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Paz y Ciencia

sábado, 5 de diciembre de 2009

La realidad y la ilusión: Cervantes en Freud

Les dejo con un fragmento muy interesante del conocido interés de Freud por el castellano y sus lecturas en castellano, especialmente El Quijote. Que lo disfruten

La realidad y la ilusión: Cervantes en Freud
Reality and Illusion: Cervantes in Freud
Carlos GÓMEZ
Universidad Nacional de Educación a Distancia

Anales del Seminario de Historia de la Filosofía
Vol. 24 (2007): 195-214
195 ISSN: 0211-2337

El año 2005 se cumplió el cuatrocientos aniversario de la publicación de la primera
parte de El Quijote, y el 2006 el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Sigmund Freud. La ocasión de la proximidad de esas celebraciones no es sino el pretexto externo, y un tanto casual, para poner en relación la obra de ambos autores,
y, sobre todo, para mostrar la influencia de Cervantes en Freud, influencia que,
como veremos, no es ni mucho menos marginal, sino un tema mayor en la formación
del fundador del psicoanálisis y sobre el que no faltan estudios al respecto (cf.,
p. ej., Grinberg, 1989; Crespo, 1987), por más que muchas veces se omita o se pase
de soslayo sobre ella.
Una presencia que acaso pueda resultar extraña, pues, al rastrear los antecedentes
de una doctrina científica, tendemos a pensar en fuentes distintas a las literarias,
reservando a éstas un papel ornamental o un mero lugar entre las aficiones personales
o culturales del autor de marras. No siempre es así, desde luego, pero, en el
caso de Freud, la peculiaridad de sus intereses obliga a incluir la literatura entre los pilares de su formación. Él mismo destacó muy pronto en ella, según pone de manifiesto la hermosa carta escrita a Emil Fluss en junio de 1873, recién finalizados los exámenes de conclusión del bachillerato (en griego hubo de traducir un pasaje de
(Edipo, rey!), recibida con cierta euforia la distinción summa cum laude, y en la que
ya se aprecia al buen estilista, que, además de un buen dominio del alemán, se
maneja con relativa soltura en latín, griego, hebreo, inglés y, según hemos de ver,
también en español (a los que más tarde aún, a raíz de sus estudios en París con
Charcot, se agregará el francés). Comentando el pequeño ensayo que le habían mandado
realizar sobre el tema “Consideraciones al elegir una profesión” –tema calificado
por él de “eminentemente moral”–, le dice a su amigo:
Escribí más o menos lo mismo que dos semanas antes le había escrito a usted, sin que
por ello me asignara un “sobresaliente”. Mi profesor me dijo también –y es la primera
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persona que ha osado decirme tal cosa–, que yo tendría eso que Herder tan elegantemente ha llamado “un estilo idiótico”, es decir, un estilo que es correcto, pero al mismo tiempo característico [...]. Seguramente no sospechaba que ha estado carteándose con un estilista de la lengua alemana. Ahora, empero, se lo aconsejo como amigo –no como parte interesada–: (Conserve las cartas, átelas, guárdelas bien, que nunca se sabe...! (1941, I, 2)1.
Esa inclinación por la literatura y su propio bien hacer literario acabarían siendo
reconocidos, muchos años después, cuando Freud ya cuenta 74 años, con la distinción
del prestigioso premio Goethe, instituido por la ciudad de Frankfurt. Pero, hasta llegar ahí, quedaba mucho camino. Recorreremos parte del mismo con él, sobre todo por lo que a sus años iniciales y a su formación se refiere, para enmarcar ahí el aprendizaje del español y la influencia de la lectura de Cervantes en su obra2.
1. El aprendizaje del español y la lectura de Don Quijote en la formación de Freud
En un pasaje de La interpretación de los sueños, Freud indica el trato de privilegio
recibido en su familia, lo que alimentó su sentimiento de ser excepcional.
Padres y hermanos veían en la aplicación del escolar el anticipo de una gloriosa
carrera, la cual quizá compensase algún día los sacrificios hechos en medio de inveterados apuros económicos. En lo primero en que se pensó es en que estudiaría
Derecho, debido, quizá, a un episodio infantil en el que, contando once años, se
encontraba con sus padres en una cervecería del Prater y un individuo que improvisaba
versos a cambio de una pequeña retribución predijo que el pequeño llegaría a ser ministro. La profecía no desentonaba con las ambiciones de los judíos de la época del “Ministerio burgués”, durante la cual, y pese a la postergación experimentada, las modificaciones legales y sociales, permitían a los jóvenes trabajadores Carlos Gómez La realidad y la ilusión: Cervantes en Freud
