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Paz y Ciencia

miércoles, 4 de agosto de 2021

Nietzsche. Compilación

 

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta. Online Y Presencial. Zaragoza Teléfono: 653 379 269 IG: @psicoletrazaragoza Website: www.rcordobasanz.es


Nietzsche dejaba escrito en Crepúsculo de los ídolos (8, “Para la psicología del artista”) que, “para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez. La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de esto no se da arte ninguno”.

Más adelante explicaba que se refiere a “la embriaguez de la voluntad, la embriaguez de una voluntad sobrecargada y henchida. Lo esencial de la embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas. De este modo hacemos partícipes a las cosas, las constreñimos a que tomen de nosotros, las violentamos, –idealizar es el nombre que se da a este proceso”. Observamos así en Nietzsche un interés central por una fuerza creadora que sobrepasa cualquier límite. En este sentido, y a juicio de Heidegger, el concepto de “voluntad de poder” recogería fundamentalmente dos funciones: en primer lugar, sirve de título a una obra que nunca terminó de escribirse, y que por ello responde a proyectos sucesivos pero no culminados; en segundo lugar, con tal expresión Nietzsche aludiría a cuanto se refiere al hecho mismo de existir, la voluntad de poder es el último factum al que nos es posible llegar, y por ello, todo lo que es ha de ser pensado desde la perspectiva de la voluntad de poder. Es ésta la suprema determinación del ser, el núcleo de lo que es. Sobre todo en sus años de juventud, el ser en Nietzsche es entendido como un devenir, caracterizado en última instancia por la actividad, el conflicto y acción de un querer, de una voluntad. Y es que “Sólo las almas ambiciosas y tensas sabe lo que es el arte y lo que es la alegría”.

Cuando estáis por encima de la alabanza y de la censura, y vuestra voluntad quiere dar órdenes a todas las cosas, como la voluntad de un amante: allí está el origen de vuestra virtud. Cuando despreciáis lo agradable y la cama blanda, y no podéis acostaros a suficiente distancia de los comodones: allí está el origen de vuestra virtud. Cuando no tenéis más que una sola voluntad, y ese viraje de toda necesidad se llama para vosotros necesidad: allí está el origen de vuestra virtud. ¡En verdad, ella es un nuevo bien y un nuevo mal! ¡En verdad, es un nuevo y profundo murmullo, y la voz de un nuevo manantial!. Poder es esa nueva virtud; un pensamiento dominante es, y, en torno a él, un alma inteligente: un sol de oro, y en torno a él, la serpiente del conocimiento (Así habló Zaratustra, “De la virtud que hace regalos”).

 Tres son los conceptos clave en torno a los que se engloba la concepción nietzscheana del arte: la aludida voluntad de poder, el eterno retorno y la transvaloración de los valores, instancias que el autor intenta clarificar a lo largo de su vida. La tesis que aquí defiendo es que pensar esta tríada nos conduce a una unidad estructural de sentido: las tres remiten a sí mismas como un todo. La voluntad de poder denomina el carácter fundamental de todo lo que es. Cada ente, en la medida en que es ente, es también voluntad de poder. Sin embargo, en Nietzsche no encontramos una definición fijada de una vez para siempre de tal expresión, aunque asegura, por ejemplo en Más allá del bien y del mal, que “debemos enseñar al hombre que su porvenir es su voluntad, que es tarea de una voluntad humana preparar las grandes tentativas y los ensayos generales de disciplina y educación, para poner fin a esta espantosa dominación del absurdo y del azar que se ha llamado, hasta el presente, historia”.

Todos los procesos psicológicos tienen en común que son resoluciones de fuerza, que cuando llegan al sensorio común producen una cierta elevación y fortalecimiento: éstos, comparados con los estados de opresión de carga y de coacción, son interpretados como sentimientos de “libertad”.

Por su parte, el eterno retorno (al que Nietzsche se referirá como “el pensamiento más pesado”) nos sitúa ante la necesidad de pensar el tiempo, que desde los comienzos de la filosofía se ha observado como tiempo de la permanencia o como tiempo del cambio o del devenir. En uno de los fragmentos póstumos de Nietzsche leemos: “dar al devenir la impronta del carácter del ser. He aquí la suprema voluntad de poder”. Heidegger explicará que esta eternidad del retorno se refiere al ahora, que se proyecta a sí mismo –y no en tanto que un ahora que se sucede hasta el infinito–. Nos encontramos ante la esencia oculta del tiempo, que es pensada desde la contraposición del tiempo secuencial o lineal (el tiempo como sucediéndose al infinito) y el tiempo curvo, el del retorno, que hace que el pasado y el futuro se actualicen en el ahora, en el instante, en el eterno retorno de la identidad. Es por ello que la idea del eterno retorno provoca “angustia”, “náuseas”, porque es pensar el ser desde el horizonte de la temporalidad, lo que producirá, andando el tiempo, ciertas posturas existencialistas. Es lo que el autor de esta página ha denominado en algunos escritos la “enfermedad ontológica”.

