Se trata del humanismo "ateo". En esta carta, se dirige a Jean Beaufret y se pregunta si la palabra misma es necesaria. Y juzga que no, porque todo humanismo, viene a decir Heidegger, es metafísico, por cuanto presupone la determinación de la esencia del hombre al margen de la pregunta por lo que es el ser. Heidegger sostiene que la existencia del hombre, el mero detenerse en los modos existenciales, el simple preguntar por su naturaleza o su esencia, es soslayar la verdadera y fundamental pregunta, qué es, sobre todo, el ser. La existencia humana sería tan solo, pues, una morada del ser, pero no el ser mismo. Rodrigo Córdoba Sanz, Psicólogo Zaragoza, Psicoterapeuta.
CARTA SOBRE EL HUMANISMO. Por Heidegger
Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo obrar reside en el ser y se orienta a lo ente. Por contra, el pensar se deja reclamar por el ser para decir la verdad del ser. El pensar lleva a cabo ese dejar. Pensar es: l'engagement par l'Étre pour l'Étre. No sé si lingüísticamente es posible decir esas dos cosas («par» y «pour») en una sola, concretamente de la manera siguiente: penser, c'est l'engagement de l'Étre. Aquí, la forma del genitivo, «de l'...» pretende expresar que el genitivo es al mismo tiempo subjetivo y objetivo. Efectivamente, «sujeto» y «objeto» son títulos inadecuados de la metafísica, la cual se adueñó desde tiempos muy tempranos de la interpretación del lenguaje bajo la forma de la «lógica» y la «gramática» occidentales. Lo que se esconde en tal suceso es algo que hoy sólo podemos adivinar. Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar. El pensar no es sólo l’engagement dans l'action para y mediante lo ente, en el sentido de lo real de la situación presente. El pensar es l'engagement mediante y para la verdad del ser. Su historia nunca es ya pasado, sino que está siempre por venir. La historia del ser sostiene y determina toda condition et situation humaine. Para que aprendamos a experimentar puramente la citada esencia del pensar, lo que equivale a llevarla a cabo, nos tenemos que liberar de la interpretación técnica del pensar. Los inicios de esa interpretación se remontan a Platón y Aristóteles. En ellos, el pensar mismo vale como una t¡xnh, esto es, como el procedimiento de la reflexión al servicio del hacer y fabricar. Pero aquí, la reflexión ya está vista desde la perspectiva de la pziw y la poÛhsiw. Por eso, tomado en sí mismo, el pensar no es «práctico». La caracterización del pensar como yevrÛa y la determinación del conocer como procedimiento «teórico» suceden ya dentro de la interpretación «técnica» del pensar. Es un intento de reacción que trata de salvar todavía cierta autonomía del pensar respecto al actuar y el hacer. Desde entonces, la «filosofía» se encuentra en la permanente necesidad de justificar su existencia frente a las «ciencias». Y cree que la mejor manera de lograrlo es elevarse a sí misma al rango de ciencia. Pero este esfuerzo equivale al abandono de la esencia del pensar. La filosofía se siente atenazada por el temor a perder su prestigio y valor si no es una ciencia. En efecto, esto se considera una deficiencia y supone el carácter no científico del asunto. En la interpretación técnica del pensar se abandona el ser como elemento del pensar. Desde la Sofística y Platón es la «lógica» la que empieza a sancionar dicha interpretación. Se juzga al pensar conforme a un criterio inadecuado. Este juicio es comparable al procedimiento que intenta valorar la esencia y facultades de los peces en función de su capacidad para vivir en la tierra seca. Hace mucho tiempo, demasiado, que el pensar se encuentra en dique seco. Así las cosas, ¿se puede llamar «irracionalismo» al esfuerzo por reconducir al pensar a su elemento?
Las
preguntas de su carta, probablemente, se aclararían mucho mejor en una
conversación cara a cara. Frecuentemente, al ponerlo por escrito, el pensar
pierde su dinamismo y, sobre todo, es muy difícil que mantenga la característica
pluridimensionalidad de su ámbito. A diferencia de lo que ocurre en las
ciencias, el rigor del pensar no consiste sólo en la exactitud artificial -es
decir, teórico-técnica- de los conceptos. Consiste en que el decir permanece
puro en el elemento de la verdad del ser y deja que reine lo simple de sus
múltiples dimensiones. Pero, por otro lado, lo escrito nos aporta el saludable
imperativo de una redacción lingüística meditada y cuidada. Hoy sólo quiero
rescatar una de sus preguntas. Tal vez al tratar de aclararla se arroje también
algo de luz sobre el resto.