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1 Las citas de la obra de Freud se realizan de acuerdo con la edición de sus Obras completas, trad.
de Luis López-Ballesteros y de Torres, Madrid, Biblioteca Nueva, 3 vols., 30 ed., 1973, indicando el
año de publicación, el volumen en romanos y la página en arábigos. Si la fecha de redacción es distinta,
la indicamos, tras el título, entre paréntesis. Para la correspondencia, excepto en el caso de las
cartas a W. Fliess, editadas en su mayoría en el vol. 3 de OC, seguimos la edición de N. Caparrós,
Sigmund Freud, Correspondencia, 6 vols., Madrid, Biblioteca Nueva y Quipú Grupo de Psicoterapia,
1997ss., que aparecerá como C, seguida del volumen en romanos y de la página en arábigos.
2 Realicé una lectura de conjunto de la obra de Freud en Freud y su obra. Génesis y constitución
de la Teoría psicoanalítica (Gómez, 2002), donde se encuentran referencias a otras ediciones de la
obra de Freud distintas a la aquí citada y una bibliografía brevemente comentada. Los aspectos culturales
de su producción fueron particularmente considerados con anterioridad en Freud, crítico de la
Ilustración (Gómez, 1998).
e inteligentes la esperanza de alcanzar un buen puesto; una época en la que –para
decirlo con el propio Freud, que parafraseaba ahí al Napoleón revolucionario “todo
muchacho judío inteligente llevaba en su portalibros la cartera de ministro” (1900,
I, 464)3. Las ambiciones de Freud no eran, sin embargo, políticas. Tampoco económicas
–una familia burguesa de clase media fue el sueño alimentado con su novia Marta Bernays durante mucho tiempoy, pese a su afición por la lectura, ni siquiera intelectuales de un modo preciso. Postergado por su situación social y su condición
de judío, su ambición de gloria o, al menos, de reconocimiento prevaleció durante
mucho tiempo sobre el objeto a perseguir y, aunque finalmente lo alcanzó en el orden intelectual, a él no le hubiera importado al principio lograrlo en el de la acción. Los héroes de su adolescencia eran hombres audaces, advenedizos que se habían hecho a sí mismos, como Bonaparte o Masséna, libertadores de los judíos como Cromwell –en cuyo honor llamó Oliver a uno de sus hijos–, semitas como Aníbal, que llegó a poner en serios apuros a Roma, con su magnífica travesía con los elefantes a través de los Alpes, y que para Freud siempre representó la tenacidad del judaísmo frente a la burocracia eclesiástica.
Mas, descartada una carrera política o militar, en su Autobiografía, Freud indica que, más tarde, se sintió enormemente atraído por las doctrinas de Darwin, que
tan extraordinario progreso prometían en nuestra comprensión del mundo, concluyendo
que, en esas circunstancias, Ala lectura del ensayo de Goethe sobre La naturaleza,
escuchada en una conferencia de vulgarización científica, me decidió por último a inscribirme en la Facultad de Medicina” (1925, III, 2762). La explicación de Freud resulta confusa: (Curiosa determinación la de estudiar Medicina debido a la exaltación provocada por un cántico –hoy se sabe que no es de Goethede tono panteísta en el que se ensalza a la naturaleza como una madre amorosa y de recursos inagotables! Además, el propio Freud no se cansó de repetir que “ni en aquella
época ni más tarde” sintió predilección alguna por la Medicina o por la práctica
médica. Le movía “una especie de curiosidad relativa más bien a los asuntos humanos
que a los objetos naturales” (Ib.). Dado que la familia no parece haberle influido,
quizá la explicación de una elección tan extraña pueda encontrarse en otros testimonios del propio Freud. En febrero de 1896, le confesaba a su amigo Fliess: “En
mi juventud no conocí más anhelo que el del saber filosófico, anhelo que estoy a
punto de realizar ahora, cuando me dispongo a pasar de la medicina a la psicología”
(1950, III, 3543). Si, pese a todo, no se entregó a él, ello parece deberse a la precaución suscitada por un objeto tan deseado, del que se defendió como de un amor
en el que temiera perderse, y a que deploraba el exceso de especulación al que con
frecuencia se abandonan los filósofos y al que él mismo podría arrojarse.
Contrarrestó su interés por la filosofía con una sobria disciplina científica que le
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3 La frase de Napoleón decía que “cualquier soldado podía llevar en su mochila el bastón de mariscal”.
permitiera no extraviarse en una especulación omniabarcante, a la que sólo en los
