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Paz y Ciencia

lunes, 20 de mayo de 2013

Vida Espiritual

Estaría bueno y sería hermoso, considerar todas las dimensiones del ser humano. También el aspecto espiritual, no necesariamente religioso. Se trata de un aspecto más del ser humano, que en muchos casos, ofrece un sentido y significado a la vida. En muchas ocasiones es una fuerza motriz para poder seguir hacia adelante, con cariño y una visión vitalista de la vida. Quizá un refugio, quizá una necesidad. Comparto con ustedes este artículo de gestaltnet.net. A menudo pienso el mérito que tiene teorizar sobre algo que es un predicado del corazón, veamos la luz que aporta el autor del artículo. Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Zaragoza.

 

¿Qué significa vivir una vida espiritual plenamente encarnada?

[1]

Jorge N. Ferrer [2]
California Institute of Integral Studies
San Francisco, CA, USA
Traducción: Isabel F. HearnEste ensayo revisa qué significa una espiritualidad encarnada –basada en la integración de todas las facultades humanas incluyendo cuerpo y sexualidad– y la contrasta con la espiritualidad desencarnada –basada en la disociación y/o sublimación– prevalente en la historia religiosa humana. Pasa a describir qué significa aproximarse al cuerpo como socio viviente con quien co-crear la vida espiritual propia, y delinea diez rasgos de una espiritualidad plenamente encarnada. El artículo concluye con algunas reflexiones sobre el pasado, presente y futuro potencial de la espiritualidad encarnada.
Porque en él la totalidad plena de la divinidad vive corporalmente. (Colosenses 2:9)
La espiritualidad encarnada es un concepto de moda en los círculos espirituales contemporáneos. Sin embargo este concepto no ha sido analizado de manera rigurosa. ¿Qué queremos decir realmente cuando hablamos de una espiritualidad ‘encarnada’? ¿Se conceptúa al cuerpo de manera específica cuando se está usando esta expresión? A nivel práctico ¿qué distingue una espiritualidad ‘encarnada’ de otra ‘desencarnada’?¿Cuales son las implicaciones concretas, cara a la práctica espiritual y objetivos espirituales, e incluso en nuestra aproximación al hecho mismo de la liberación espiritual, si nos tomamos en serio estar encarnados?
Antes de intentar responder a estas preguntas se imponen dos precisiones. Primero, a pesar de que las reflexiones que siguen buscan capturar rasgos esenciales de un ethos espiritualmoderno y emergente en Occidente, bajo ningún concepto pretendo yo que esto vaya a representar el pensamiento de todo autor o enseñante espiritual que hoy día utilice el término ‘espiritualidad encarnada’. Presumiblemente resultará obvio que algunos autores se centrarán en, o aceptarán, sólo algunos de estos rasgos, y que la enumeración que sigue refleja sólo mi propio punto de vista, con su perspectiva única y sus consecuentes limitaciones. Segundo, este ensayo se propone la tarea de una ‘hermenéutica creativa e interreligiosa’ que con libertad –y reconozco que hasta con impetuosidad– teje juntas hebras de diferentes tradiciones religiosas y hasta incluso propone alguna revisión a la luz de la comprensión espiritual contemporánea. Aunque este modo de hacer aún hoy día se considera anatema en los círculos académicos más ortodoxos, estoy convencido de que sólo a través de una fusión crítica de los horizontes espirituales globales pasados y presentes vamos a poder empezar a tejer un tapiz fidedigno de lo que es la espiritualidad encarnada contemporánea.

¿Qué es la espiritualidad encarnada?

