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Paz y Ciencia

sábado, 11 de diciembre de 2021

Carl JUNG

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta. Zaragoza Presencial Y Online. Teléfono: (34) 653 379 269 Website: www.rcordobasanz.es.                Instagram: @psicoletrazaragoza

Hay una canción popular que resuena estruendosamente en las gargantas de las hinchadas británicas para dar testimonio de su apoyo incondicional a sus equipos: «You’ll never walk alone» (Nunca caminaréis solos). Tal vez lo que vamos a decir pueda ser visto como una boutade dudosamente presentable, pero el título de esta canción describe eficazmente cuál ha sido la contribución de Carl Gustav Jung a la historia del pensamiento.
«Nunca caminaréis solos», porque, querámoslo o no, yo, tú o él no somos exclusivamente yo, tú o él. El camino que hubo de recorrer Jung hasta tal hallazgo fue tortuoso. El momento en que lo alcanzó podríamos situarlo en 1914: año de su ruptura definitiva con Freud. El resto de su carrera consistió en incidir, apuntalar, reforzar, confirmar y desarrollar lo que para él constituía una evidencia.
Hemos hablado de Freud. Qué complicada relación la de ambos. Fijémonos en pares de personajes, que a su vez son pares de opuestos, hablando en términos jungianos, sicigias: Alonso Quijano y Sancho, Moisés y Aarón, Cristo y Juan Bautista, Marx y Engels, Kafka y Brod… ¿Freud y Jung?
¿Fue Freud fundador, mentor y profeta? ¿Fue Jung un segundón? Al menos en el momento inicial de su relación, ni Freud se sintió maestro ni Jung se sintió discípulo. Para el austríaco, sólo gracias a Jung, ya por aquel entonces un renombrado psiquiatra, «pudo el psicoanálisis eludir el peligro de convertirse en asunto nacional judío». Por su parte, el contacto del suizo con la psicología analítica significó mucho más: nada menos que la restitución del alma.
¿Restitución del alma? Sí. La neurología mecanicista, paradigma dominante en la psicología de su tiempo, convertía al ser humano en una serie de circuitos de ida y vuelta al sistema nervioso central. Con ceremoniosa jactancia, Lange, en su Historia del materialismo (1866), proclamaba llegado el tiempo de la psicología sin alma.
Psicología sin alma : término que implica un reduccionismo del reduccionismo. Un modelo de principios taxativos, axiomáticos y apodícticos. Para este sistema de pensamiento hay dos ecuaciones inamovibles: mente igual a consciencia y consciencia igual a sistema nervioso. Pero, como bien sabe el psicoanálisis, la mente no es sólo consciencia. La ruptura de esta identidad cartesiana hizo caer agua de mayo sobre Jung. Después de años de inquietud intelectual marcados por la ambigüedad y un perfil no muy definido, apareció una luz al fondo del túnel. Esa luz le hizo rememorar a aquel joven lo que había sido: un médico, es decir, un científico natural. Mas un médico abierto a lo otro, a lo que tal vez siendo naturaleza no se manifiesta o no lo hace de un modo explícito y evidente. Aquel joven de Kesswill había dedicado su tesis a los llamados fenómenos ocultos, llevando a cabo a tal efecto experiencias parapsicológicas con ayuda de su prima Helene. Ahora gracias a la teoría y la práctica analíticas de Freud, veía confirmada una intuición de la que había estado pasionalmente persuadido a lo largo de sus treinta y dos años de vida: la psique es mucho más que lo consciente.
Sin embargo, tampoco esta ampliación del campo de lo mental satisfizo aún a Jung. Llegados a lo inconsciente, habría que determinar cuál es su naturaleza. Sin duda, lo inconsciente se ve revelado en los contenidos oníricos. Mas si para Freud los sueños consisten en deseos realizados allí donde la censura no alcanza a reprimirlos, para Jung son autorrealizaciones de lo inconsciente. Una gran diferencia, ¿no? Los sueños freudianos son indicio de lo que está siendo aplastado, los jungianos símbolo de lo que hay que integrar en la personalidad para completarla. Después del relato de su sueño, el psicoanalista freudiano le dice al paciente: «Esto fue de lo que se desahogó ayer, déjelo, no le dé más vueltas». El jungiano, por su parte afirma: «Esto remite a lo que usted es auténticamente, recuérdelo, téngalo en cuenta».
También está claro que la vida individual, especialmente la infantil, tiene un papel significativo en la configuración de lo inconsciente. La terapia freudiana va encaminada al esclarecimiento de aquellas experiencias pasadas y privadas que, por problemáticas y traumáticas, no queremos reconocer y reprimimos. La jungiana no sólo encuentra amenazas de lo pasado en lo inconsciente, sino también oportunidades que quedaron allí depositadas y latentes, líneas de desarrollo. Los contenidos inconscientes no deben ser destruidos: debe encararse su incontestable realidad. Debe aprovecharse su enorme potencial energético para coordinarlos con la conciencia y hacerlos operativos.