Usted pregunta: ¿comment redonner un sens au mot «Humanisme»? Esta
pregunta nace de la intención de seguir manteniendo la palabra «humanismo». Pero
yo me pregunto si es necesario. ¿O acaso no es evidente el daño que provocan
todos esos títulos? Es verdad que ya hace tiempo que se desconfía de los
«ismos». Pero el mercado de la opinión pública reclama siempre otros nuevos y
por lo visto siempre se está dispuesto a cubrir esa demanda. También nombres
como «lógica», «ética», «física» surgen por primera vez en escena tan pronto
como el pensar originario toca a su fin. En su época más grande, los griegos
pensaron sin necesidad de todos esos títulos. Ni siquiera llamaron «filosofía»
al pensar. Ese pensar se termina cuando sale fuera de su elemento. El elemento
es aquello desde donde el pensar es capaz de ser un pensar. El elemento es lo
que permite y capacita de verdad: la capacidad. Ésta hace suyo el pensar y lo
lleva a su esencia. El pensar, dicho sin más, es el pensar del ser. El genitivo
dice dos cosas. El pensar es del ser, en la medida en que, como acontecimiento
propio del ser, pertenece al ser. El pensar es al mismo tiempo pensar del ser,
en la medida en que, al pertenecer al ser, está a la escucha del ser. Como
aquello que pertenece al ser, estando a su escucha, el pensar es aquello que es
según su procedencia esencial. Que el pensar es significa que el ser se ha
adueñado destinalmente de su esencia. Adueñarse de una «cosa» o de una «persona»
en su esencia quiere decir amarla, quererla. Pensado de modo más originario,
este querer significa regalar la esencia. Semejante querer es la auténtica
esencia del ser capaz, que no sólo logra esto o aquello, sino que logra que algo
«se presente» mostrando su origen, es decir, hace que algo sea. La capacidad del
querer es propiamente aquello «en virtud» de lo cual algo puede llegar a ser.
Esta capacidad es lo auténticamente «posible», aquello cuya esencia reside en el
querer. A partir de dicho querer, el ser es capaz del pensar. Aquél hace posible
éste. El ser, como aquello que quiere y que hace capaz, es lo posible. En cuanto
elemento, el ser es la «fuerza callada» de esa capacidad que quiere, es decir,
de lo posible. Claro que, sometidas al dominio de la «lógica» y la «metafísica»,
nuestras palabras «posible» y «posibilidad» sólo están pensadas por diferencia
con la palabra «realidad», esto es, desde una determinada interpretación del ser
-la metafísica- como actus y potentia, una diferenciación que se identifica con
la de existentia y essentia. Cuando hablo de la «callada fuerza de lo posible»
no me refiero a lo possibile de una possibilitas sólo representada, ni a la
potentia como essentia de un actus de la existentia, sino al ser mismo, que,
queriendo, está capacitado sobre el pensar, y por lo tanto sobre la esencia del
ser humano, lo que significa sobre su relación con el ser. Aquí, ser capaz de
algo significa preservarlo en su esencia, mantenerlo en su elemento.
Cuando el pensar se encamina a su fin por haberse alejado de su
elemento, reemplaza esa pérdida procurándose una validez en calidad de
t¡xnh,
esto es, en cuanto instrumento de formación y por ende como asunto de escuela y
posteriormente empresa cultural. Paulatinamente, la filosofía se convierte en
una técnica de explicación a partir de las causas supremas. Ya no se piensa,
sino que uno se ocupa con la «filosofía». En mutua confrontación, esas
ocupaciones se presentan después públicamente como una serie de... ismos e
intentan superarse entre sí. El dominio que ejercen estos títulos no es fruto
del azar. Especialmente en la Edad Moderna, se basa en la peculiar dictadura de
la opinión pública. Sin embargo, la que se suele llamar «existencia privada» no
es en absoluto el ser-hombre esencial o, lo que es lo mismo, el hombre libre. Lo
único que hace es insistir en ser una negación de lo público. Sigue siendo un
apéndice suyo y se alimenta solamente de su retirada fuera de lo público. Así, y
contra su propia voluntad, dicha existencia da fe de la rendición ante los
dictados de la opinión pública. A su vez, dicha opinión es la institución y
autorización de la apertura de lo ente en la objetivación incondicionada de
todo, y éstas, como procedentes del dominio de la subjetividad, están
condicionadas metafísicamente. Por eso, el lenguaje cae al servicio de la
mediación de las vías de comunicación por las que se extiende la objetivación a
modo de acceso uniforme de todos a todo, pasando por encima de cualquier límite.
