corrupción y una desespiritualización. Puede entenderse la

aparente contradicción si se tiene presente que a cada paso en nuestro desarrollo (tanto

interior como social) se desarrolla también en nosotros una patología que pudiera decirse

parasitaria: un ego personal o colectivo (del que cada uno es portador) que se nutre de

nuestras energías en el afán de realizar una especie de sueño que no coincide con nuestras

necesidades o potencialidades.Y de la misma manera como en la “Noche Oscura”

individual el peregrino descubre que todo su progreso ha sido como nada –en tanto que

no ha encarnado su supuesta realización espiritual en su vida física ni en su realidad

interpersonal concreta– así también, me parece, en nuestra noche colectiva descubrimos

que continuamos siendo prisioneros de nuestro patrón patriarcal milenario, que se ha
hecho más poderoso que nunca con el progreso tecnológico y con el afianzamiento del

orden establecido a través del imperio del poder económico.

Y, sin embargo, ya que sólo a través de la trascendencia de ese “hombre viejo” colectivo

puede nuestro progreso ponerse al servicio de una verdadera evolución, no podemos

desestimar la oportunidad que significa nuestra crisis.

Me parece que al proceso de transición colectiva de los 60 a los 80 le es de aplicación lo

mismo que sabemos de la transición individual desde el “periodo iluminativo” a la

“noche oscura del alma”. Después de la irrupción de la conciencia espiritual, sobreviene

en el individuo un proceso de inflación entusiasta –esa hybris de los antiguos a la que a

veces he aludido como un “síndrome del aprendiz de brujo”, en que las realizaciones del

espíritu pasan al servicio del ego– y ello contribuye a que, confundiéndose lo egoico con

lo visionario, tenga lugar luego una invalidación y represión de la conciencia nueva.

Cuando tras su acceso de arrogancia espiritual, el individuo se da cuenta de que ha puesto

la gracia recibida al servicio de su narcisismo, su ansia de poder o su conveniencia

personal, se ve en una condición semejante a la de Edipo Rey cuando, horrorizado ante

sus excesos, se saca los ojos y se autocondena al exilio. Y de la misma manera que el

aprendiz en la vida espiritual cuando comienza a madurar, tras la toma de conciencia de

sus excesos arrogantes los repudia comenzando así su “viaje nocturno”, así la inspiración

de una subcultura de jóvenes buscadores fue tornándose en un mercado de charlatanería y

en un “nuevo narcisismo”, y luego la profusión del oro falso ayudó a que el mundo

desconociese el oro verdadero. Llegó así el momento en que la nueva era (ya en 1976)

quemó en efigie a su hippy (en el Golden Gate Park de San Francisco), comprendiendo

tanto la degeneración de su ideal como su derrota ante el poder del orden establecido. En

la música, que tan fielmente refleja el espíritu de los tiempos, el rock tierno de los Beatles

dio paso al heavy metal, y el espiritu de los “flower children” fue reemplazado por el de

los punks. La conciencia de las juventudes pasó de la esperanza al cinismo, y el niño

interior de cada uno, que empezaba a intuir su divinidad intrínseca, se volvió a convertir

en el malvado de siempre.

Y es así como la contracultura –particularmente en el ambiente estudiantil californiano–,

después de haber inspirado el movimiento de las libertades cívicas, el pacifismo, el

feminismo, la ecología, y los alternativismos espiritual y terapeúticos, pareció

desvanecerse de tal manera que en nuestros tiempos conservadores no sólo se desvaloriza

a Marx y se ridiculiza al espíritu de la contracultura, sino que nos parece contrario a la

moda de la modernidad y a sus cánones del buen gusto aludir al imperio capitalista global

que está destruyendo la vida en la tierra en nombre de la democracia y el progreso. A su

servicio están los medios de comunicación, y bajo su influencia creciente están gobiernos

y universidades, todo lo cual permite que el totalitarismo, como el lobo de la fábula,

haya podido, efectivamente, disfrazarse de oveja democrática. Hasta la filosofía, que ha

pretendido constituir la ciencia de la verdad, contribuye a la confusión a través de la

formulación postmoderna. En el mundo del relativismo que se propugna hoy, todo es

