(o de cómo arder, arder, arder)
Halil 
Bárcena 
 
 
“He aquí la especie a la que pertenezco.
He aquí el fuego que te atrae,
la hoguera que entre la carne y la noche
te enamora. He aquí mi horda”
 
 
 
A mis amigos derviches de 
Konya
(ellos saben bien quiénes son),
en el 800 aniversario del nacimiento
de nuestro común amigo y amado
Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī,
incendiario de corazones. “¡Hū…!”
(ellos saben bien quiénes son),
en el 800 aniversario del nacimiento
de nuestro común amigo y amado
Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī,
incendiario de corazones. “¡Hū…!”
“He aquí la especie a la que pertenezco.
He aquí el fuego que te atrae,
la hoguera que entre la carne y la noche
te enamora. He aquí mi horda”
Gerardo Morales 
1Antes que nada y como preámbulo a 
mi exposición acerca de lo que he dado en llamar el sufismo más allá del 
sufismo, verdadero arte del arder interior, ahí van unas consideraciones previas 
de carácter conceptual, a propósito de los términos “religión”, “espiritualidad” 
y “mística”, dada la irreprimible incomodidad que su utilización me provoca, si 
bien con matices diferentes en cada uno de los tres casos. Uno se pregunta, en 
primer lugar, si es posible aún seguir hablando de religión, sobre el hecho 
religioso en general, y por ende de diálogo interreligioso también, como si nada 
a nuestro alrededor hubiese sucedido en las últimas décadas, sobre todo en las 
llamadas sociedades europeas de innovación y conocimiento [1], unas sociedades móviles, fuertemente laicizadas y en 
las que el peso de lo religioso es cada vez más liviano y marginal, al haber 
sido arrumbado y, en consecuencia, desplazado del eje central de la cultura. 
No albergo la menor duda acerca del carácter 
irreversible de la crisis deflacionaria de los modelos religiosos tradicionales, 
del mismo modo que juzgo inadecuado, por inútil e imposible, tratar de 
reconvertir las religiones, ni tan solo reformarlas o adaptarlas, a fin de 
hacerlas más digeribles a los hombres y mujeres de nuestra atribulada y 
trepidante contemporaneidad; hombres y mujeres, por otra parte, que viven, en su 
inmensa mayoría, sobre todo las jóvenes generaciones, radicalmente de espaldas a 
la res religiosa y cuanto tiene que ver con ella. 

Obstinarse de forma 
voluntariosa, pues, en la reconversión de las religiones, en su aggiornamento, 
indica, en mi modesta opinión, no haber percibido del todo la profundidad de la 
crisis que nos ha tocado en suerte vivir, ya que no se trata de una crisis más. 
Posiblemente, estemos asistiendo, sin apercibirnos del todo, a un verdadero 
cambio epocal por lo que hace a la religión, y si es así, convendría 
interrogarse a propósito del significado real que el diálogo interreligioso 
posee hoy, en dichas circunstancias de crisis y cambio. Y es que, y lo anticipo 
ya, dicho diálogo no puede ser el bálsamo que cure las heridas (mortales) de las 
distintas religiones, ni su sala de reanimación, ni mucho menos aún el refugio 
en el que hallar calor y consuelo mutuo ante los embates de los tiempos que 
corren, cada vez más abigarrados y promiscuos, cada vez más vertiginosos. Que el 
diálogo sea una necesidad para las religiones, que sea indispensable y 
necesario, no significa, a mi modo de ver, que las vaya a librar de una 
situación que no tiene marcha atrás, su declive. Mucho me temo, insisto, que las cosas no van a dar marcha 
atrás en materia de religión, y tampoco creo que eso sea ni conveniente ni mucho 
menos deseable. Es posible que no sepamos a ciencia cierta hacia dónde vamos, 
pero para atrás seguro que no. Mal que nos pese, tanto si nos agrada como si no, 
las religiones ya no volverán a ser lo que fueron. Máxime quedarán -¡quién sabe 
por cuánto tiempo!- como un reducto marginal para nostálgicos irreductibles y 
apocados (espiritualmente hablando). No soy en este punto, lo confieso para que 
no haya duda alguna, ni un modernista rabioso ni menos todavía un perennialista 
anclado en un supuesto tiempo pretérito idílico. Puedo por ello mirar hacia 
atrás, hacia el pasado religioso, sin ira (antes bien con admiración), pero al 
mismo tiempo sin el menor atisbo de añoranza, entre otras cosas porque aún está 
por demostrar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero que la religión (entendida en tanto que sistema 
dogmático de creencias, exclusivo y exclusivista, portador de una ley moral de 
carácter revelado a la cual someterse, a fin de ganar una supuesta salvación en 
la otra vida) esté herida de muerte, en modo alguno implica que lo esté la 
espiritualidad, como parecen avalarlo ciertos indicios, aún incipientes, cierto 
es, pero no por ello menos significativos. Quiere ello decir, por consiguiente, 
que, primero de todo, se impone distinguir entre religión y espiritualidad. Esa 
es, a mi juicio, una de las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo, sobre 
todo si deseamos que el anhelo sincero de espiritualidad de muchos de nuestros 
contemporáneos no se dé de bruces contra el frontón de la religión de unos 
pocos, y se vaya a pique. La espiritualidad puede darse, y de hecho se ha dado 
en la historia -también hoy-, al margen y más allá de la religión formal (el 
sufismo constituye un ejemplo histórico inmejorable por lo que al islam 
respecta, tal como veremos seguidamente), mientras que la religión puede ser 
seguida sin el menor atisbo de espiritualidad, como no nos cansamos de ver, aquí 
y allá, en tantos y tantos fenómenos religiosos afectados hoy, en la mayoría de 
los casos, por una pavorosa involución [2].
http://instituto-sufi.blogspot.com.es/2008/10/sufismo-ms-all-del-sufismo.html
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