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Paz y Ciencia

jueves, 5 de marzo de 2009

EL BESO, Gustav Klimt


Fragmento de las Metamorfosis.
De Ovidio.
Dafne.
I.

Dafne Peneya fué el amor primero
de Febo; amor no hijo del ciego acaso,
mas de las iras del cruel Cupido.
Á éste el Delio, soberbio por su triunfo
sobre la sierpe, viera, poco hacía,
tirar del nervio y doblegar el arco.
«¿Qué á ti, travieso niño, fuertes armas?»
le había dicho; «cuadra á nuestros hombros
tal carga, que podemos á las fieras
ciertos tirar y herir al enemigo;
y que á Pitón ahora, cuyo vientre
pestífero yugadas ocupaba
tantas, postramos túmido de flechas.
Conténtate tú de indagar con tu hacha
qué sé yo qué amores, y no aspires
á nuestra gloria.» – «Tu saeta á todo,
Febo: la mia á ti», dice el de Venus.
«Cuanto los animales á los divos
ceden, tanto á los míos tus loores.»
Y las alas batió, y hendió los aires,
y rápido se remontó á la cima
umbrosa del Parnaso; desde donde
de su rico carcaj alzó dos viras:
de obrar diverso: la una el amor huye;
la otra lo da; la que lo da, es dentada
y su cortante punta resplandece;
la que lo fuga, obtusa es, y su caña
remata en plomo. Ésta clavó en la ninfa
Peneida el dios: atravesó los huesos
y médula apolíneos con aquélla.
Ama uno al punto: la otra hasta la sombra
huye del amador; y en la espesura
de las selvas se goza y los despojos
de las cautivas fieras, emulando
á Diana virginal; ciñe diadema
el flotante cabello. Suspiraron
por ella muchos: los desprecia á todos,
enemiga de la coyunda; y libre
vaga la virgen por los densos montes;
ni sabe de Himeneo, Amor, connubio.
Su padre muchas veces le dijera:
«Un yerno tú me debes, hija mia.»
Su padre muchas veces le dijera:
«Nietos me debes, hija mia.» Empero
dice ella odiar las teas conyugales
como un delito: y por su bello rostro
vierte el pudor su púrpura ligera;
los blandos brazos á su padre en torno
del cuello anuda: «Dame, padre mío,
amado, fruir de doncellez eterna;
á Diana diólo el padre.» Aquél consiente.
«Mas esta tu beldad lo que deseas,
te veda; al voto opónese tu forma.»
Febo ama; quiere por esposa á Dafne
desque la vió, y espera lo que quiere.
Le engañan sus oráculos. Cual arden
leves rastrojos: cual la tea abrasa
las cercas donde acaso la aproxima
el caminante, ó do la tira, al alba;
tal el dios vase en llamas; tal su pecho
se quema entero, y un amor estéril
nutre, esperando. Mira en torno al cuello
ondear las sueltas crenchas. «Y si se ornan
¿qué será?» dice. Ve cómo rutilan
sus ojos, dos luceros de los cielos
sus ósculos ve, y verlos no le basta.
Más que los raudos vientos huye aquélla,
ni se detiene, cuando así le grita:
«Ninfa, te ruego, Peneída, para:
yo no te sigo hostil; deténte, ninfa.
Así del lobo la cordera arranca;
así del león, la cierva; así del buitre,
la paloma, temblándole las alas:
todas, de su enemigo. Amor me impele
á mí en tu pos. ¡Pobre de mí! no sea
que tropieces y caigas, ó lastimen
tu delicada pierna las espinas,
y te ocasione yo el dolor. Parajes
ásperos son do corres; la corrida
suplícote, modera; ten la fuga:
más lento seguiré. Con todo, mira
á quién agradas. Morador de montes
no soy; no soy pastor; ni aquí vacadas
ni greyes guardo inculto. Tú no sabes,
no sabes, temeraria, de quién huyes,
y por esto huyes. Sírveme la tierra
délfica, y Claros, Ténedos; me sirve
la regia Pátaras. Jove es mi padre.
Lo que es y fué y será por mí se entiende;
por mí suenan armónicas las cuerdas.
Certera es nuestra vira; pero hay vira
que es más certera, y el vacío pecho
me ha herido. Yo inventé la medicina:
remediador me llaman por el mundo;
las virtudes domino de las hierbas [...]
¡Ay de mí! que ninguna planta cura
al amor, ni á su dueño aquellas artes
aprovechan que á todos aprovechan.»


Más iba á hablar; pero en medroso curso
huyó la de Peneo, y sus palabras,
con él, dejó por terminar; y hermosa
aun entonces veíase. Su cuerpo
los vientos desnudaban; al impulso
de la contraria ráfaga crujía
su veste; y luego, al alentar del aura,
retroflotábale el cabello leve:
la huida realzaba su belleza.
Empero el joven dios no más blanduras
sufre perder; y como va impelido
del mismo amor, su huella sigue raudo.
Cual ha visto una liebre en campo abierto
un galgo, y éste con su planta busca
la presa, aquélla, la salud; el perro
ya va á cogerla; ya la ve cogida,
y estira hasta sus huellas el hocico;
la otra no sabe si está presa, y salta
de enmedio á los mordiscos y los dientes; –
así el dios y la virgen. La esperanza
da alas á aquél; á ésta, el temor. Ayudan
las del amor al que persigue: él gana,
y precipítase, y no afloja, y viene
sobre la fugitiva, y en sus hebras,
que en derredor de la cerviz se agitan,
anhela: desmayada palidece
ella; y rendida al vértigo del curso,
mira á las ondas del Peneo río,
y «Acórreme, mi padre», dice; «oh tierra,
ábrete», clama; «ó bien esta figura,
que es causa de mi ruina, muda y pierde.»


Apenas esta súplica formula,
sus miembros rígidos se tornan; tenue
corteza cíñele las blandas carnes;
en hojas crece su cabello; en ramas,
los brazos; esa planta tan ligera
ata raíz inerte, y le circuye
el semblante la copa: queda sólo
en ella el esplendor. Ámala Febo
también así, y poniendo su derecha
en el tronco, temblar so la reciente
cáscara nota el corazón, y abraza
las ramas, cual si fuesen cuerpo, é imprime
besos en el leño; húyelos el leño.
Y el dios: «Ya que no puedes ser mi esposa,
serás por cierto mi árbol: llevaránte,
oh lauro, siempre los cabellos míos;
te llevará mi cítara, mi aljaba.
Tú del Lacio ornarás los capitanes,
cuando el ledo concento cante Triunfo,
y pompa larga el Capitolio vea.
Custodio fidelísimo tú misma
el limen velarás siempre de Augusto
y sombreando ceñirás la encina.
Y como intonsa es mi florida testa,
así también tú lleva sempiterno
de la lozana fronda el atavío.»


Hasta aquí su peán: el lauro inclina
las nuevas ramas y mover parece
la cima, cual se mueve la cabeza.


Fuente: Jünemann, Guillermo. Antología universal. Friburgo: Herder, 1910.

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