“deconstruible” y a la vez se afirma que todas las culturas (¡comenzando por la propia!)

son dignas de nuestro respeto. Pero el mundo funciona como si lo único que pudiera

moverlo fuese el dinero. Y la única ideología sancionada por la autoridad política en el

mundo contemporáneo es la que afirma el derecho de las empresas a comprar y vender en

la libertad de los mercados –lo que se traduce en el derecho a la invasión mundial de las
culturas tradicionales por el imperio capitalista global y en la prioridad de las

consideraciones económicas.

Ya desde los ochenta, el espíritu de la cultura pasó de la bohemia a la burguesía, de lo

romántico a lo racional y práctico, de lo anti-autoritario al autoritarismo, de lo anticonvencional

al “nuevo conservadurismo”, de lo libertario a lo policial y de la orientación

espiritual de la “nueva era” al apogeo de esa “derecha cristiana” que se nos hace eco

contemporáneo de la actitud de Hernán Cortés y otros conquistadores cristianos, en los

que la pretensión de superioridad religiosa y el moralismo represor sirven a los negocios

y a la codicia.

Mientras que durante los años sesenta se sentía en California el clima primaveral de una

cultura naciente, durante las últimas décadas el clima se ha tornado otoñal, y lo que más

llama la atención son los signos de una cultura moribunda. Así lo anuncia el título del

voluminoso libro del historiador francés Barzun From Dawn to Decadence, que trata de

los quinientos años transcurridos desde el Renacimiento, así como el volumen más

reciente de Morris Berman a propósito de Los EEUU: The Twilight of American

Culture. Pero así como “la navegación nocturna” en la evolución del individuo es en el

mejor de los casos sólo el preludio a esa etapa que en la teología mística cristiana se ha

conocido como la “via unitiva”, puede esperarse que nuestros tiempos difíciles entrañen

el potencial de nuestra realización plena como especie. Así lo han presentido muchos,

seguramente, y específicamente trató de ello alguien durante los 70 en un libro titulado

The Promise of the Coming Dark Age en el que desarrolla la analogía de nuestro tiempo

con el de las postrimerías del imperio romano. La contracultura de los buscadores

pareciera haberse esfumado ante la implícita “matanza de los inocentes” que tiene lugar
en los tiempos de apogeo del nuevo capitalismo neoliberal4, y aunque sin que haya


llamado la atención del público millares de hippies han venido a parar a las cárceles,

también puede decirse que el espíritu bohemio y libertario de la “revolución de la

conciencia” ha ido penetrando en el sistema y que mantiene su vitalidad en sus

intersticios.

Theodor Rozak, historiador al que debemos la temprana crónica de la contracultura, ha

publicado recientemente un libro titulado The Wisening of America (El despertar de

América) en que observa que en EEUU la explosión demográfica de la así llamada Baby

Boom Generation se ha combinado hoy en día con el aumento de la expectativa de vida

consecuente al progreso de la medicina, y que el resultado de ambas cosas está resultando

hoy en día en una población nunca antes vista de jubilados sabios: gente de más madurez
4 3. Explica en su introducción al libro de Chomsky titulado El lucro por encima las personas que “el



neoliberalismo es el paradigma político económico definitorio de nuestro tiempo. Se refiere a políticas

públicas y procesos a través de lo cuales se le permite a unos pocos intereses privados controlar todo lo

posible la vida de la sociedad con el objeto de maximizar su lucro. Asociado originalmente con Reagan y

Thatcher, el neoliberalismo durante las dos décadas recientes ha sido la tendencia político–económica

global dominante adoptada por los partidos políticos del centro y por muchos de la izquierda tradicional a

la vez que los de la derecha. Estos partidos y las políticas que implementan representan los intereses

inmediatos de inversores sumamente ricos y menos de mil corporaciones gigantes.