Así es como cae el lenguaje bajo la dictadura de la opinión pública. Ésta decide
de antemano qué es comprensible y qué es desechable por incomprensible. Lo que
se dice en Ser y tiempo (1927), §§ 27 y 35, sobre el «uno»
impersonal no debe tomarse de ningún modo como una contribución incidental a la
sociología. Pero dicho «uno» tampoco pretende ser únicamente la imagen opuesta,
entendida de modo ético-existencial, del ser uno mismo de la persona. Antes
bien, lo dicho encierra la indicación que remite a la pertenencia inicial de la
palabra al ser, pensada desde la pregunta por la verdad del ser. Bajo el dominio
de la subjetividad, que se presenta como opinión pública, esta relación queda
oculta. Pero cuando la verdad del ser alcanza por fin el rango que la hace digna
de ser pensada por el pensar, también la reflexión sobre la esencia del lenguaje
debe alcanzar otra altura. Ya no puede seguir siendo mera filosofía del
lenguaje. Éste es el único motivo por el que Ser y tiempo (§ 34) hace una
referencia a la dimensión esencial del lenguaje y toca la simple pregunta que se
interroga en qué modo del ser el lenguaje es siempre como lenguaje. La
devastación del lenguaje, que se extiende velozmente por todas partes, no sólo
se nutre de la responsabilidad estética y moral de todo uso del lenguaje. Nace
de una amenaza contra la esencia del hombre. Cuidar el uso del lenguaje no
demuestra que ya hayamos esquivado ese peligro esencial. Por el contrario, más
bien me inclino a pensar que actualmente ni siquiera vemos ni podemos ver
todavía el peligro porque aún no nos hemos situado en su horizonte. Pero la
decadencia actual del lenguaje, de la que, un poco tarde, tanto se habla
últimamente, no es el fundamento, sino la consecuencia del proceso por el que el
lenguaje, bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va
cayendo de modo casi irrefrenable fuera de su elemento. El lenguaje también nos
hurta su esencia: ser la casa de la verdad del ser. El lenguaje se abandona a
nuestro mero querer y hacer a modo de instrumento de dominación sobre lo ente.
Y, a su vez, éste aparece en cuanto lo real en el entramado de causas y efectos.
Nos topamos con lo ente como lo real, tanto al calcular y actuar como cuando
recurrimos a las explicaciones y fundamentaciones de la ciencia y la filosofía.
Y de éstas también forma parte la aseveración de que algo es inexplicable. Con
este tipo de afirmaciones creemos hallarnos ante el misterio, como si de este
modo fuera cosa asentada que la verdad del ser pudiera basarse sobre causas y
explicaciones o, lo que es lo mismo, sobre su inaprehensibilidad.
Pero
si el hombre quiere volver a encontrarse alguna vez en la vecindad al ser, tiene
que aprender previamente a existir prescindiendo de nombres. Tiene que reconocer
en la misma medida tanto la seducción de la opinión pública como la impotencia
de lo privado. Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por
el ser, con el peligro de que, bajo este reclamo, él tenga poco o raras veces
algo que decir. Sólo así se le vuelve a regalar a la palabra el valor precioso
de su esencia y al hombre la morada donde habitar en la verdad del
ser.
Pero
¿acaso en esta interpelación al hombre, acaso en el intento de disponer al
hombre para este reclamo no se encierra una preocupación por el hombre? ¿Y hacia
dónde se dirige ese «cuidado» si no es en la dirección que trata de reconducir
nuevamente al hombre a su esencia? ¿Qué otra cosa significa esto, sino que el
hombre (homo) se torna humano (humanus)? Pero en este caso, la humanitas sigue
siendo la meta de un pensar de este tipo, porque eso es el humanismo: meditar y
cuidarse de que el hombre sea humano en lugar de no-humano, «inhumano», esto es,
ajeno a su esencia. Pero ¿en qué consiste la humanidad del hombre? Reside en su
esencia.
Ahora bien, ¿desde dónde y cómo se determina la esencia del hombre?
Marx exige que se conozca y reconozca al «ser humano». Y él lo encuentra en la
«sociedad». Para él, el hombre «social» es el hombre «natural». En la «sociedad»
la «naturaleza» del hombre, esto es, el conjunto de sus «necesidades naturales»
(alimento, vestido, reproducción, sustento económico), se asegura de modo
regular y homogéneo. El cristiano ve la humanidad del ser humano, la humanitas
del homo, en la delimitación frente a la deitas. Desde la perspectiva de la
historia de la redención, el hombre es hombre en cuanto «hijo de Dios» que oye
en Cristo el reclamo del Padre y lo asume. El hombre no es de este mundo desde
el momento en que el «mundo», pensado de modo teórico-platónico, es solamente un
tránsito pasajero hacia el más allá.