El pensamiento de Jung, como la filosofía socrática, incita a conocerse a sí mismo. Sin embargo esta propuesta no puede llevarse sólo a través del logos, de la razón consciente, pues no sólo somos logos, sino también ausencia del logos. La mayéutica socrática se fundamenta en que la verdad se encuentra en nuestro interior: hasta ahí Jung estaría de acuerdo. Sin embargo, la senda de penetración en ese receptáculo no es la del razonamiento, sino la del símbolo. ¿Por qué? No sólo porque no somos sólo logos (como decía Freud), ni sólo porque hayamos de buscar la verdad que se encuentra en el interior (como decía Sócrates), sino ante todo porque, incluso en la intimidad de nuestra mente, en aparente soledad, especialmente en ésta, no estamos solos (como dijo, sobre todo, él).
Y es que, antes que nada, resulta que el individuo no es tan solo un individuo. La misma mente del recién nacido es una estructura terminada, es resultado de múltiples vidas anteriores. El hombre, ese ser que ya tiene miles de años, ha de darse cuenta de que no es sólo una biografía que comenzó el día en que vino al mundo. Persuadirse de ello le hará sentir un hambre y una sed legítimas: las de una relación segura con las fuerzas que hay en su interior. Quien lo logre habrá conseguido acceder a lo que él llamaba la función trascendente y habrá logrado poner en jaque a la neurosis, cuya fortaleza es el desconocimiento y el temor de sí mismo: «Tenga miedo del mundo […] pues es grande y fuerte; y tenga miedo de los demonios internos, pues son muchos y brutales; pero no se tenga miedo, pues es su propio sí mismo».
Y dentro de sí mismo, o tal vez mejor, dentro del sí-mismo, ¿qué hay? Vidas anteriores que han quedado solidificadas en lo inconsciente colectivo y sus arquetipos. No tenemos a los arquetipos : ellos nos tienen a nosotros. Son formales, abstractos, filogenéticos; todo ser humano, por serlo, está sometido a los arquetipos. Éstos son disposiciones psíquicas que organizan imágenes primordiales, las cuales simbolizan contenidos fundamentales específicos. Sin embargo, su manifestación es múltiple. El lugar en que éstos se manifiestan es el de los símbolos. Los símbolos 
encuentran su concreción en la cultura: en el arte, en las religiones, en los sueños, en las alucinaciones, en los pensamientos, etc. Y aun sus manifestaciones últimas, nuestro trato con el símbolo, son de índole individual. Por eso no podemos hablar de ellos como de arquetipos, sino de imágenes de los arquetipos. Los arquetipos, como ejes de cristalización, hacen que cada formación adopte la geometría que le corresponde a su especie, si bien tamaño, color y variedades accidentales son de tipo individual.