Excepto entre algunos académicos y hombres de negocios, el término neoliberalismo es poco conocido por

el público, especialmente en los Estados Unidos. Allí, por el contrario, se alude a las iniciativas

neoliberales como políticas de libre mercado que estimulan el libre arbitrio de la empresa privada y de los

consumidores, que premian la responsabilidad personal y la iniciativa empresarial y que militan contra la

interferencia de un gobierno incompetente y burocrático… Una generación de esfuerzos de relaciones

públicas financiadas por las corporaciones le ha dado a estos términos e ideas un halo casi sagrado.”

emocional que en otras generaciones en quienes no sólo sobrevive el espíritu abierto de la

“nueva era” sino que se encarna el fruto de una larga maduración.

El análisis que hace Rozak de los hechos objetivos coincide con mi convicción de que el

antídoto de nuestra presente época de tecnocracia mercantil desatada se halla en el

espíritu de nuestra breve época de búsqueda. Y coincide con la visión que propuse unos

quince años atrás (en La Agonía del Patriarcado) de los “nuevos chamanes” como una

levadura vital para nuestro futuro. Pues si el aspecto obsolescente de nuestro tiempo

crítico es la estructura patriarcal de la sociedad, sus aspectos subdesarrollados son el

amor y la libertad –factores comunes de lo terapéutico y de lo genuinamente espiritual a

la vez que ideales notorios de esos jóvenes soñadores que hoy recordamos con cierto

cultivado desprecio.

Termino con una cita del último capítulo del libro arriba mencionado (“Un nuevo

chamanismo para problemas milenarios”):

“Así pues, cuando hablo de un nuevo chamanismo, no hablo de lo mismo que

quienes lo creen indisolublemente conectado con tambores, plumas y

animales totémicos. El chamanismo que se está extendiendo entre nosotros

ciertamente se conecta con tales influencias por resonancia natural con ellas

(en forma de receptividad), pero no debemos desconocer que antes de ellas

emergió ya como chamanismo autóctono, y que sólo a causa de un vínculo

de simpatía entre el chamanismo emergente y el antiguo nos interesamos en

él.

Para terminar, creo que, especialmente en nuestro tiempo –cuando tantos

aprendices de brujo atraviesan lo que he llamado el “síndrome de la inflación

postiluminativa” o la profunda regresión que implica la fase de descenso a

los infiernos en el viaje chamánico–, tiene sentido llamar la atención sobre el

hecho de que, por mucha maduración que le falte a la actual generación de

nuevos chamanes, a ellos, como pioneros del desarrollo individual, les va a

corresponder seguramente con el correr del tiempo jugar un papel muy

importante en el proceso de transformación colectiva en el que estamos

inmersos. En otras palabras: en esta población de buscadores, un tanto

marginales y en su mayoría a medio camino aún, yace un recurso humano de

primera magnitud y significado especialísimo para esta época de crisis; pues

ciertamente la clave de salida de ella no ha de venir de las viejas

instituciones, sino de un nuevo fermento.

Me siento movido a hacer uso aquí de una metáfora conocida ya desde hace

mucho tiempo en relación con la transformación individual: la de la

mariposa. Sólo que al proponerla ahora como un símbolo de transformación

colectiva, habría de ser una macromariposa, cada una de cuyas células sería

fruto de un florecimiento “en mariposa” de un individuo que (a través de un

periodo de peregrinaje e incubación) hubiera dejado atrás en su psiquismo el

estado larval original.

Le escuché una vez decir a Willis Harman que la metamorfosis de la

mariposa implica, durante su incubación en la crisálida, al mismo tiempo que

una desintegración de las estructuras celulares antiguas, un emerger de una

nueva estructura central formada de células que, –por el hecho de controlar la
formación del organismo futuro, como si contuvieran su código de

antemano– reciben el nombre de “imaginales”.

Así como las células imaginales de la mariposa preceden la transformación

del cuerpo larval en un cuerpo adulto alado, así también cabe concebir a los

actuales pioneros de la transformación individual como células imaginales

del futuro organismo colectivo, de la nueva humanidad emergente.

CLAUDIO NARANJO

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