De alguna manera, la expresión‘espiritualidad encarnada’ puede considerarse, con razón, como reiterativa e incluso hasta quizás vacía. Después de todo ¿no está toda espiritualidad humana siempre ‘encarnada’ en tanto que necesariamente tiene lugar en, y a través de, hombres y mujeres encarnados? Los proponentes de una espiritualidad encarnada, no obstante, nos dicen que importantes vías espirituales del pasado y del presente están ‘desencarnadas’ ¿pero qué quiere decir ‘desencarnadas’ en este contexto?
A la luz de nuestra historia espiritual sugiero que ‘desencarnado’ no denota que el cuerpo y sus energías vitales/primarias hayan sido ignorados en la práctica espiritual–definitivamente no lo han sido– sino que más bien fueron considerados fuentes no legítimas o no fiables, por derecho propio, a la hora de experimentar vislumbres espirituales. En otras palabras, el cuerpo y el instinto no han sido, en general, considerados capaces de colaborar en términos de igualdad con el corazón, la mente y la consciencia a la hora de lograr la liberación y la realización espirituales. Lo que es más, muchas tradiciones y escuelas religiosas consideraron que el cuerpo, y el mundo primario, (y algunos aspectos del corazón, en lo que se refiere a ciertas pasiones) se constituían de hecho en obstáculos al florecimiento espiritual –un punto de vista que a menudo llevaba a la represión, regulación, o transformación de estos mundos, y su puesta al servicio de más ‘altos’ objetivos de la consciencia espiritual. Es así que la espiritualidad desencarnada a menudo cristalizaba en una vida espiritual desde el ‘chakra[3]del corazón hacia arriba’, basada preeminentemente en un acceso mental y/o emocional a la consciencia trascendente, que tendía a perder de vista las fuentes espirituales inmanentes en el cuerpo, la naturaleza, y la materia.
Por contraste, una espiritualidad encarnada contempla todas las dimensiones humanas –cuerpo, vital, corazón, mente y consciencia– como socios en pie de igualdad a la hora de atraer a uno mismo, a la comunidad, y al mundo, a una alineación más plena con el Misterio del cual todo surge (Albareda & Romero, 1998; Ferrer, 2002, 2008; Romero & Albareda, 2001). No es sólo que no sean un obstáculo, sino que desde este punto de vista, la participación del cuerpo y sus energías primarias es crucial, ya sea para una transformación espiritual completa, como también para la exploración creativa de formas expandidas de liberación espiritual. La consagración de toda la persona lleva naturalmente a cultivar una espiritualidad ‘con todos los chakras’ que busca lograr que todos los atributos humanos sean permeables a la presencia tanto inmanente como trascendente de las energías del Espíritu. Esto no significa que una espiritualidad encarnada sea indiferente a la necesidad de emancipar el cuerpo y el instinto de posibles tendencias alienadoras; más bien significa que todaslas dimensiones humanas, –no sólo la somática y la primaria– se reconocen como capaces no sólo de posible alienación, sino igualmente capaces también de participar libremente en el desenvolvimiento del Misterio de la vida aquí sobre la tierra.
El contraste entre‘sublimación’ e ‘integración’ puede ayudar a clarificar esta distinción. En la sublimaciónla energía de una dimensión humana se usa para amplificar, expandir o transformar las facultades de otra dimensión. Este es el caso, por ejemplo, del monje célibe que sublima su deseo sexual como catalizador de una expansión espiritual, o para incrementar el amor devocional del corazón; o cuando un practicante del tantra utiliza las energías vitales/sexuales como carburante para catapultar la consciencia hacia estados del ser desencarnados, trascendentes, o incluso transhumanos. Como contraste, la integración de dos dimensiones humanas involucra una transformación mutua, o ‘matrimonio sagrado’, de sus energías esenciales. Por ejemplo la integración de la consciencia y el mundo vital logra que la primera esté más encarnada, vitalizada e incluso erotizada, mientras que garantiza a la segunda una vía evolucionaria inteligente, más allá del impulso de la instintualidad dirigida biológicamente. Simplificando, podríamos decir que la sublimación es indicio de una espiritualidad desencarnada, mientras que la integración sería una vía de espiritualidad encarnada. Esto no equivale a decir, por supuesto, que la sublimación no tenga ningún lugar en una práctica espiritual encarnada. Los caminos espirituales son intrincados y multifacéticos, y la sublimación de ciertas energías puede ser necesaria –incluso crucial– en determinadas situaciones o para determinadas disposiciones individuales. Pero considerar a la sublimación como un objetivo o dinámica energética permanentes, supone una vía rápida para la espiritualidad desencarnada.
Además de las espiritualidades que taxativamente devalúan al cuerpo y al mundo, hay orientaciones espirituales desencarnadas que con mayor sutilidad ven la vida espiritual como emergiendo exclusivamente de la interacción entre nuestra experiencia presente inmediata y fuentes trascendentes de conciencia (cf. Heron, 1998). En este contexto la práctica espiritual se dirige bien a acceder a tales supra-realidades (vías‘ascendentes’ como el clásico misticismo neoplatónico) bien a atraer tales energías espirituales aquí abajo a la tierra para transfigurar las naturalezas humana y del mundo (vías ‘descendentes’ como el yoga integral de Sri Aurobindo). El fallo de estas concepciones ‘monopolares’ reside en que ignoran la existencia de un segundo polo espiritual –la vida espiritual inmanente–, la cual, como elaboraré más abajo, está íntimamente conectada al mundo vital, y almacena los poderes más generativos del Espíritu. Pasar por alto esta fuente espiritual lleva a los practicantes –incluso a aquellos que se ocupan de la transformación corporal– a desestimar el significado del mundo vital a la hora de lograr una espiritualidad creativa, así como les lleva a buscar una trascendencia o sublimación de su energía sexual. Una espiritualidad encarnada plena,sugiero, emerge del interjuego creativo entre ambas energías espirituales trascendente e inmanente en el seno de individuos completos, que abrazan la completitud de la experiencia humana a la vez que permanecen firmemente enraizados en lo corporal y lo terreno.