Si nos fijamos, el pensamiento de Jung da enconada y aplicadamente patadas a aquello que la filosofía medieval llamaba trascendentales o cualidades del ente en cuanto ente: Unum, verum, bonum. En puridad, el ser que realmente es es exclusivamente Dios. Sin embargo, el hombre como creación suya participa de lo uno, lo verdadero y lo bueno. Pues bien, según Jung, no somos unidad, pues cada uno de nosotros es muchos más hombres en su inconsciente colectivo. No somos verdaderos, porque nuestra mente no es sólo logos y el acceso a nuestra verdad es limitado y fallido de por sí. ¿Somos buenos? Tampoco, el arquetipo siempre citado en primer lugar, la sombra, es la parte de nosotros mismos que no está presente en nuestra consciencia. No lo está, porque su nivel de humanidad es inferior a nuestros valores. Ignorar la sombra tiene consecuencias nocivas. Si se deja que sus contenidos emerjan de un modo abrupto, las consecuencias serán sencillamente nefastas. A una irrupción de este tipo bajo el modo de psicosis colectiva atribuye Jung las causas del fenómeno nazi. Y aquí desempeña un lugar muy importante la lectura y la reiterada mención que Jung hace del que sin duda fue siempre su libro de cabecera, el Fausto de Goethe. Aceptar la sombra es hacerla operativa. Fausto sólo alcanza la experiencia que desea cuando comprende que Mefistófeles no es un diablo externo a él, sino un démon que está dentro de él. Su drama ejemplifica el de todo ser humano con su sombra, así como la conveniencia de asumir la sustancialidad del mal. Lo exigen no sólo la realidad psicológica, sino también la histórica. Dados los desastres de la humanidad, considerar el mal una privatio boni (privación del bien) es una ironía, una ironía de muy mal gusto.
Los otros arquetipos habitualmente mencionados son el ánima y el ánimus, respectivamente lo que de mujer hay en el hombre y lo que de hombre hay en la mujer. El «ánima» y/o el «ánimus» ya están en nuestro interior. Afrontar estos arquetipos nos hace conscientes de nuestro otro sexual. No asumir el «ánimus» convierte en dogmáticas, rígidas e intransigentes a las mujeres; incorporarlo de un modo articulado las dota de mesura. No aceptar el «ánima» convierte a los hombres en veleidosos, descomedidos, desconsiderados e hipócritas; adueñarse de ella los conduce a la creatividad. La reflexión de Jung contiene una relevante advertencia. El sexo va mucho más allá de ser mero sexo, sino que supone el más relevante instrumento para la emancipación y la igualdad del hombre y la mujer. Ambas basadas en el desarrollo pleno de sus respectivas personalidades.
Editorial Trotta lleva, desde 1999, realizando, en cooperación con la Fundación Carl Gustav Jung de España, la edición de su obra completa. Atendiendo a una recomendación de Mario Muchnik, se titula al proyecto Obra Completa, por tratarse de la obra general del autor, no de obras particulares. Los criterios de ordenación y distribución del corpus textual adoptan los empleados por la edición en alemán (Gesammelte Werke, Olten-Freiburg, Walter Verlag), aparecida entre 1958 y 1994. No debe olvidarse que, a su vez, esa edición se corresponde en la distribución de los contenidos con la angloamericana que fue anterior (1953-1979) y planificada por Jung, de tal modo que ejerce a todas luces de edición canónica (Collected Works, Nueva York, Bollingen/Pantheon/Londres, Routledge & Kegan Paul). Hasta el momento de la presente edición en castellano han aparecido seis volúmenes y el primer tomo del noveno volumen. Cada volumen (salvo el tomo 9.1) lleva incorporado un prólogo de Enrique Galán Santamaría. Estas introducciones, claras y útiles, reemplazan a las de las ediciones en inglés y alemán, anecdóticas y coyunturales. Los textos mismos están pautados conforme a las ediciones canónicas. Resulta especialmente notorio que los índices analítico y onomástico se hayan llevado a cabo con llamadas no al número de página, sino al de cada uno de los parágrafos estándar de las ediciones aceptadas por Jung.
Por lo concienzudo del plan, y por tratarse de un autor que abre día a día nuevas puertas, la iniciativa merece un aplauso. Todo ello aunque quien lo lea quede disuadido de ser uno, verdadero y bueno. Mas, eso sí, nunca caminará solo.

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