De este modo, se piensa el tiempo como un ahora que se proyecta sobre sí mismo, fuera de la linealidad que tiende a un futuro. El tiempo queda conciliado en y transportado al ahora, es decir, queda situado en la perspectiva de la creatividad, donde pasado y futuro se actualizan: un presente en el que todo está por crear. En contraste con las concepciones de Platón y Aristóteles (el ser como ousía, como sustancia inmóvil), desde Nietzsche el ser se piensa sobre el concepto móvil de una voluntad de poder. La primera perspectiva, propiamente platónica, se corresponde con un concepto de permanencia, mientras que la segunda queda al margen de ella; en la primera se piensa desde la estabilidad, en la segunda desde la inestabilidad y el incesante cambio. Cuando Nietzsche nos habla del sueño de la contemplación (que en otros tiempos tendría que ver con aquella sustancia inalterable de la que todo procede), habla en realidad de pensar lo irreconciliable, casi lo imposible, esto es, una sustancia fija que sin embargo no deja de actualizarse en su puro ser presente, en un descarnado devenir. Así, partimos con Nietzsche de que el ente en cuanto ente, como existente, ha de ser pensado desde la voluntad de poder; este pensamiento determinado por la voluntad de poder ha de ser conciliado con la visión del ser como eterno retorno. Por eso:

Sólo tiene corazón el que conoce el miedo, pero que domina el miedo; el que ve el abismo, pero con “altivez”.

 En paralelo, y frente al modo tradicional de fundamentación de los valores, Nietzsche busca un nuevo camino por el que pueda darse razón de una inédita instancia desde la que pensar el valor los valores: lo importante consiste en saber cuál es el valor que compromete a todo ser (lo que se traduce en la búsqueda de una nueva axiología, un originario y genealógico establecimiento de la jerarquía de los valores que provenga de una nueva aurora). Frente a la concepción tradicional del deber (absoluto, fijo), en la perspectiva de la voluntad de poder los valores son la consecuencia del ser, de la existencia, en sí misma proteica y mudable: la vida es la única fuente de las jerarquías, y no hay autoridad que pueda establecerla previamente. Es el ser vital el que jerarquiza los valores: la autoridad emana de la propia vida. Por eso no hay lugar para dioses o legisladores que dicten sentencia sobre la importancia de un valor u otro. En este sentido se declaraba Nietzsche “dinamita” en Ecce homo: “Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco -de una crisis como jamás la había habido en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita”.

Todavía no os habéis decidido a vivir, sino que tenéis miedo y tembláis como los niños ante el agua, en la que deben sumergirse, y mientras tanto vuestro tiempo pasa y aspiráis a maestros que os digan “temed y temblad ante el mar llamado vida” -y vosotros llamáis a estos maestros buenos y morís tempranamente. (KSA 10 9 [1] 233)En este sentido, Nietzsche no busca establecer formulaciones valederas para siempre, tampoco jerarquías inamovibles, sino un principio que permita pensar cómo se dan las nuevas jerarquías: de ahí la fuerte crítica a las instituciones que generan valores, como la religión, el Estado o la moral institucionalizada. Vemos pues que el movimiento nietzscheano gira en torno a dos tareas fundamentales: rastrear genealógicamente el fundamento de la jerarquía y ejercer una crítica de las instituciones generadoras de valores. El genuino y valeroso nihilismo se correspondería con una nadificación, un proceso que conduce a la pérdida de contenidos y de compromiso, a la virtud imperativa. El cometido último es el cuestionamiento de la fijeza del estatuto de los valores. Pero no confundamos: Nietzsche no habla de aniquilación, sino de redefinición; el auténtico nihilismo no es un proceso meramente negativo, sino también positivo, constructivo. Aún no ha sucedido el acontecimiento histórico por antonomasia, aquel por el que y en el que se llevan a crítica los valores supremos. Y es que “para vivir hay que valorar”. Como escribe en el Zaratustra: “Me gustan los valientes, pero no basta con ser un espadachín: hace falta también saber a quién se hiere. Y muchas veces demuestra más bravura abstenerse y pasar, con el fin de reservarse para un enemigo más digno”.