Sin duda alguna las actitudes religiosas hacia lo corporal han sido profundamente ambivalentes, considerando al cuerpo como fuente de apegos, pecaminosidad, y desviación por un lado, y como lugar de revelación espiritual, y divinización, por el otro. Nuestra historia religiosa incorpora tendencias ubicables a lo largo de un continuo que va desde prácticas y objetivos desencarnados, hasta encarnados. Ejemplos de tendencias desencarnadas incluirían el ascetismo bramánico, el jainismo, el budismo, el cristianismo monástico, el taoísmo temprano y el sufismo temprano (Bhagat, 1976; Wimbush & Valantasi, 1995); las visiones hindúes del cuerpo como irreal (mithya) y el mundo como ilusión (maya) (Nelson, 1998); la consideración en el vedanta advaita de la ‘liberación extracorpórea’(videhamukti) que se logra sólo después de la muerte como ‘superior’ a la ‘liberación en vida’ (jivanmukti) que está inexorablemente manchada por el karma corporal (Fort, 1998); las descripciones budistas tempranas del cuerpo como repugnante fuente de sufrimiento, o del nirvana como extinción de los sentidos y deseos corporales, y del ‘nirvana final’ (parinirvana) como algo que se logra sólo después de la muerte (Collins, 1998); la visión cristiana de la carne como fuente de maldad y del cuerpo resucitado como asexual (Bynum, 1995); el ‘aislamiento’ (kaivalya) de la pura consciencia con respecto a cuerpo y mundo en el yoga samkhya (Larson, 1969); la transmutación tántrica de la energía sexual para lograr la unión con lo divino en el saivismo cachemiro (Mishra, 1993) o para alinearse con el flujo creativo del tao en el autodesarrollo taoísta (Yasuo, 1993); la obsesión de la cábala safed por la pecaminosidad de la masturbación y de las poluciones nocturnas (Biale, 1992); o el repudio luriánico del cuerpo como algo que “impide al hombre [lograr] la perfección de su alma” (citado en Fine, 1992, pág. 131); la consideración islámica del más-allá (al-akhira) como inconmensurablemente más valioso que el mundo físico (al-dunya) (Winter, 1995); y la aseveración del vedanta visistadvaita de que la liberación completa implica el cese total de la encarnación (Skoog, 1996).
Igualmente, ejemplos de tendencias encarnadas incluyen la visión en el zoroastrismo del cuerpo como parte de la naturaleza última del ser humano (A. Williams, 1997); las descripciones bíblicas del ser humano hecho “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis; Jónsson, 1988); la afirmación tántrica de que el deseo sensual y su despertar son no-duales (Faure, 1998); el énfasis cristiano temprano sobre la encarnación (“y el mundo se hizo carne”; Barnhart, 2008); el objetivo de lograr “ser buda en este mismísimo cuerpo” (sokushin jobutsu) del budismo shingon (Kasulis, 1990); el disfrute religioso judío de todas las necesidades y apetitos corporales durante el sabbath (Westheimer & Mark, 1995); el abrazo radical de la sensualidad en la poesía de Rumi o Hafez (Barks, 2002; Pourafzal & Montgomery, 1998); la visión taoísta del cuerpo como contenedor simbólico de los secretos del universo entero (Saso, 1997); la conexión somática con las fuentes inmanentes espirituales en muchas espiritualidades indígenas (ej. Lawlor, 1991); la insistencia del soto zen de que es preciso que la mente se rinda ante el cuerpo para alcanzar la iluminación (Yasuo, 1987); el dicho esotérico islámico de los imanes shiitas “nuestro espíritu es nuestro cuerpo y nuestro cuerpo es nuestro espíritu” (arwahuna ajsaduna wa ajsaduna arwahuna; Galian, 2003); y la secular defensa judeo-cristiana del compromiso y justicia sociales para transformar espiritualmente al mundo (p.ej. Forest, 1993; Heschel, 1996), entre otros muchos.
Muchas orientaciones religiosas aparentemente encarnadas, sin embargo, ocultan visiones altamente ambivalentes hacia la sensualidad y el cuerpo físico. Por ejemplo el taoísmo generalmente no valoraba al cuerpo físico por sí mismo, sino sólo porque se consideraba que era un lugar de residencia para los dioses; y las prácticas sexuales taoístas a menudo involucraban auto-limitaciones rigurosas, normas inhibitorias, y una despersonalización de las relaciones sexuales que desdeñaba el cultivo de una relación amorosa mutua entre individuos (Clarke, 2000; Schipper, 1994). Igualmente, mientras que el sabbath judío es un día para la consagración de relaciones sexuales entre marido y mujer, muchas enseñanzas tradicionales (p.ej. el iggeret ha-kodesh) prescribían la necesidad de que tal unión se realizara sin placer ni pasión, tal y como supuestamente se hacía en el Paraíso antes del pecado original (Biale, 1992). Y lo que es más, gran parte de la apreciación del budismo vajrayana del ‘burdo’cuerpo físico como facilitador de la iluminación reside en que se le considera el cimiento de otro cuerpo más real, no-físico, el ‘cuerpo astral’ o el ‘cuerpo del arco iris’ (P.Williams, 1997). De una manera similar en el tantra hindú reconocen al cuerpo y al mundo como reales, pero algunos de sus rituales de identificación con el cosmos involucran la purificación y la visualización destructiva del cuerpo físico ‘impuro’ como catalizadores de la emergencia de un cuerpo sutil o divino de las propias cenizas de la corporaleidad (ver p.ej. la jayakhya samhita del vaisnavismo tántrico; Flood, 2000). Para resumir, aunque ciertas escuelas religiosas hayan preconizado objetivos espirituales con mayor inclusión del cuerpo, en la práctica viviente una espiritualidad plenamente encarnada comprometida con la participación de todos los atributos humanos en una interacción co-creativa con las fuentes espirituales tanto inmanentes como trascendentes ha sido, y continúa siendo, una gema difícil de encontrar (Ferrer, 2008; Ferrer & Sherman, 2008a).
Realizar un examen de las numerosas variables históricas y contextuales que subyacen en la tendencia a una espiritualidad desencarnada excede el ámbito de este ensayo, pero sí me gustaría mencionar una posible causa subyacente (ver Ferrer, Albareda & Romero, 2004; Romero & Albareda, 2001). La inhibición frecuente de las dimensiones primarias de la persona –somática, instintiva, sexual, y ciertos aspectos emocionales– puede haber sido necesaria en ciertas encrucijadas históricas para permitir la emergencia y maduración de los valores del corazón y la consciencia humana. Más específicamente, esta inhibición ha podido ser esencial para evitar la reabsorción de una autoconsciencia emergente, y sus valores concomitantes, todavía débiles ante la presencia más poderosa que tuvieron en las colectividades humanas de antaño los impulsos energéticos instintivos. En el contexto de la praxis religiosa esto se puede conectar a la consideración ampliamente extendida de que ciertas cualidades humanas son más‘correctas’ espiritualmente, o más beneficiosas, que otras; por ejemplo ecuanimidad frente a pasiones intensas, trascendencia frente a encarnación sensual, castidad o un ejercicio estrictamente regulado de la sexualidad frente a exploración sensual sin objetivos concretos, etcétera. Lo que puede caracterizar a nuestro momento presente, sin embargo, sería la posibilidad de reconectar todos estos potenciales humanos de una manera integrada. En otras palabras, habiendo ya desarrollado una consciencia auto-reflexiva y las sutiles dimensiones del corazón, podría haber llegado el momento de reapropiarse de, e integrar, las dimensiones más primarias e instintuales de la naturaleza humana al objeto de lograr una vida espiritual plenamente encarnada. Vamos a explorar ahora la específica comprensión del cuerpo humano implícita en la concepción de una espiritualidad encarnada.

