Podría parecer que dado lo mal que se le dio a la filosofía eso de buscar certezas, hubiera conseguido algo más de pericia en bregar con la incertidumbre, pero no hay más que leer los artículos escritos sobre la actual pandemia por dos de los filósofos más relevantes del momento, Giorgio Agamben y Slavoj Zizek, para comprender que no es así. Agamben ve aquí una nueva excusa para que los gobiernos tecnocráticos expandan su control mediante la tendencia a utilizar el estado de excepción, Zizek se pierde en vaguedades sobre una nueva hermandad futura neocomunista auspiciada por la técnica y, como un Heidegger redivivo, se limita a recomendar Gelassenheit (serenidad) como antídoto ante el miedo global, que ha venido para quedarse.
Hubo un tiempo en que una desgracia natural de impacto cultural comparable a este, aunque muy localizada, el terremoto de Lisboa de 1755, que arrasó la ciudad y dejó decenas de miles de muertos, generó algunas reflexiones filosóficas de más vuelo. El poema de Voltaire en el que negaba la providencia le valió la acusación de ateo por parte de Rousseau. Todos se enzarzaron entonces en el viejo problema de la teodicea: ¿cómo un Dios bueno y todopoderoso pudo permitir tanto mal? Kant, sin embargo, como nos recuerda Walter Benjamin, se limitó a recopilar todos los datos que pudo sobre el acontecimiento y escribió un breve y pionero tratado sobre los terremotos. Algo que, a la postre, resultó mucho más interesante.
No son tiempos, obviamente, para que los filósofos vuelvan a la teodicea, pero entre esta ocupación ya abandonada y la de ver en la pandemia una nueva excusa para hablar de la revolución pendiente (o peor aún, para reclamar la detención de los sospechosos habituales) hay un buen trecho. De plantearse el problema del mal en el mundo hemos pasado como mucho al problema de cómo detectar a los negligentes. Porque en el mundo de la tecnología, incluso para sus detractores, todo mal es el resultado de una negligencia. No digamos ya para los más tecnófilos, que han llegado a creerse que hasta la muerte lo es.
En el mundo de la tecnología, incluso para sus detractores, todo mal es el resultado de una negligencia, tampoco es que yo considere que la filosofía como tal tiene algo verdaderamente revelador que decir en las circunstancias actuales y que no haya dicho ya en otras ocasiones. Creo que resulta ampuloso e inútil insistir de nuevo en la vulnerabilidad del ser humano, en la fragilidad de las estructuras sociales y económicas, o en el memento mori que a tantos seduce repetir campanilla en mano. Que de este planeta nos puede barrer un día cualquier viento, incluso uno que hayamos alimentado nosotros, es algo que ha formado parte de la cartilla escolar desde hace mucho, solo que ahora le añadimos el detonante tecnológico, que antes faltaba. Una tecnología que, por cierto, es la que quizás pueda sacarnos las castañas del fuego, porque este virus, una máquina simple y casi perfecta de reproducción parasitaria, tiene también sus flancos débiles. Pero, como si de precio que se nos hace pagar se tratara, está haciendo también lo suyo por despojarnos de todo buen ánimo. A nadie se le escapa que uno de los primeros lugares donde empezó a oler a cerrado durante este confinamiento ha sido en las redes sociales, sobre todo en algunas de sus habitaciones.
¿Saben qué es lo más filosófico que creo haber hecho estos días? Salir con mi hija a las ocho de la tarde a la terraza a aplaudir junto con buena parte del barrio. No sé cuánto durará este gesto, pero es el reconocimiento implícito por parte de quienes probablemente ni siquiera se lo han planteado nunca, de que lo que nos distingue como humanos es la cooperación, que somos el primate más colaborativo que existe, y que, como han mostrado los psicólogos, lo somos desde los primeros meses de nuestra vida. La razón no es tan exclusiva de nuestra especie como se creía; si acaso lo es la pretensión de tener la razón a toda costa. Esa celebración vespertina de nuestra capacidad para cooperar sí que me parece digna de atención. Mientras que algunos gobiernos hacen cuentas con el número de muertos que tal o cual medida frente a la pandemia tendría, hay personas jugándose la vida por salvar la de otras personas.
Lo que nos distingue como humanos es la cooperación, que somos el primate más colaborativo que existe
Más sorprendente e interesante como problema filosófico que el de la existencia del mal me parece a mí el de la irrazonable existencia del bien. Porque si realmente viviéramos en ese mundo dominado por el pensamiento calculador del que tanto habló la filosofía hace unos años, un pensamiento para el que los muertos son solo cifras y las personas solo recursos, esto que está ocurriendo a diario en los hospitales de medio mundo, o en los portales en los que los jóvenes ponen anuncios para ayudar a los mayores, no podría estar ocurriendo. Mientras que los centros de poder tradicionales quedan en evidencia, la cooperación (llámele solidaridad si usted quiere) vence al miedo. Quizás el mundo sea muy diferente cuando todo esto acabe, como ya sugieren algunos, pero si esa diferencia lo es para bien, sin duda se deberá a esa fuerza extraña que nos empuja a cooperar con los otros, en la cual se incluye la voluntad de reconstruir de nuevo las redes sociales e institucionales que se hayan quebrado y hayan dejado fuera de nuevo, como ya sabemos que siempre ocurre, a los más débiles.
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