Para conquistar la verdad hay que sacrificar casi todo lo que es grato a nuestro corazón, a nuestro amor, a nuestra confianza en la vida. Para ellos es necesario grande de alma: el servicio de la verdad es el más duro de todos los servicios.

 La célebre sentencia “Dios ha muerto” preconiza el triunfo del propio nihilismo; Dios se situaba como base a la que remitía todo valor, que a ojos de Nietzsche ha quedado desgastada. Los valores que de él emanaban han quedado debilitados (“hemos perdido nuestro sol”, en expresión del filósofo). Frente a esta visión de desaparición del fundamento, Nietzsche habla del espíritu con el que enfrentarnos a tal desaparición: afrontarla o no afrontarla es un riesgo, aunque ineludible, del que el pensamiento no puede escapar. Nuestro autor dialoga en este punto con la metafísica occidental (sobre todo con cierta tradición platónico-agustiniana), y plantea una “nueva filosofía”.

Frente a la prioridad del ser de Nietzsche, aquellos filósofos antiguos querían establecer un deber anterior al propio ser. Sin embargo, el nihilismo ha carcomido las viejas estructuras del deber y hay que partir del ser hacia un nuevo deber ser. El fundamento, una vez que Dios ha muerto, ha de situarse en el ser, en la vida como puro movimiento y ejercicio de creación, pues el deber, de tanto mencionarlo y tan poco efectuarlo, acaba por marchitarse. Lejos de interpretaciones que suelen darse, Nietzsche no reivindica un “tener que ser malvado”, sino situarse en la perspectiva de la transvaloración, en la inversión de los valores, buscando fórmulas mostrativas de la propia existencia, y no meramente demostrativas o deductivas. Así, leemos en el Zaratustra que:

Cualquiera que sea el mal que pueden hacer los malos, el mal que hacen los buenos es el más nocivo de todos los males.

 Llegamos en este punto a la consideración del arte en Nietzsche. “Arte”, para éste, no es ni la música de Wagner ni las tragedias griegas, sino aquel fondo común al que aquellas obras aluden, el fundamento sobre el que se asienta la posibilidad de la instauración de ciertos valores. Frente a posiciones como la de  su maestro Arthur Schopenhauer, que tiende a ver en el arte un aquietador de la voluntad de vivir (siempre incómoda, siempre viva), Nietzsche asegura que el arte es lo estimulante, lo que excita e intensifica la vida, hasta el punto de querer hacerla permanecer. También para Nietzsche el arte permite una nueva una nueva redefinición de la vida: a su través, el valor de la vida ha cambiado. Se da un nuevo orden, una búsqueda del fondo (y, atiéndase bien a esto, no del fundamento) que en última instancia sirva como fuente instauradora de valores. También aquí la voluntad de poder funciona como un método para suprimir el engaño en la experiencia del ente: la vida y el arte son estructuras de la voluntad de poder; incluso Nietzsche colocará la Estética a la base de todas las disciplinas filosóficas. Aquella voluntad de poder no es una ley o una sustancia absoluta, sino que queda expresada en nuestra vida como fuerza, como tensionalidad: se sitúa como una autoafirmación y, a la vez, como ambición de ir más allá de la propia esencia del sí mismo. Es un querer que es un querer ser: querer es un movimiento hacia, desde-hacia, donde se da de nuevo la tensión. Pensar el querer es pensar algo con dirección, un poder-ser (como una suerte de “afecto original”): un afán de hacerse más fuerte, un plus de poder, de fuerza, de existencia. De ahí que la naturaleza sea inocente: no hay crueldad, la vida no precisa de justificación; es proceso destructivo y creativo. Como escribe Nietzsche en El origen de la tragedia:

… el arte avanza entonces como un dios salvador que trae el bálsamo saludable: sólo él tiene el poder de transmutar ese hastío de lo que hay de horrible y absurdo en la existencia, en imágenes que ayudan a soportar la vida.

 Explicábamos que a Nietzsche le interesa fundamentalmente de qué manera podemos hablar de la voluntad de poder como originaria del afecto. Hay, pues, un “tender hacia” (aquella “embriaguez” de la que hablábamos al comienzo), y no un mero estatismo, una posible llegada al nirvana schopenhaueriano. Sin embargo, la voluntad de poder no supone -como suele pensarse- una simple exaltación del sí mismo, sino un ser dueño de sí, estar en posesión de sí mismo, es decir, una forma de reafirmarse en el ente. En Nietzsche no encontramos -como sí en Darwin– una permanencia del más fuerte en virtud de un instinto de conservación, sino una tendencia que sólo quiere ser como de hecho se es, que a la vez se constituye como un poder de transformación.