El Cuerpo Viviente

La espiritualidad encarnada contempla al cuerpo como un sujeto, como el hogar de un ser humano completo, como fuente de vislumbres espirituales, como microcosmos del universo y del Misterio, y como pieza clave para una transformación espiritual duradera.
El cuerpo como sujeto: Ver al cuerpo como sujeto significa aproximarse a él como un mundo viviente, con toda su interioridad y profundidad, sus necesidades y sus deseos, sus luces y sus sombras, su sabiduría y sus oscuridades. Las alegrías y tristezas corporales, sus relajaciones y tensionamientos, sus anhelos y repulsiones son algunos de los medios por los que nos habla nuestro cuerpo. En cualquiera de los casos el cuerpo no es un “Eso” que se pueda reificar para usarlo como medio para lograr objetivos, o incluso éxtasis espirituales, de la mente consciente. Es un “Tú”, un socio íntimo con quien las otras dimensiones humanas pueden colaborar para alcanzar formas de sabiduría liberadora siempre creciente.
El cuerpo como hogar de un ser humano completo: En esta realidad física en la que vivimos, el cuerpo es nuestra casa, una ubicación de libertad que nos permite andar nuestro propio camino, tanto simbólica como literalmente. Una vez que superamos por completo la dualidad entre materia y Espíritu, no se puede ver ya al cuerpo como‘prisión del alma’ ni incluso como ‘templo del Espíritu’. El misterio de la encarnación nunca aludió a la ‘entrada’ del Espíritu en el cuerpo, sino a que‘llegó a hacerse’ carne: “Al principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios, .... y el Verbo se hizo carne” [Juan 1:1, 14]. ¿Sería entonces quizás más adecuado apreciar nuestros cuerpos como transmutación del Espíritu en una forma encarnada, al menos durante nuestra existencia física? A través de la encarnación actual de innumerables criaturas, la vida puede estar apuntando a una unión última de humanidad y divinidad en el cuerpo. Quizás paradójicamente una encarnación plena pueda conllevar una muerte pacífica y enriquecedora: entonces podríamos despedirnos de esta existencia material con un sentido profundo de haber cumplido uno de los propósitos más esenciales del haber nacido en este mundo.
El cuerpo como fuente de vislumbres espirituales: el cuerpo es una revelación divina que puede ofrecer comprensión, discriminación, y sabiduría espiritual. Primero, el cuerpo es el útero para la concepción y gestación de todo saber genuinamente espiritual. Las sensaciones corporales, por ejemplo, son los bloques cimentadores de la transformación encarnada de las energías creativas del Espíritu a través de cada vida humana. Si descartamos bloqueos o disociaciones graves, esta energía creativa se transforma somáticamente en impulsos, emociones, sentimientos, pensamientos, vislumbres, visiones, y en última instancia, revelaciones contemplativas. Como reputadamente dijo el Buda: “Todo lo que surge en la mente empieza fluyendo como sensación en el cuerpo.”(Goenka, 1998, p. 26).
Más aún, al escuchar al cuerpo en profundidad nos damos cuenta de que las sensaciones físicas y los impulsos pueden también ser fuentes genuinas de vislumbres espirituales (ver Ferrer, Romero & Albareda, 2005; Osterhold, Husserl & Nicol, 2007). En algunas escuelas zen, por ejemplo, las acciones corporales constituyen una prueba crucial de realización espiritual y se ven como la verificación última de una súbita iluminación o satori (Faure, 1993). La relevancia epistemológica de la encarnación en cuestiones espirituales también ha sido apasionadamente establecida por Nikos Kazantzakis (1965):
“En mí incluso el problema más metafísico toma la forma de un cuerpo físico cálido que huele a mar, tierra, y sudor humano. El Verbo, para tocarme, debe transformarse en cálida carne. Sólo entonces entiendo –cuando puedo ver, oler, tocar.” (p. 43)
Puede que incluso más importante, el cuerpo es la dimensión humana que puede revelar el sentido último de la vida encarnada. Al ser él mismo una entidad física, el cuerpo atesora en sus profundidades la respuesta al misterio de la existencia material. La respuesta del cuerpo a este enigma no viene dada bajo la forma de una visión metafísica o una Teoría del Todo grandilocuentes, sino que queda garantizada por medio de estados del ser por cuya gracia la vida tiene, de manera natural y profunda, un sentido. En otras palabras, el sentido de la vida no es algo que se discierna y conozca intelectualmente por medio de la mente, sino algo sentido en las profundidades de nuestra carne.
El cuerpo como microcosmos del universo y del Misterio: Prácticamente todas las tradiciones espirituales sostienen que hay una resonancia profunda entre el ser humano, el cosmos, y el Misterio. Esta visión queda plasmada en el dictado esotérico “como es arriba, es abajo” (Faivre, 1994); en las comprensiones platónica, taoísta, islámica, cabalista y tántrica de la “persona como microcosmos del macrocosmos”(p.ej. ver Chittick, 1994; Faure, 1998; Overzee, 1992; Saso, 1997; Shokek, 2001; Wayman, 1982); y en el punto de vista bíblico de que el ser humano está hecho “a imagen y semejanza de Dios” (imago Dei) (Jónsson, 1988). Para los baul de Bengala, entender el cuerpo humano como microcosmos del universo (bhanda/brahmanda) implica la creencia de que la divinidad reside físicamente en el cuerpo humano (McDaniel, 1992); el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1968) lo expresó de este modo: “Mi materia no es una parte del universo que yo posea en su totalidad; es la totalidad del universo que yo poseo parcialmente” (p.12).
Todas estas percepciones delinean una imagen del cuerpo humano como espejo y contenedor de la estructura más íntima tanto del universo entero como del principio creativo último. En una serie de tradiciones esta correspondencia estructural entre el cuerpo humano y el Misterio ha dado forma a prácticas místicas en las que rituales y actos corporales se ha considerado que afectan a las mismísimas dinámicas de lo Divino –planteamientos que quizás hayan sido descritos con la mayor claridad en el misticismo teúrgico cabalista (Lancaster, 2008). Aún así, esto no quiere decir que el cuerpo haya de ser valorado únicamente porque representa o porque pueda afectar a realidades más ‘amplias’ o ‘altas’. Esta perspectiva mantiene sutilmente el dualismo entre cuerpo material y Espíritu. La espiritualidad encarnada reconoce al cuerpo humano como el pináculo de la manifestación creativa del Espíritu y, por tanto, imbuido de sentido espiritual intrínseco.
El cuerpo como pieza clave para una transformación espiritual duradera: El cuerpo es un filtro mediante el cual los seres humanos pueden purificar tendencias energéticas contaminadas, heredadas tanto biográfica como colectivamente. Dado que la naturaleza del cuerpo es más densa que los mundos emocional, mental y consciente, los cambios que suceden en él son de naturaleza más duradera y permanente. En otras palabras, una transformación psicoespiritual duradera necesita estar enraizada en una transformación somática (ver Ferrer, 2003). La transformación integrada de los mundos somáticos/energéticos de una persona cortocircuita la tendencia de hábitos energéticos preteridos a volver, creando así cimientos sólidos para una transformación espiritual completa y permanente.

