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Paz y Ciencia

viernes, 21 de enero de 2022

ALEJANDRA PIZARNIK EN DIVÁN




 

La frase que da título a este trabajo[1] ha sido tomada del diario de la escritora argentina Alejandra Pizarnik, anotada el 24 de octubre de 1957; ahí hablaba acerca de los estados de  angustia que le impedían sentir la poesía; de la angustia producida por fracasar en su intento de comunicarse con los otros. Sus Diarios, obra publicada como un texto y que reúne 17 años de su vida, refleja tanto sus vivencias como sus miedos, sus fantasmas y dos de los temas que la obsesionaban: la locura y la muerte. 

Con amplio reconocimiento en vida; varios libros publicados, siete de ellos de poesía y uno de prosa poética, de los cuales, Árbol de Diana de 1962, fue  prologado por Octavio Paz. Se hizo también acreedora a las becas más importantes para un escritor, la Guggenheim (1969), la Fullbright (1971) y la Rockefeller. Llamada cariñosamente “bicho”[1] por Julio Cortázar, con quien sostuvo una estrecha amistad. Poseedora de una prosa admirable y una maravillosa poesía. Vivió durante cuatro años en París, lugar mítico para muchos, donde estuvo en contacto con otros escritores, si bien su estancia en esa ciudad no fue fácil. No obstante, nada bastó para llenar el vacío, la carencia de la que se dolía con frecuencia, para “salvarla” del dolor de existir. El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, con una importante trayectoria dentro de la literatura y una incursión por la pintura, tras varios intentos previos por quitarse la vida, muere a consecuencia de una sobredosis de Seconal.

“…«Esta es Alejandra, la niña más dotada del mundo. Tiene todo lo que Dios puede conceder a un ser humano… y sin embargo, está siempre triste»”[2], dijo a modo de presentación uno de sus amigos, cuya expresión es registrada en el diario el 24 de agosto de 1955.

El nombre de Alejandra Pizarnik se suma al de otras escritoras o poetas que optaron por el suicidio como fueron Virginia Woolf o Alfonsina Storni, a quienes pareciera no haberles alcanzado la escritura para “librarse” de esa muerte. Como si escribir, y muy bien, no hubiera sido suficiente para “exorcizar”, textualmente, sus propios demonios.

Alejandra Pizarnik se ha convertido en emblema para críticos y estudiosos de su obra; en un personaje que atrae la atención de aquellos que se sienten seducidos por el enigma de la poeta suicida. Aunque no es este el punto que me parece más interesante de abordar sino otro: el de su deseo de escribir la “prosa perfecta”. Uno de los temas a los que dedicó los últimos años de su vida y que constituyó para ella un punto de imposibilidad y de fracaso.

Al respecto,  Cristina Rivera Garza, quien utiliza fragmentos de su poesía como un elemento importante dentro de la trama de su novela La muerte me da, anota: “La prosa, en el sentido pizarnikiano, no es la anécdota ni el contenido del relato sino algo más, algo que, de manera breve y sublime, ella se cree incapacitada para escribir. Se trata de una prosa que, incluso, pone en tela de juicio la capacidad comunicativa de la misma. Una idea que cuestiona la supuesta habilidad intrínseca de la prosa para transmitir significado…”[3] Y más adelante, agrega: “Como si el anhelo de la prosa, que sabe imposible, fuera más anhelo en su propia imposibilidad […] Como si le diera gusto fracasar. Como si ese fracaso constituyera, al fin y al cabo, el guiño victorioso de su anhelo...”[4]

Cada palabra, cada frase, eran objeto de cuestionamiento, de crítica, de su propia autora, quien no estando satisfecha con lo que decía, creía que podía siempre decirlo de otra manera.

Para Ana Becciú, editora de los Diarios (2005), la escritura de estos se halla directamente “…relacionada con la búsqueda de una prosa, con la ambición de dotarse de un lenguaje concreto que le permita un día escribir una novela”.[5] Y este deseo es descrito por Pizarnik en términos de brevedad, claridad y belleza: “…lo que yo quisiera es escribir un libro muy, muy breve. Algo muy hermoso y muy breve. No una novela sino una crónica. Pero la imagino en una prosa simple y cristalina, aunque admitiendo todas las complejidades, en fin, aquella prosa que no sabría nunca escribir”.[6] “…Un libro en prosa que no fuera una novela sino una casa”[7]; un libro que la mantuviera por mucho tiempo construyendo su propia morada.

Puntualizo algunas cuestiones que me permitan hacer una personal lectura, desde el discurso psicoanalítico, sobre Alejandra Pizarnik.

Freud hace en El creador literario y el fantaseo, de 1908, una analogía entre el juego infantil y el oficio del poeta, pues éste, al igual que el niño, “…crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio…” pues “…lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva”.[8] Asimismo, señala que gracias a la irrealidad de este mundo inventado por el poeta, muchas de las cosas que, de ser reales no provocarían un goce, pueden suscitarlo por medio de la fantasía; y lo contrario, muchas excitaciones que pueden resultar penosas, se transforman en fuentes de placer para quienes lo leen.

(Fragmento)

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