El sentimiento del poder, primero en forma de conquista, luego en forma de dominio, regula lo vencido para su conservación, y para ello conserva lo vencido. También la función nace del sentimiento de poder en lucha con fuerzas más débiles. La función se conserva en la violencia y el dominio sobre funciones inferiores; este fin es apoyado por un poder más alto.

 Heidegger enumera cinco proposiciones relativas al arte en el pensamiento de Nietzsche, que resumo de esta manera: 1) el arte es la estructura más transparente y conocida de la voluntad de poder; 2) el arte ha de ser comprendido desde el punto de vista del artista (desde un “poder producir”); 3) el arte, según el concepto del artista, es el acontecimiento fundamental del ente; 4) el arte constituye el movimiento contrario al nihilismo (puesta en crisis de las instituciones tradicionales de las que emanan los valores); y, finalmente, 5) el arte vale más que la verdad, esto es, la creatividad vale más que la concepción platónica (léase, “transcendente”) de la verdad (muerte de Dios, transvaloración de todos los valores). De esta manera, se pretende hacer presente aquello que la voluntad de poder es en su trasfondo (nótese que lo “transparente” nos hace ver “a su través”).

¿Qué significa, entonces, “ser artista”? Un poder producir, un poner algo que antes no era en el ser. Mediante tal acción la voluntad de poder se nos manifiesta, y el comportamiento del artista se muestra finalmente en su trasfondo como voluntad de poder: se transparenta el proceso de transformación hacia el ser. Por esta razón Nietzsche se referirá a la vida como “la forma más conocida para nosotros del ser”: arte y vida son estructuras de la voluntad de poder, porque tanto el artista como la vida crean y destruyen a la vez. Así, el arte no es la simple producción de los artistas, sino la fuente desde la que los artistas crean sus producciones (el arte como poder creativo). En resumen, reivindicar el arte es el proceso contrario al platonismo; para Platón el arte nos alejaba de la verdad, mientras que en Nietzsche nos conduce a la transvaloración, la realidad queda a través de ella redefinida en otros términos. Llegamos, pues, a la ebriedad, a la embriaguez como un estado estético, que supone a su vez el contramovimiento del nihilismo.

Esta concepción del arte nos conduce a la observación de que, en Nietzsche, la estética no es más que una fisiología aplicada: una exploración de los estados y motivos del ser humano. Su auténtico sentido se sitúa en una fisiología de la creatividad, cuya condición previa es la ebriedad, que ha de ser entendida como una plenitud e intensificación de las propias fuerzas: la indiferencia no crea, la apatía genera inactividad. El cuerpo es un cuerpo que se siente, que se vive: el arte es sentido desde una fisiología (para que haya arte o exista contemplación artística es indispensable esta embriaguez). Por otro lado, observamos en esta tensión de la ebriedad lo revelado en el conflicto de lo apolíneo y lo dionisíaco: una tensión, pues, entre la permanencia y la disolución. Ser artista sólo se consigue, pues, mediante un continuo estado de embriaguez, que constituye la tonalidad afectiva del propio arte, y tal experiencia habrá de ser vivida desde el cuerpo.

El hombre más libre es el que tiene el mayor sentimiento de poder sobre sí, el mayor saber sobre sí, el mejor método en las luchas necesarias de sus energías, la mayor fuerza relativa en sí; es el más trágico y más rico en cambios, el que vive más tiempo, el que más desea, el que mejor se nutre, el que más se escinde dentro de sí mismo y el que más se renueva.

 El sujeto-artista no sanciona la realidad, sino que la transfigura: crea vida. El arte y la vida, desde la voluntad de poder, quedan convertidos en las únicas fuentes de toda jerarquización de los valores. El artista doblega el caos y hace aparecer una configuración nueva que devora al nihilismo de la debilidad. Desde la perspectiva de la voluntad de poder se dan así dos nociones de arte (que en absoluto resultan contradictorias en el esquema nietzscheano, sino compatibles si son contempladas desde la perspectiva de la vida como manifestación de la voluntad de poder): 1) el arte como objeto de la fisiología, de un cuerpo viviente, y 2) como una fuente instauradora de valores.


 

 

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