Rasgos de una espiritualidad encarnada

A la luz de esta comprensión amplificada del cuerpo humano, ofrezco a su consideración diez rasgos de una espiritualidad encarnada:
1. Tendencia a integrar: Una espiritualidad encarnada es integrativa en la medida en que busca propiciar la participación armónica de todos los atributos humanos en la vía espiritual sin tensiones ni disociaciones. A pesar de que redujera la importancia espiritual de la sexualidad y el mundo vital, Sri Aurobindo (2001) estaba en lo cierto cuando dijo que una liberación de la consciencia dentro de la consciencia no debería confundirse con una transformación integral que involucra la alineación espiritual de todas las dimensiones humanas (pp. 942 y siguientes). Este reconocimiento sugiere la necesidad de expandir el tradicional voto bodhisattvadel budismo mahayana –es decir, renunciar a una liberación completa hasta que el último de los seres sintientes la haya logrado– para incorporar un ‘voto integral bodhisattva’ por el cual la mente consciente renuncia a una liberación completa hasta que el cuerpo y el mundo primario la hayan logrado también (Ferrer, 2007). Dado que para la mayoría de los individuos su mente consciente es el asiento de su sentido de la identidad, una exclusiva liberación de la consciencia puede ser engañosa, hasta el punto en que podemos creer que somos por completo libres mientras que, de hecho, hay dimensiones esenciales de nosotros mismos que están infradesarrolladas, alienadas, o apegadas. No hace falta decir que la asunción de un voto integral bodhisattvaen modo alguno significa retornar a las aspiraciones espirituales individualistas del primer budismo, en tanto en cuanto lleva consigo un compromiso con la liberación integral de todo ser sintiente, no sólo de sus mentes conscientes o de sus señas de identidad convencionales.
2. Realización a través del cuerpo: Aunque sus prácticas reales y los resultados de las mismas no están nada claras en la literatura disponible, la secta hindú de los baul de Bengala acuñaron el término kaya sadhana para referirse a una ‘realización a través del cuerpo’ (McDaniel, 1992). La espiritualidad encarnada explora desarrollos posibles de los kaya sadhanas en nuestro mundo contemporáneo. Con la excepción notable de ciertas técnicas tántricas, las formas tradicionales de meditación se practican de manera individual y sin interacción corporal con otros practicantes. La moderna espiritualidad encarnada rescata la significación espiritual no sólo del cuerpo sino del contacto físico. Debido a su emergencia secuencial en el desarrollo humano –del soma al instinto, al corazón, a la mente– cada dimensión crece enraizada en las anteriores, constituyéndose el cuerpo por tanto en la puerta natural a los niveles más profundos del resto de dimensiones humanas. Así la práctica de un contacto físico meditativo en un contexto relacional consciente y aspirante a la espiritualidad puede conllevar profundos poderes de transformación (ver Ferrer, 2003).
Con el fin de propiciar una genuina práctica encarnada es esencial hacer contacto con el cuerpo, discernir su estado actual y sus necesidades, y crear espacios para que el cuerpo engendre sus propias prácticas y talentos –que diseñe su propio yoga, como si dijéramos. Cuando el cuerpo se hace permeable a energías espirituales tanto inmanentes como trascendentes, puede encontrar sus propios ritmos, hábitos, posturas, movimientos y rituales carismáticos. De manera interesante, algunos textos indios antiguos detallan cómo las posturas del yoga (asanas) al principio emergieron espontáneamente desde dentro del cuerpo y fueron guiadas por el libre flujo de su energía vital (prana) (Sovatsky, 1994). Hay una energía espiritual creativa que reside en el seno del cuerpo –un dinamismo vital inteligente que espera emerger para orquestar nuestro desenvolvimiento como seres humanos completos.
3. Despertar del cuerpo: La permeabilidad del cuerpo a energías espirituales inmanentes y trascendentes lleva a su despertar gradual. En contraste con las técnicas de meditación que se centran en la toma de conciencia del cuerpo, este despertar puede articularse con más precisión en términos de ‘capacidad corporal’. En su capacidad corporal el organismo psicosomático se pone alerta calmadamente, sin la intencionalidad propia de la mente consciente. La capacidad corporal reintegra al ser humano una potencia somática perdida que está presente en panteras, tigres, y otros ‘gatos grandes’ de la jungla, los cuales pueden mantener un nivel extraordinario de alerta sin esfuerzo intencional. Un posible horizonte ampliado de esta capacidad corporal fue descrita por Madre, la consorte espiritual de Sri Aurobindo, en términos del despertar consciente de las mismísimas células del organismo (Satprem, 1982).
4. Resacralización de la sexualidad y del placer sensual: Así como nuestra mente y consciencia constituyen un puente natural para darnos cuenta de la trascendencia, nuestro cuerpo y sus energías primarias constituyen un puente natural hacia una vida espiritual inmanente. La vida inmanente es una prima materia espiritual–es decir, energía espiritual en estado de transformación, aún no actualizada, saturada de potenciales y posibilidades, y una fuente de genuina creatividad e innovación a todos los niveles. La sexualidad y el mundo vital son terreno primigenio para la organización y el desarrollo creativo de las energías del Espíritu inmanente en la realidad humana (Albareda & Romero, 1998; Romero& Albareda, 2001). Por ello es tan importante que la sexualidad sea vivida como territorio sagrado, libre de miedos, conflictos, o imposiciones artificiales dictadas por nuestra mente, cultura o ideología espiritual. Cuando el mundo vital se reconecta a la vida espiritual inmanente, los instintos primarios pueden colaborar espontáneamente en nuestro desarrollo psicoespiritual en un despliegue que no necesita sublimarlos o trascenderlos.
