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Paz y Ciencia

martes, 11 de junio de 2013

Nadie tiene el poder de hacerte feliz

 
 
También hay una mala noticia, reverso de la anterior: nadie tiene el poder de hacerte feliz.

Muchas personas esperan que su pareja las haga felices, y eso es fuente común de equívocos. Convengamos que si

nadie tiene la llave de tu desdicha, tampoco la tendrá de tu dicha. La pareja por sí misma no da la felicidad. Da muchas otra cosas, y cuando estas cosas están presentes y se conjugan adecuadamente experimentamos felicidad, pero la verdadera felicidad es la conexión con el latido de la vida. A través de la pareja tendrás intimidad, sexualidad, ternura, vinculación, sentido de pertenencia, confrontación, crecimiento… Y, si lo sabes llevar bien, te acercarás a un tipo de gozo, pero la felicidad es otra cosa: es un estado. La pareja te puede dar felicidad, pero no tiene el poder de hacerte feliz, lo cual es un matiz muy importante.

Esta segunda noticia cuesta un poco más de digerir. Y es que es maravilloso cuando uno está con la pareja y percibe o
transmite algo así como: «Tú, o eso que haces, dices, muestras, me hace muy feliz». Este tipo de frase abre sonrisas en
nuestras relaciones y siembra alegría. Sin embargo, muchas parejas fracasan cuando, pasado el natural espejismo
lo real, aprenden a amarlo. De este modo, se abren a la posibilidad de elegir seguir adelante y construir un proyecto común de relación y de vida.

Para unos y para otros se perfilan inevitablemente una serie de preguntas funcionales: si la pareja no nos da la felicidad, entonces, ¿cuál es su propósito?, ¿para qué sirve?, ¿en qué nos resulta útil?, ¿de qué manera nos nutre? Responder a estas
cuestiones es, en buena medida, el propósito de este libro.
La idea de que la pareja debe hacernos felices no sólo es una falacia individual, sino que pertenece a nuestro imaginario
colectivo. Ello se debe a que la pareja es un ingrediente, aunque no el único, de un estado interno que experimentamos como gozo y armonía y que consiste en sentirnos vinculados, pertenecientes, unidos y en familia. A través de la pareja nos sentimos acompañados y ahuyentamos la temida soledad, esa «conciencia trémula que se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida», como nos la describe Bertrand Russell. Al fin y al cabo, somos mamíferos, animales gregarios y sociales, alimentados y vitalizados por nuestros roces y relaciones.

Las parejas reales refutan esa extendida idea de que el otro debe ser la fuente de su felicidad, lo cual no les impide sentirse muy felices en pareja y tratar de hacer feliz al otro. Cuando esto ocurre, lo sienten como un logro y una realización conmovedora. Muchas parejas reales admiten que el otro no les trajo mayor felicidad, sino mayores retos y complicaciones, así como una mayor capacidad para afrontar problemas y diferencias de valores, deseos, costumbres y creencias. En definitiva, la mayoría de las parejas reales (no aquellas con las que fantaseamos) coinciden en afirmar que su relación no es un camino de rosas, sino también de cantos acerados que conviene afrontar y redondear; que, además del goce amoroso en ciertos momentos, de la sexualidad y la ternura en otros, de sentirnos acompañados, de la alegría de dar vida y cuidar de ella si tienen hijos, deben afrontar conflictos y desacuerdos y, en ocasiones, incluso sienten que la relación y la convivencia les debilitan, desgastan y desvitalizan, por lo que necesitan revisarlas cada tanto y realizar cambios. Las parejas que perduran afrontan distintos ciclos vitales y retos, como la crianza de los hijos, su crecimiento, su autonomía, la muerte de los padres, la vejez, etcétera, y a menudo necesitan movilizar grandes recursos para salir airosos y reforzar su vínculo.
Si aceptamos que la pareja no tiene que proporcionarnos la felicidad ni puede hacerlo, y nos entregamos a la misteriosa
y aparente indeterminación de la relación, iremos dejando atrás fabulaciones, preconceptos e idealizaciones sobre el amor, y estaremos sin duda más dispuestos a vérnoslas con el reto que significa sumergirnos en las interioridades del «campo de la pareja», esto es, el espacio de vivencias que une, vincula, comunica, susurra intimidad y atrae luces y sombras entre dos
personas tocadas por el amor o, al menos, por el deseo y la elección voluntaria de ser pareja. Cualquier terapeuta que trabaje con parejas y se haya sumergido en sus interioridades sabe que el campo de la pareja se parece muy poco al paraíso romántico que muchos imaginan, quizá seducidos por las imágenes ideales que nos suministra una cultura de tonos infantiloides que, por encima de todo, promueve el consumo de edenes artificiales.

He aquí la dialéctica del vivir: debatirse entre lo real y lo ideal, bañarse en los hechos o colorearlos con nuestras imágenes interiores, recibir la caricia o el golpe inevitable de los acontecimientos, o vestirlos con los trajes y las explicaciones que más nos convienen para otorgarles significado y así soportarlos. La vida es un diálogo, con suerte ameno y creativo, entre nuestras pasiones, imágenes interiores e ideas, y los hechos, que siempre acaban imponiendo su soberanía.
 
JOAN GARRIGA: "EL BUEN AMOR EN LA PAREJA"
 

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