años finales, y desde una base más empírica, se acercó. Quizá por ello, a los 79
años, en la adición a su Autobiografía, reconocía haber dado un largo rodeo hasta
volver a esos “problemas culturales que tanto me habían fascinado, cuando era un
joven apenas con la edad necesaria para pensar” (1925, III, 2799). Es cierto que, a
través de esos extraños senderos, provocó el disgusto de los científicos sin alcanzar
el reconocimiento de los filósofos. Pero también es verdad que, a la larga, acabó por
satisfacer ambas tendencias, la de la observación empírica y la especulativa, y obligó a unos y otros, científicos y filósofos, a tener en cuenta los puntos de vista derivados del nuevo continente que se atrevió a descubrir, y en buena medida a colonizar, él sólo: el del inconsciente.
En esas condiciones, además de en sus estudios de Medicina y Neurología, es
en diversas ciencias humanas, y sobre todo en la literatura, donde hay que buscar
las bases de la sólida formación humanista de Freud. La primera vez que habla a su
amigo Fliess de la posible universalidad del deseo edípico –contrapartida de la universal prohibición del incesto–, enseguida recurre a la literatura, Edipo, rey, de
Sófocles, y, más tarde, Hamlet, de Shakespeare, a muchos de cuyos personajes (de
Macbeth, de El rey Lear), dedicó valiosos análisis, como asimismo sucede con
obras de Goethe (Un recuerdo infantil de Goethe en Poesía y verdad, 1917) o
Dostoievski (Dostoievski y el parricidio, 1928), por poner unos cuantos ejemplos
de un acercamiento, que, frente a lo que tantas veces se dice, sólo trata de arrojar
luz sobre esos autores y obras desde un específico punto de vista, sin tratar de reducirlos a su dimensión psicológica, pues, como más de una vez se vio obligado a
reconocer, “el psicoanálisis debe rendir las armas ante el problema del poeta”
(1928, III, 3004).
Esa inclinación hacia la literatura hubo, sin duda, de verse reforzada ante la fria
recepción dispensada a sus primeras obras por parte de sus colegas neurólogos,
mientras que otros, como Alfred von Berger, profesor de historia de la literatura en
la Universidad de Viena, acogieron bien sus Estudios sobre la histeria, donde el
propio Freud, guiado por los relatos de sus pacientes –con los que ya había desechado
la electroterapia y otros medios al uso en el tratamiento de las enfermedades
psíquicas–, observa:
A mí mismo me causa singular impresión el comprobar que mis historiales clínicos carecen, por decirlo así, del severo sello científico, y presentan más bien un aspecto literario. Pero me consuelo pensando que este resultado depende por completo de la naturaleza del objeto y no de mis preferencias personales (1895, I, 124).
Freud parece recordar aquí las advertencias de Aristóteles, en su Ética a
Nicómaco (Aristóteles, 1985, 1094b 20-25), según las cuales no se ha de buscar el
mismo rigor en todos los razonamientos, sino que es propio del hombre instruido
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buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del
asunto.
En todo caso, con gran capacidad de admiración, como suele suceder en todo gran hombre, el amor de Freud hacia la literatura se vio acompañado por un seguimiento
apasionado de los descubrimientos de Winckelmann, proporcionándole la arqueología, además, al que iba a ser el gran “arqueólogo del psiquismo”, un importante registro metafórico de su escritura, quizá el principal junto al militar. Y a todo ello se añadía el interés por la antropología, el apasionamiento por las artes plásticas,
el gusto por las monografías además del estudio de los manuales... Con tal variedad de intereses, no es de extrañar que empleara tres años más de los propuestos
en terminar su licenciatura, finalizada en 1881.
A partir de entonces, Freud alternó sus trabajos en el laboratorio de fisiología de
Brücke o sus estudios neurológicos en la clínica de Meynert, con estancias en el
extranjero (de las que la realizada al hospital de La Salpêtrière de París, dirigido por
Charcot, sería decisiva) y prolongadas lecturas literarias: el teatro clásico francés, Flaubert o El Quijote, cuyos delirios le permitían seguir la senda de sus preocupaciones
más de cerca que sus tareas oficiales. Así, en 1883, le comenta a su novia
Marta Bernays: “Actualmente tengo el Don Quijote con grandes ilustraciones de
Doré, y esto me tiene más ocupado que la anatomía cerebral” (C, I, 282; 22-VIII-
1883).
El conflicto entre la realidad de su labor profesional y sus aficiones literarias se