Debido a su cautivador influjo sobre la consciencia humana y la personalidad egóica, se ha considerado el placer sensual con sospecha –incluso se lo ha demonizado como inherentemente pecaminoso– en la mayoría de las tradiciones espirituales. En un contexto que aspira a una espiritualidad encarnada, sin embargo, resulta esencial para rescatar de manera no-narcisista la dignidad y la significación espiritual del placer físico. De la misma manera que el dolor ‘contrae’ al cuerpo, el placer lo ‘relaja’, haciéndolo más poroso al flujo y presencia de energías espirituales tanto inmanentes como trascendentes. Bajo esta luz la formidable fuerza magnética del impulso sexual puede verse como un atractor de la consciencia hacia la materia que facilita tanto su encarnadura y su enraizamiento en el mundo, como el desarrollo de un proceso de encarnación que transforma tanto al individuo como al mundo (Romero & Albareda, 2001). Más allá, el reconocimiento de la importancia espiritual del placer físico cura con naturalidad la dicotomía histórica entre el amor sensual (eros) y el amor espiritual (agape) y esta integración propicia la emergencia del amor humano genuino –un amor incondicional que está simultáneamente encarnado y es espiritual (para una discusión sobre las implicaciones de tal integración en las relaciones íntimas, ver Ferrer, 2007).
5. La urgencia creativa: En El Mito del Eterno Retorno Mircea Eliade (1971 ed. 1982 tr. 2000) muestra de manera contundente cómo la naturaleza de muchas prácticas y rituales religiosos consiste en ‘re-presentar’, por ejemplo intentos de replicar actos y eventos cosmogónicos. Si expandimos esta narración podríamos decir que la mayoría de las religiones son ‘reproductivas’ porque sus prácticas no sólo buscan representar ritualmente sucesos míticos, sino replicar la iluminación de sus fundadores (p.ej. el despertar de Buda) o adquirir el estado de salvación o liberación que se describe en textos pretendidamente revelados (p.ej. el moksapara los vedas). Aunque hay abundantes desacuerdos en el desarrollo histórico de las prácticas e ideas religiosas sobre la naturaleza exacta de tales estados y cuales sean los métodos más eficaces para lograrlos –todo lo cual ha supuesto naturalmente ricos despliegues creativos dentro de cada tradición– la indagación espiritual estaba regulada (y presumiblemente constreñida) por tales objetivos predefinidos inequívocamente (Ferrer & Sherman, 2008b).
Como contraste, la espiritualidad encarnada busca co-crear novedosas comprensiones, prácticas y estados expandidos de libertad espiritual, interactuando con las fuentes inmanentes y trascendentes del Espíritu. El poder creativo de la espiritualidad encarnada está en conexión con su naturaleza integradora. Mientras que a través de nuestra mente y consciencia tendemos a acceder a energías espirituales sutiles que ya han actuado en la historia y que muestran formas y dinámicas más fijas (p. ej. determinados motivos cosmogónicos, configuraciones arquetípicas, visiones y estados místicos, etc.), es la conexión con nuestro mundo vital / primario lo que nos da acceso al poder generativo de la vida espiritual inmanente. De manera más simple, cuanto más participen activamente todas las dimensiones humanas en la consecución del conocimiento espiritual, más creativa será la vida espiritual.
Aunque claramente hay muchas variables en juego, la conexión entre las energías primarias / vitales y la innovación espiritual puede que ayude a explicar, primero, por qué la espiritualidad y el misticismo humanos han sido de manera importante‘conservadores’; esto es, que los místicos heréticos son la excepción a la regla, y la mayoría de los místicos se adherían firmemente a las doctrinas aceptadas y a los textos canónicos (ver p.ej. Katz, 1983); y segundo, por qué muchas tradiciones espirituales regulaban estrictamente los comportamientos sexuales y a menudo reprimían o incluso proscribían la exploración creativa del deseo sensual (ver p.ej. Cohen, 1994; Faure, 1998; Feuerstein, 1998; Weiser-Hanks, 2000). No estoy proponiendo que las tradiciones religiosas regulaban o restringían la actividad sexual intencionalmente para obstaculizar la creatividad espiritual con el objetivo de mantener el statu quo de sus doctrinas. En mi lectura de los hechos, toda la evidencia apunta a otros factores sociales, culturales, morales y doctrinales (ver p.ej. Brown, 1988; Parrinder, 1980). Lo que estoy sugiriendo, por contraste, es que la regulación social y moral de la sexualidad puede haber tenido un impacto inesperadamente debilitante sobre la creatividad espiritual humana a través de las tradiciones durante siglos. Aunque esta inhibición pueda haber sido en ocasiones necesaria en el pasado, hoy en día un número incremental de individuos podrían estar preparados para desarrollar un compromiso más creativo en sus vidas espirituales.
6. Visiones espirituales enraizadas: Como hemos visto, la mayor parte de las tradiciones espirituales postulan la existencia de un isomorfismo entre el ser humano, el cosmos, y el Misterio. De esta correspondencia se sigue que cuantas más dimensiones de la persona estén activamente involucradas en el estudio del Misterio –o de sus fenómenos asociados– más completo será su conocimiento al respecto. Esta ‘completitud’ no debe ser entendida cuantitativamente sino más bien en un sentido cualitativo. En otras palabras, cuantas más dimensiones humanas participen creativamente en el conocimiento espiritual, mayor será la congruencia dinámica entre la aproximación investigadora y el fenómeno estudiado, y mayor será el enraizamiento, coherencia o sintonía de nuestro conocimiento en el desenvolvimiento constante del Misterio (Ferrer, 2002, 2008).
En este sentido es posible que muchas de las visiones espirituales pasadas y presentes sean, hasta cierto punto, el producto de maneras de conocer disociadas –maneras que emergen predominantemente al acceder a ciertas formas de consciencia trascendental pero con desconexión de fuentes espirituales más inmanentes. Por ejemplo, las visiones espirituales que mantienen cómo cuerpo y mundo son en última instancia ilusorios (o más bajos, o impuros, u obstáculos para una liberación espiritual) podrían, discutiblemente, derivar de estados del ser en los cuales el sentido del sí mismo se identifica principal o exclusivamente con las energías sutiles de la consciencia, desenraizándose del cuerpo y de la vida espiritual inmanente. Desde esta posición existencial es comprensible y quizás inevitable que tanto cuerpo como mundo se vean como irreales o defectuosos. Esta constatación es consistente con la visión en la saiva cachemira de que la naturaleza ilusoria del mundo es propia de un nivel intermedio de percepción espiritual (suddhavidya-tattva), tras la cual el mundo comienza a discernirse como una extensión real del Señor Siva (Mishra, 1993). Efectivamente, cuando nuestros mundos somático y vital reciben invitación a participar en nuestras vidas espirituales, haciendo que nuestro sentido de identidad sea permeable no sólo a la consciencia trascendental sino a las energías espirituales inmanentes, entonces el cuerpo y el mundo se tornan en realidades espiritualmente significativas, que se reconocen como cruciales para la fructificación espiritual tanto humana como cósmica (Ferrer, 2002; Ferrer& Sherman, 2008b).