La
humanitas es pensada por vez primera bajo este nombre expreso y se convierte en
una aspiración en la época de la república romana. El homo humanus se opone al
homo barbarus. El homo humanus es ahora el romano, que eleva y ennoblece la
virtus romana al «incorporarle» la paideÛa
tomada en préstamo de los griegos. Estos griegos son los de la Grecia tardía,
cuya cultura era enseñada en las escuelas filosóficas y consistía en la eruditio
e institutio in bonas artes. La paideÛa
así entendida se traduce mediante el término «humanitas». La
auténtica romanitas del homo romanus consiste precisamente en semejante
humanitas. En Roma nos encontramos con el primer humanismo. Y, por eso, se trata
en su esencia de un fenómeno específicamente romano que nace del encuentro de la
romanidad con la cultura de la Grecia tardía. El que se conoce como Renacimiento
de los siglos XIV y XV en Italia es una renascentia romanitatis. Desde el
momento en que lo que le importa es la romanitas, de lo que trata es de la
humanitas y, por ende, de la paideÛa
griega. Y es que lo griego siempre se contempla bajo su forma
tardía, y ésta, a su vez, bajo el prisma romano. También el homo romanus del
Renacimiento se contrapone al homo barbarus. Pero lo in-humano es ahora la
supuesta barbarie de la Escolástica gótica del Medioevo. De esta suerte, al
humanismo históricamente entendido siempre le corresponde un studium humanitatis
que remite de un modo determinado a la Antigüedad y a su vez se convierte
también de esta manera en una revivificación de lo griego. Es lo que se muestra
en nuestro humanismo del siglo XVIII, representado por Winckelmann, Goethe y
Schiller. Por contra, Hölderlin no forma parte de este «humanismo» por la
sencilla razón de que piensa el destino de la esencia del hombre de modo mucho
más inicial de lo que pudiera hacerlo dicho «humanismo».
Pero
si se entiende bajo el término general de humanismo el esfuerzo por que el
hombre se torne libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad, en ese
caso el humanismo variará en función del concepto que se tenga de «libertad» y
«naturaleza» del hombre. Asimismo, también variarán los caminos que conducen a
su realización. El humanismo de Marx no precisa de ningún retorno a la
Antigüedad, y lo mismo se puede decir de ese humanismo que Sartre concibe como
existencialismo. En el sentido amplio que ya se ha citado, también el
cristianismo es un humanismo, desde el momento en que según su doctrina todo se
orienta a la salvación del alma del hombre (salus aeterna) y la historia de la
humanidad se inscribe en el marco de dicha historia de redención. Por muy
diferentes que puedan ser estos distintos tipos de humanismo en función de su
meta y fundamento, del modo y los medios empleados para su realización y de la
forma de su doctrina, en cualquier caso, siempre coinciden en el hecho de que la
humanitas del homo humanus se determina desde la perspectiva previamente
establecida de una interpretación de la naturaleza, la historia, el mundo y el
fundamento del mundo, esto es, de lo ente en su totalidad.
Todo
humanismo se basa en una metafísica, excepto cuando se convierte él mismo en el
fundamento de tal metafísica. Toda determinación de la esencia del hombre, que,
sabiéndolo o no, presupone ya la interpretación de lo ente sin plantear la
pregunta por la verdad del ser es metafísica. Por eso, y en concreto desde la
perspectiva del modo en que se determina la esencia del hombre, lo particular y
propio de toda metafísica se revela en el hecho de que es «humanista». En
consecuencia, todo humanismo sigue siendo metafísico. A la hora de determinar la
humanidad del ser humano, el humanismo no sólo no pregunta por la relación del
ser con el ser humano, sino que hasta
impide esa pregunta, puesto que no la conoce ni la entiende en razón de su
origen metafísico. A la inversa, la necesidad y la forma propia de la pregunta
por la verdad del ser, olvidada en la metafísica precisamente por causa de la
misma metafísica, sólo pueden salir a la luz cuando en pleno medio del dominio
de la metafísica se plantea la pregunta: «qué es metafísica?». En principio
hasta se puede afirmar que toda pregunta por el «ser», incluida la pregunta por
la verdad del ser, debe introducirse como pregunta «metafísica».