torna, en otra carta de octubre de ese mismo año, en conflicto entre su afán por la
investigación –en este caso considerado como un sueño y su amor por Marta, la realidad,
que habría de llevarle a buscarse medios para la subsistencia económica y el
matrimonio:
Mi cerebro se está poblando de extraños inquilinos: casos clínicos, teorías, diagnósticos,
fórmulas [...Pero] todo el sueño se va disipando, la vida entra en mi celda, cuando
se acerca una carta tuya; entonces se eclipsan todos esos curiosos problemas [...]. El mundo se torna cálido de nuevo, alegre, tan fácilmente comprensible... mi dulce amada no es una alucinación (C, I, 302-303; 9-X-1883).
Finalmente, como sabemos, Freud logró compatibilizar el sueño y la realidad,
o, si se quiere, la realidad del amor y el amor por la investigación, tal como, a lo
largo de su vida, acabó dando cauce, según pudimos anotar, a su austero sentido de
la ciencia, heredado del positivismo de sus maestros, y a su interés humanista,
haciendo nacer una nueva “ciencia de los asuntos humanos”. Aunque a lo largo de
ese arduo peregrinaje no faltaron momentos de angustia, de “derrumbe general de
todos los valores” (1950, III, 3573), cuando no de franco temor hacia sí mismo y su
destino. En junio de 1897, con 41 años, todavía le comentaba a Fliess: “Creo estar
en embrión; sabe Dios qué clase de bestia saldrá de él” (Ib., 3576).
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Mas, volviendo al verano de 1883, según su biógrafo y discípulo Jones (Jones,
1976, I, 185), la lectura de El Quijote entonces llevada a cabo era, en realidad, una
relectura, por lo que el primer contacto con Cervantes debió de ser muy anterior. En
efecto, desde finales de 1871, cuando Freud contaba 16 años, encontramos cartas en
las que se despide en español y, desde el año siguiente, cartas enteras escritas en
nuestra lengua, aprendida por su cuenta y sin profesores, junto a su amigo Eduard
Silberstein, un poco como una extravagancia que les apartaba de sus tareas escolares,
pero a la que se entregaron con tal entusiasmo que llegaron a fundar una secreta
Academia Castellana, de la que, por lo demás, eran sus únicos miembros. En sus
cartas, comentan a veces temas triviales, pero también emplean el español para referirse
a sus primeros amores u otras cuestiones que quieren guardar en secreto, y las
firman con los nombres de los animales protagonistas de El coloquio de los perros,
asignándose Freud el papel de Cipión y Silberstein el de Berganza. Así se lo comenta
Freud a Marta, doce años más tarde, en febrero de 1884:
Silberstein estuvo hoy aquí de nuevo; me sigue teniendo tanta afición como antaño. Eramos amigos en una época en que la amistad no era considerada como un deporte ni como una conveniencia, sino que, más bien, se necesitaba al amigo para compartir la vida. En realidad, pasábamos juntos todas las horas del día en que no estábamos sentados en los pupitres. Juntos aprendimos español y teníamos nuestra propia mitología y nuestros nombres secretos, que habíamos extraído de un diálogo del gran Cervantes [...]. Él se llamaba, tanto al escribirnos como cuando conversábamos,
Berganza, y yo, Cipión. Cúantas veces le habré escrito Querido Berganza, firmando con:
Tu fidel Cipión, perro en el Hospital de Sevilla” (C, I, 332; 7-II-1884)4.
El español de Freud, como se echa de ver en la recién transcrita despedida,
suena arcaizante, como había de ser, si fue ante todo con Cervantes con quien lo
desarrolló. Pero es lo bastante fluido como para leer novelas (siempre de mucho
más difícil acceso que la literatura científica) o escribir, aunque incluya a veces
extraños giros y errores ortográficos. Por ofrecer tan sólo una muestra, extraeré
algunos párrafos de la carta del 9 de agosto de 1872, escrita por tanto a los 16 años:
Querido Berganza:
Ya hay una semana que recibí la última carta suya y desde ese tiempo no he sentido nada de Vuesa merced; no sé que hacer de eso, no puedo ofenderme, pues ni ha escrito Vuesa merced al maestro italiano, ni a otro de nuestros conocidos; no me queda otra cosa que apurarme de su ligereza o estremecerme de su suerte. Aunque no soy hombre melindroso para inquietarme de tal descuido, no puedo detener el pensamiento que no se lo hay encontrado un mal, de maniera la que no puedo adivinar [...]. No quiero referirle de mis divertimentos y pasatiempos, ahora me tocan cosas más importantes y lo más importante es saber ¿si Vuesa merced ya ha bajado a los infiernos o no? Si aquello no quiero respuesta [esto es, si ya se ha muerto y condenado, no hace falta que escriba],