7. Naturaleza intramundana: Nacimos en la tierra. Yo creo apasionadamente que esto no es irrelevante, no es un error, ni el producto de un delirante juego cósmico cuyo fin último sea que trascendamos nuestro problema de estar encarnados. Quizá, como nos dicen algunas tradiciones, podríamos habernos encarnado en planos o niveles más sutiles de realidad, pero el hecho de que lo hiciéramos aquí ha de ser significativo si es que vamos a comprometernos con nuestras vidas de manera plena y genuina, dotada de sentido. Sin duda alguna, en ciertas encrucijadas de nuestro camino espiritual habremos de ir más allá de nuestra existencia corporal con el fin de acceder a dimensiones esenciales de nuestra identidad (especialmente cuando condicionamientos interiores o exteriores hacen que sea difícil o imposible que conectemos con tales dimensiones en nuestra vida cotidiana) (Romero & Albareda, 2001). Dicho esto, hacer que esta táctica se constituya en modus operandi espiritual permanente fácilmente trae consigo disociaciones en la vida espiritual propia, con el resultado de desvitalización corporal, desarrollo emocional o interpersonal coartado, o falta de discriminación en torno al comportamiento sexual –como ilustran los repetidos escándalos sexuales en torno a conocidos maestros de la espiritualidad contemporánea Occidental y Oriental (ver p.ej. Storr, 1996; Forsthoefel & Humes, 2005; Feuerstein, 2006).
Si vivimos en una casa cerrada y oscura, es natural que periódicamente nos sintamos impelidos a abandonar nuestra casa en busca de la nutritiva calidez y luminosidad solar. Pero una espiritualidad encarnada nos invita a abrir las puertas y ventanas de nuestro cuerpo para que siempre nos sintamos completos, cálidos, y nutridos en nuestra casa, incluso cuando a veces queramos celebrar el esplendor de la luz exterior. La diferencia crucial reside en que nuestra excursión vendrá motivada no por déficit o hambre, sino por una meta-necesidad de celebrar, co-crear, y adorar el Misterio creativo último. Es aquí, en nuestra casa –la tierra y el cuerpo–que podemos desarrollarnos plenamente como seres humanos completos, sin tener que ‘escaparnos’ a ningún sitio para encontrar nuestra identidad esencial o sentirnos enteros.
No es preciso mantener creencias espirituales para reconocer el milagro de Gaia (i.e. la Tierra como organismo viviente). Imaginen que viajan a través del cosmos, y después de eones de espacios exteriores oscuros y fríos, encuentran a Gaia, el planeta azul, con sus junglas feraces y sus cielos llenos de luz, su cálida tierra y sus aguas límpidas, y el asombro inextricable de su vida consciente encarnada. A no ser que se esté abierto a la realidad de otros universos físicos alternativos, Gaia es el único lugar en el cosmos conocido donde coexisten materia y consciencia, las cuales pueden lograr una gradual integración a través de la participación de los seres humanos. La incapacidad de percibir a Gaia como paraíso es simplemente resultado de nuestra condición colectiva de seres sólo a medias encarnados.
8. Resacralización de la naturaleza: Cuando sentimos al cuerpo como hogar nuestro, también podemos recuperar el mundo natural como nuestra tierra madre. Este ‘enraizamiento doble’ en nuestro cuerpo y la tierra no sólo cura radicalmente el extrañamiento entre identidad moderna y naturaleza, sino que también supera la alienación espiritual –a menudo manifestada como ‘ansiedad difusa’– intrínseca a la prevalente condición humana de encarnación ralentizada o incompleta. En otras palabras, una vez reconocido el mundo físico como real, y una vez en contacto con la vida espiritual inmanente, todo ser humano completo discierne que la naturaleza es una encarnación orgánica del Misterio. Percibir nuestro entorno natural como el cuerpo del Espíritu ofrece recursos naturales para una vida espiritual enraizada ecológicamente.
9. Compromiso social: Un ser humano completo reconoce que, de manera fundamental, somosnuestras relaciones con el mundo humano y no-humano; este reconocimiento está vinculado inevitablemente con un compromiso para la transformación social. Sin duda alguna este compromiso puede tomar diferentes formas, desde una acción política y social directa y activa (p.ej. mediante servicio social, una crítica política enraizada en lo espiritual, o activismo medioambiental) hasta tipos más sutiles de activismo social como la oración a distancia, y meditaciones o rituales colectivos. Aunque todavía hay mucho que aprender acerca de la efectividad del activismo sutil, así como sobre el poder de la consciencia humana para afectar directamente los asuntos humanos, dada nuestra crisis global actual una espiritualidad encarnada no puede mantenerse divorciada del compromiso por una transformación social, política y ecológica –tome ésta la forma que tome.
10. Integración de materia y consciencia: La espiritualidad desencarnada a menudo se basa en un intento de trascender, regular o transformar la realidad encarnada desde el punto de vista más ‘elevado’ de la consciencia y sus valores. La dimensión experiencial de la materia como una expresión inmanente del Espíritu se ignora en general. Esta miopía lleva a la creencia –consciente o inconsciente– de que todo lo relacionado con la materia no mantiene relación con el Misterio. Esta creencia, a su vez, confirma que la materia y el Espíritu son dos dimensiones antagónicas. Entonces surge la necesidad de abandonar o condicionar la dimensión material con el fin de fortificar la espiritual. El primer paso para salir de este impasse pasa por redescubrir el Misterio en su manifestación inmanente; es decir, cesar de considerar, y de tratar acordemente, a la materia y al cuerpo como algo no solo extraño al Misterio sino que nos distancia de la dimensión espiritual de la vida. La espiritualidad encarnada busca una integración progresiva de materia y consciencia, lo que en última instancia puede llevarnos a un estado que denominaríamos de ‘materia consciente’ (Ferrer, Albareda & Romero, 2004). Una posibilidad fascinante que tiene cabida en estas consideraciones sería la de que una más plena integración de las energías espirituales inmanente y trascendente en la existencia encarnada conllevara una longevidad extraordinaria u otras formas metanormales de funcionamiento descritas por las tradiciones místicas del mundo (ver p.ej. Murphy, 1993).