El
primer humanismo, esto es, el romano, y todas las clases de humanismo que han
ido apareciendo desde entonces hasta la actualidad presuponen y dan por
sobreentendida la «esencia» más universal del ser humano. El hombre se entiende
como animal rationale. Esta determinación no es sólo la traducción latina del
griego zÇon
lñgon
¦xon,
sino una interpretación metafísica. En efecto, esta determinación esencial del
ser humano no es falsa, pero sí está condicionada por la metafísica. Pero es su
origen esencial y no sólo sus límites lo que se ha considerado digno de ser
puesto en cuestión en Ser y
tiempo. Aquello que es digno
de ser cuestionado no es en absoluto arrojado a la voracidad de un escepticismo
vacío, sino que es confiado al pensar como eso que es propiamente suyo y tiene
que pensar.
Ciertamente, la metafísica representa a lo ente en su ser y, por
ende, también piensa el ser de lo ente. Pero no piensa el ser como tal, no
piensa la diferencia entre ambos (vid. Vom Wesen des Grundes, 1929, p. 8; también Kant und das Problem der
Metaphysik, 1929, p. 225, y Sein und Zeit, p. 230). La metafísica no pregunta por la verdad
del ser mismo. Por tanto, tampoco pregunta nunca de qué modo la esencia del
hombre pertenece a la verdad del ser. Pero no se trata sólo de que la metafísica
no haya planteado nunca hasta ahora esa pregunta, sino de que dicha pregunta es
inaccesible para la metafísica en cuanto metafísica. El ser todavía está
aguardando el momento en que él mismo llegue a ser digno de ser pensado por el
hombre. Desde la perspectiva de una determinación esencial del hombre, da igual
cómo definamos la ratio del animal y la razón del ser vivo, bien sea como
«facultad de los principios», como «facultad de las categorías» o de cualquier
otro modo, pues, en cualquier caso, siempre y en cada ocasión, nos encontraremos
con que la esencia de la razón se funda en el hecho de que para toda aprehensión
de lo ente en su ser, el ser mismo se halla ya siempre aclarado como aquello que
acontece en su verdad. Del mismo modo, con el término «animal», zÇon, ya
se plantea una interpretación de la «vida» que necesariamente reposa sobre una
interpretación de lo ente como zv® y
fæsiw
dentro de la que aparece lo vivo. Pero, aparte de esto, lo que finalmente nos
queda por preguntar por encima de todo es si acaso la esencia del hombre reside
de una manera inicial que decide todo por anticipado en la dimensión de la
animalitas. ¿De verdad estamos en el buen camino para llegar a la esencia del
hombre cuando y mientras lo definimos como un ser vivo entre otros, diferente de
las plantas, los animales y dios? Sin duda, se puede proceder así, se puede
disponer de ese modo al hombre dentro de lo ente entendiéndolo como un ente en
medio de los otros. De esta suerte, siempre se podrán afirmar cosas correctas
sobre el ser humano. Pero también debe quedarnos muy claro que, procediendo así,
el hombre queda definitivamente relegado al ámbito esencial de la animalitas,
aun cuando no lo pongamos al mismo nivel que el animal, sino que le concedamos
una diferencia específica. Porque, en principio, siempre se piensa en el homo
animalis, por mucho que se ponga al animal a modo de animus sive mens y en
consecuencia como sujeto, como persona, como espíritu. Esta manera de poner es,
sin duda, la propia de la metafísica. Pero, con ello, la esencia del hombre
recibe una consideración bien menguada, y no es pensada en su origen, un origen
esencial que sigue siendo siempre el futuro esencial para la humanidad
histórica. La metafísica piensa al hombre a partir de la animalitas y no lo
piensa en función de su humanitas.
La
metafísica se cierra al sencillo hecho esencial de que el hombre sólo se
presenta en su esencia en la medida en que es interpelado por el ser. Sólo por
esa llamada «ha» encontrado el hombre dónde habita su esencia. Sólo por ese
habitar «tiene» el «lenguaje» a modo de morada que preserva el carácter extático
de su esencia. A estar en el claro del ser es a lo que yo llamo la ex-sistencia
del hombre. Sólo el hombre tiene ese modo de ser, sólo de él es propio. La
ex-sistencia así entendida no es sólo el fundamento de la posibilidad de la
razón, ratio, sino aquello en donde la esencia del hombre preserva el origen de
su determinación.