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4 En realidad, el Hospital era de Valladolid.
pero si no recuerde Vuesa merced de su promesa [...]. Recibida una vez la aseguración, que vivís y leéis mis cartas, os escribiré una de seis cuartos de papel, tanto tengo que contar. Aun no he visto a Roznau.
Espero vuestras cartas estendidas [sic] y exactas.
De la S.S.S.[probablemente: Spanische Sprach Schule, esto es, Academia española]
D. Cipion. (C, I, 108-109).
Dado ese interés por Cervantes, no es de extrañar que, años después, cuando lee
–o relee El Quijote, Freud se extienda a veces, en las cartas a Marta, en comentarios
sobre el mismo. El 23 de agosto de 1883 vuelve a insistir en lo que le hace disfrutar, deteniéndose en los relatos de Cardenio y Dorotea, y en la narración del prisionero, así como en las ilustraciones de Doré, que encuentra magníficas “sólo
cuando el dibujante enfoca un aspecto fantástico del objeto” y buenas “donde el
texto se presta a la caricatura [...]. Mas, por otra parte, falta la ironía sutil en las escenas en las que se muestra realmente el carácter del caballero. Aquí está caricaturizado con torpeza y no alcanza el nivel de lo poético” (C, I, 283-284).
Es, pues, ese adentramiento en la obra cervantina el que da sentido a la breve,
pero cálida nota que Freud escribió a Luis López-Ballesteros y de Torres, con motivo
de la traducción que éste hizo a partir de 1922 de sus Obras completas (a las que
habrían de agregarse en años posteriores sucesivos estudios). Por lo que hemos
visto, dicha nota no ha de entenderse como una simple muestra de cortesía y dice
así:
Sr. D. Luis López-Ballesteros y de Torres.
Siendo yo un joven estudiante, el deseo de leer el inmortal “Don Quijote” en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Gracias a esta afición juvenil puedo ahora –ya en edad avanzada comprobar el acierto de su versión española de mis obras, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo. Me admira, sobre todo, cómo no siendo usted médico ni psiquiatra de profesión ha podido alcanzar tan absoluto y preciso dominio de una materia harto intrincada y a veces oscura.
Freud. Viena, 7 de mayo de 1923.
El agradecimiento de Freud, además de evocarle sus aficiones juveniles, había
de ser tanto más sincero por cuanto la versión de Luis López-Ballesteros es la primera traducción a una lengua distinta del alemán que se hizo de sus Obras completas, tarea encargada por José Ortega y Gasset, gracias a su agudeza y a la atención prestada a lo que se hacía en los más diversos lugares de la producción cultural europea. Quizá no esté de más subrayarlo, por cuanto –probablemente debido a que la caja de resonancia cultural española es de menor envergadura que la de otras lenguas en un apéndice bibliográfico tan amplio y cuidado –aunque discutible en algunos puntos y con sensibles lagunas en otros como el elaborado por Peter Gay en
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Freud. Una vida de nuestro tiempo (Gay, 1989), figuran diversas traducciones de
las obras de Freud, pero falta incomprensiblemente la primera de ellas, que fue,
como decimos, la española. Sin que los errores que la crítica posterior ha podido
detectar (sobre todo, el verter indistintamente como “instinto” los términos alemanes
Instinkt, instinto, y Trieb, pulsión, lo que hace equívoca a trechos la argumentación
freudiana, ya que Freud trató precisamente de subrayar que la sexualidad no
es el orden del instinto, sino de la pulsión), justifiquen la omisión, pues otro tanto sucede en una edición tenida por canónica como la Standard Edition. Y tampoco
recoge P. Gay que fue el español asimismo la primera lengua a la que se tradujo un
artículo de Freud, “El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos”, escrito en
colaboración con Joseph Breuer, leído como conferencia en el Wiener
Medizinischer Club el 11 de enero de 1893, de cuya importancia da idea el que figura
como “Comunicación preliminar” a Estudios sobre la histeria (Freud, 1895), y el
cual apareció en la Gaceta Médica de Granada, tan sólo unos meses después de su
publicación alemana (Muñoz, 1989; Carpintero y Mestre, 1984).
Pero dejando a un lado esas cuestiones, volvamos al cauce principal de la nuestra.

1 comentario:

Gualterio Nunez Estrada dijo...

Yo observo que esta influencia no es solo en Freud, en un caso de definicion del rol de sexo en un poema caribeno contemporaneo la construccion cultural del personaje cumple las etapas de interiorizacion de la doble personalidad en "El Quijote"