Unas palabras finales

Concluyo este ensayo con algunas reflexiones sobre el pasado, presente, y futuro potencial de la espiritualidad encarnada. Primero, como sugiere cualquier estudio biográfico por somero que sea de las figuras espirituales y místicos de una pluralidad de tradiciones, la historia espiritual de la humanidad se puede considerar, en parte, la historia de las alegrías y las penas de la disociación humana. Desde los éxtasis místicos inducidos por el ascetismo, hasta las realizaciones monistas denegadoras de lo mundano, y desde las sublimaciones sexuales ampliadoras del sentimiento del corazón, hasta los esfuerzos morales (y los fracasos) de los maestros espirituales antiguos y modernos, la espiritualidad humana siempre se ha caracterizado por un impulso irrefrenable hacia la liberación de la consciencia, lo cual demasiado a menudo ha tenido lugar al coste de un infradesarrollo, una subordinación, o un control de atributos humanos esenciales como el cuerpo o la sexualidad. La presente exposición no busca cuestionar las espiritualidades del pasado, las cuales en ocasiones –pero no siempre– han sido perfectamente legítimas y quizá incluso necesarias en su época y contexto particulares, sino meramente poner de manifiesto cuán raro es hallar en el devenir de la historia una espiritualidad encarnada o integrativa en su plenitud.
Segundo, en este ensayo he explorado cómo puede emerger, hoy día, una vida espiritual más encarnada a partir de nuestro compromiso participativo tanto con la energía de la consciencia como con las energías sensuales del cuerpo. En última instancia, la espiritualidad encarnada busca catalizar la emergencia de seres humanos completos –seres que manteniéndose enraizados en sus cuerpos, en la tierra, y en una vida espiritual inmanente, han hecho todos sus atributos permeables a las energías espirituales trascendentes; y cooperan solidariamente con otros en la transformación espiritual del ser, de la comunidad, y del mundo (cf. Romero& Albareda, 2001). En suma, un ser humano completo está firmemente enraizado en el Espíritu-Interior, totalmente abierto al Espíritu-de-Más-Allá, y en comunión transformadora con el Espíritu-Intermedio.
Por último, una espiritualidad encarnada puede tener acceso a muchas revelaciones espiritualmente significativas sobre uno mismo y el mundo, algunas de las cuales han sido descritas por las tradiciones contemplativas del mundo, otras cuya cualidad novedosa puede requerir el desarrollo de un compromiso más creativo. En este contexto, la emergencia de una espiritualidad encarnada en Occidente puede verse como una exploración moderna de la ‘praxis espiritual de la encarnación’en el sentido de que busca la transformación creativa de la persona encarnada y del mundo, la espiritualización de la materia y el enraizamiento sensual del Espíritu, y a la postre, la unión de cielo y tierra. Quién sabe, quizás a medida que los seres humanos gradualmente vamos encarnando las energías espirituales tanto trascendentes como inmanentes –una encarnación doble, por así decir– podamos darnos cuenta de que es aquí, en este plano de realidad física concreta, donde tiene lugar la vanguardia de lo transformativo espiritual y de la evolución. Entonces el planeta tierra podría devenir gradualmente en un cielo encarnado, quizás un lugar único en el cosmos donde los seres puedan aprender a expresar, y a recibir, amor encarnado, en todas sus formas.
 
 

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