La
ex-sistencia es algo que sólo se puede decir de la esencia del hombre, esto es,
sólo del modo humano de «ser». Porque, en efecto, hasta donde alcanza nuestra
experiencia, sólo el hombre está implicado en el destino de la ex-sistencia. Por
eso, si admitimos que el hombre está destinado a pensar la esencia de su ser y
no sólo a narrar historias naturales e históricas sobre su constitución y su
actividad, tampoco se puede pensar la ex-sistencia como una especie específica
en medio de las otras especies de seres vivos. Y, por eso, también se funda en
la esencia de la ex-sistencia la parte de animalitas que le atribuimos al hombre
cuando lo comparamos con el «animal». El cuerpo del hombre es algo esencialmente
distinto de un organismo animal. La confusión del biologismo no se supera por
añadirle a la parte corporal del hombre el alma, al alma el espíritu y al
espíritu lo existencial y, además, predicar más alto que nunca la elevada estima
en que se debe tener al espíritu, si después se vuelve a caer en la vivencia de
la vida, advirtiendo y asegurando que los rígidos conceptos del pensar destruyen
la corriente de la vida y que el pensar del ser desfigura la existencia. Que la
fisiología y la química fisiológica puedan investigar al ser humano en su
calidad de organismo, desde la perspectiva de las ciencias naturales, no prueba
en modo alguno que en eso «orgánico», es decir, en el cuerpo científicamente
explicado, resida la esencia del hombre. Esa opinión tiene tan poco valor como
la que sostiene que la esencia de la naturaleza está encerrada en la energía
atómica. Después de todo, bien podría ser que la naturaleza ocultase su esencia
precisamente en la cara que presenta al dominio técnico del hombre. Así como la
esencia del hombre no consiste en ser un organismo animal, así tampoco esa
insuficiente definición esencial del hombre se puede desechar o remediar con el
argumento de que el hombre está dotado de un alma inmortal o una facultad de
raciocinio o del carácter de persona. En todos los casos estamos pasando por
encima de la esencia, basándonos precisamente en el fundamento del propio
proyecto metafísico.
Aquello que sea el hombre, esto es, lo que en el lenguaje
tradicional de la metafísica se llama la «esencia» del hombre, reside en su
ex-sistencia. Pero, así pensada, la ex-sistencia no es idéntica al concepto
tradicional de existentia, que significa realidad efectiva, a diferencia de la
essentia, que significa posibilidad. En Ser y tiempo (p. 42) hemos subrayado la frase: «La ‘esencia’
del Dasein reside en su existencia». Pero aquí no se trata de una oposición
entre existentia y essentia, porque aún no se han puesto para nada en cuestión
ambas determinaciones metafísicas del ser y mucho menos su mutua relación. Dicha
frase encierra todavía menos algo parecido a una afirmación general sobre el
Dasein entendido en el sentido de la existencia, en la medida en que esa
denominación, que fue adoptada en el siglo XVIII para la palabra «objeto»,
quiere expresar el concepto metafísico de realidad efectiva de lo real. Antes
bien, lo que dice la frase es que el hombre se presenta de tal modo que es el
«aquí», es decir, el claro del ser. Este «ser» del aquí, y sólo él, tiene el
rasgo fundamental de la ex-sistencia, es decir, del extático estar dentro de la
verdad del ser. La esencia extática del hombre reside en la ex-sistencia, que
sigue siendo distinta de la existentia metafísicamente pensada. La filosofía
medieval concibe a esta última como actualitas. Kant presenta la existentia como
la realidad efectiva, en el sentido de la objetividad de la experiencia. Hegel
define la existentia como la idea de la subjetividad absoluta que se sabe a sí
misma. Nietzsche concibe la existentia como el eterno retorno de lo igual. Desde
luego, queda abierta la cuestión de si a través de estas interpretaciones de la
existentia como realidad efectiva, que sólo a primera vista parecen tan
diversas, queda ya suficientemente pensado el ser de la piedra, o incluso la
vida en cuanto ser de los vegetales y los animales. En cualquier caso, los seres
vivos son como son, sin que por ser como tal estén en la verdad del ser y sin
que preserven en dicho estar lo que se presenta de su ser. De entre todos los
entes, presumiblemente el que más difícil nos resulta de ser pensado es el ser
vivo, porque, aunque hasta cierto punto es el más afín a nosotros, por otro lado
está separado de nuestra esencia ex-sistente por un abismo. Por contra, podría
parecer que la esencia de lo divino está más próxima a nosotros que la sensación
de extrañeza que nos causan los seres vivos, entendiendo dicha proximidad desde
una lejanía esencial que, sin embargo, en cuanto tal lejanía, le resulta más
familiar a nuestra esencia existente que ese parentesco corporal con el animal
que nos sume en un abismo apenas pensable. Semejantes reflexiones arrojan una
extraña luz sobre la caracterización habitual, y por eso mismo todavía demasiado
prematura, del ser humano como animal rationale. Si a las plantas y a los
animales les falta el lenguaje es porque están siempre atados a su entorno,
porque nunca se hallan libremente dispuestos en el claro del ser, el único que
es «mundo». Pero no es que permanezcan carentes de mundo en su entorno porque se
les haya privado de lenguaje. En la palabra «entorno» se agolpa pujante todo lo
enigmático del ser vivo. El lenguaje no es en su esencia la expresión de un
organismo ni tampoco la expresión de un ser vivo. Por eso no lo podemos pensar a
partir de su carácter de signo y tal vez ni siquiera a partir de su carácter de
significado. Lenguaje es advenimiento del ser mismo, que aclara y
oculta.
Pensada extáticamente, la ex-sistencia no coincide ni en contenido
ni en forma con la existentia. Desde el punto de vista del contenido,
ex-sistencia significa estar fuera en la verdad del ser. Por contra, existentia
(existente) significa actualitas, realidad efectiva a diferencia de la mera
posibilidad como idea. Ex-sistencia designa la determinación de aquello que es
el hombre en el destino de la verdad. Existentia sigue siendo el nombre para la
realización de lo que algo es cuando se manifiesta en su idea. La frase que dice
«el hombre ex-siste» no responde a la pregunta de si el hombre es o no real,
sino a la pregunta por la «esencia» del hombre. Esta pregunta la solemos
plantear siempre de manera inadecuada, ya sea cuando preguntamos qué es el
hombre, ya sea cuando preguntamos quién es el hombre, porque con ese ¿quién? o
¿qué?. nos ponemos en el punto de vista que trata de ver ya una persona o un
objeto. Pero sucede que tanto el carácter personal como el carácter de objeto no
sólo no aciertan con lo esencial de la ex-sistencia de la historia del ser, sino
que impiden verlo. Por eso, en la citada frase de Ser y tiempo se escribe con muchas reservas y entre
comillas la palabra «esencia» (p. 42). Esto indica que, ahora, la «esencia» no
se determina ni desde el esse essentiae ni desde el esse existentiae, sino desde
lo ex-stático del Dasein. En cuanto ex-sistente, el hombre soporta el ser-aquí,
en la medida en que toma a su «cuidado» el aquí en cuanto claro del ser. Pero el
propio ser-aquí se presenta en cuanto «arrojado». Se presenta en el arrojo del
ser, en lo destinal que arroja a un destino.
Ahora bien, la última y peor de las confusiones consistiría en
querer explicar la frase sobre la esencia exsistente del hombre como si fuera la
aplicación secularizada y trasladada al hombre de una idea sobre dios expresada
por la teología cristiana (Deus est ipsum esse); en efecto, la ex-sistencia no
es la realización de una esencia ni mucho menos produce o pone ella lo esencial.
Si se entiende el «proyecto» mencionado en Ser y tiempo como un poner representador, entonces
lo estaremos tomando como un producto de la subjetividad, esto es, estaremos
dejando de pensar la «comprensión del ser» de la única manera que puede ser
pensada en el ámbito de la «analítica existencial» del «ser-en-el-mundo», esto
es, como referencia extática al claro del ser. Pero también es verdad que
concebir y compartir de modo suficiente ese otro pensar que abandona la
subjetividad se ha vuelto más difícil por el hecho de que a la hora de publicar
Ser y tiempo no se dio a la imprenta la tercera sección de la
primera parte, «Tiempo y ser» (vid. Ser y tiempo, p. 39). Allí se produce un giro que lo cambia
todo. Dicha sección no se dio a la imprenta porque el pensar no fue capaz de
expresar ese giro con un decir de suficiente alcance ni tampoco consiguió
superar esa dificultad con ayuda del lenguaje de la metafísica. La conferencia
«De la esencia de la verdad», que fue pensada y pronunciada en 1930 pero no se publicó hasta 1943, permite obtener una cierta visión del
pensar del giro que se produce de Ser y tiempo a «Tiempo y ser».
Dicho giro no consiste en un cambio del punto de vista de Ser y
tiempo, sino que en él es donde ese pensar que se trataba de obtener
llega por vez primera a la dimensión desde la que se ha experimentado Ser
y tiempo, concretamente como experiencia fundamental del olvido del
ser.
Pues
bien, la proposición principal de Sartre a propósito de la primacía de la
existentia sobre la essentia sin duda justifica el nombre de «existencialismo»
como título adecuado a esa filosofía. Pero la tesis principal del
«existencialismo» no tiene ni lo más mínimo en común con la frase de Ser y tiempo; aparte de que en Ser y tiempo no puede expresarse todavía en absoluto
una tesis sobre la relación de essentia y existentia, porque de lo que allí se
trata es de preparar algo pre-cursor. Y eso ocurre, según lo que se ha dicho, de
modo bastante torpe y limitado. Aquello que todavía hoy y por vez primera queda
por decir tal vez pudiera convertirse en el estímulo necesario para guiar a la
esencia del hombre y lograr que piense atentamente la dimensión de la verdad del
ser que reina en ella. Pero también esto ocurriría únicamente en beneficio de
una mayor dignidad del ser y en pro del ser-aquí que soporta al ser humano
exsistente y no en pro del hombre ni para que mediante su quehacer la
civilización y la cultura acaben siendo un valor.
Pero
para que nosotros, los que vivimos ahora, podamos llegar a la dimensión de la
verdad del ser y podamos meditarla, no nos queda más remedio que empezar por
poner en claro cómo atañe el ser al hombre y cómo lo reclama. Este tipo de
experiencia esencial nos ocurre en el momento en que nos damos cuenta de que el
hombre es en la medida en que exsiste. Si empezamos por decir esto en el
lenguaje de la tradición diremos que la ex-sistencia del hombre es su
substancia. Es por eso por lo que en Ser y tiempo vuelve a aparecer a menudo la frase:
«La ‘substancia’ del hombre es la existencia» (pp. 117, 212 y 314). Lo que pasa es que, pensado desde el punto
de vista de la historia del ser, «substancia» ya es la traducción encubridora
del griego oésÛa,
una palabra que nombra la presencia de lo que se presenta y que normalmente, y
debido a una enigmática ambigüedad, alude también a eso mismo que se presenta.
Si pensamos el nombre metafísico de «substancia» en este sentido (un sentido que
en Ser y tiempo, de acuerdo con la «destrucción
fenomenológica» que allí se lleva a cabo, ya está en el ambiente), entonces la
frase «la ‘substancia’ del hombre es la ex-sistencia» no dice sino que el modo
en que el hombre se presenta al ser en su propia esencia es el extático estar
dentro de la verdad del ser. Mediante esta determinación esencial del hombre ni
se desechan ni se tildan de falsas las interpretaciones humanísticas del ser
humano como animal racional, «persona», o ser dotado de espíritu, alma y cuerpo.
Por el contrario, se puede afirmar que el único pensamiento es el de que las
supremas determinaciones humanistas de la esencia del hombre todavía no llegan a
experimentar la auténtica dignidad del hombre. En este sentido, el pensamiento
de Ser y tiempo está contra el humanismo. Pero esta
oposición no significa que semejante pensar choque contra lo humano y favorezca
a lo inhumano, que defienda la inhumanidad y rebaje la dignidad del hombre.
Sencillamente, piensa contra el humanismo porque éste no pone la humanitas del
hombre a suficiente altura. Es claro que la altura esencial del hombre no
consiste en que él sea la substancia de lo ente en cuanto su «sujeto» para
luego, y puesto que él es el que tiene en sus manos el poder del ser, dejar que
desaparezca el ser ente de lo ente en esa tan excesivamente celebrada
«objetividad».
Lo
que ocurre es, más bien, que el hombre se encuentra «arrojado» por el ser mismo
a la verdad del ser, a fin de que, ex-sistiendo de ese modo, preserve la verdad
del ser para que lo ente aparezca en la luz del ser como eso ente que es. Si
acaso y cómo aparece, si acaso y de qué modo el dios y los dioses, la historia y
la naturaleza entran o no en el claro del ser, se presentan y se ausentan, eso
es algo que no lo decide el hombre. El advenimiento de lo ente reside en el
destino del ser. Pero al hombre le queda abierta la pregunta de si encontrará lo
destinal y adecuado a su esencia, aquello que responde a dicho destino. Pues, en
efecto, de acuerdo con ese destino, lo que tiene que hacer el hombre en cuanto
ex-sistente es guardar la verdad del ser. El hombre es el pastor del ser. Esto
es lo único que pretende pensar Ser y
tiempo cuando experimenta la
existencia extática como «cuidado» (vid. § 44a, pp. 226 ss.).
1 comentario:
habra cifras como el primer parrafo de lineas o no yo me pregunto..
pero esta claro que la misma vida te reclama pasar por la clase baja de tu intensidad caritativa, es una evidencia arquitectonica
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