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Paz y Ciencia

viernes, 28 de mayo de 2021

Daniel Ripesi. Maestro Winnicottiano (1)

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta. Psicoanalista. Zaragoza. Gran Vía Y Online. rcordobasanz@gmail.com Teléfono: (+34) 653 379 269 IG:@psicoletrazaragoza


¿Qué hace posible que dos personas dialoguen? El autor, retomando la obra de Donald Winnicott, señala que el verdadero acceso al diálogo –y a la palabra misma– sólo es posible cuando en el primer vínculo con la madre pudo instaurarse, tenso pero confiable, un silencio.

Por Daniel Ripesi *

Para el psicoanalista Donald Winnicott (especialmente en su artículo “Objetos transicionales y fenómenos transicionales, primera posesión no-yo”), los cuidados maternos son responsables de que el aparato psíquico del bebé inscriba un silencio primordial; un silencio confiable para sostener las palabras; un silencio cuyo destino no será devenir hostil a la palabra sino, por el contrario, ser punto de apoyo de todo futuro decir que tenga vocación de diálogo. El silencio que se hereda de los cuidados maternos nutre toda posible elocuencia en un futuro parlante. Si Lacan llegó a decir que lo que un bebé chupa del pecho de la madre son significantes, habrá que advertir que esta posibilidad depende de haber chupado de la teta, en un primer momento, un silencio primordial. En la estructuración del aparato psíquico del bebé, la madre deviene metáfora de ese silencio primordial, lo cual es una cualidad esencial de su quehacer. Este silencio se transmite en el hacer materno durante el período de dependencia absoluta del infans.

La madre le habla a su bebé todo el tiempo: le canta, lo reta con indulgencia, le festeja cada gesto, lo nombra, en fin, le dirige una palabra que lo va constituyendo como sujeto mucho antes de que verdaderamente se haya integrado con una presencia y una intención frente a ella y al mundo. Pero –y para Winnicott esto es esencial en el desarrollo psíquico normal del bebé–, en una hipotética primera mamada, hay una pregunta que la madre no debe formular: “Este pecho que estás chupando, ¿es tuyo o es mío?”. Es que cuando el bebé chupa la teta (lo cual resume, de un modo muy esquemático, la presencia de la madre con sus cuidados, es decir, lo “poco” de madre que un bebé puede disfrutar y soportar), debe tener la sensación de que es él mismo quien crea la teta y no que se la está dando otro ser humano.

Winnicott indica con esto que, en los primeros intercambios madrebebé, la madre no inquiere quién es el “verdadero” propietario de los objetos que circulan entre ellos: sólo muy delicadamente lo introducirá en el reconocimiento de una deuda con el Otro. La madre no formula la pregunta y, también, se abstiene de afirmar alguna respuesta en este sentido (porque es sólo en apariencia que el pecho es verdaderamente de ella).

Este silencio que la madre debe guardar, difícil y tenso (ella está todo el tiempo muy tentada de que se le agradezca lo que “da con tanto sacrificio”), atenúa el sentimiento de una deuda difícil de inscribir en el infans; introduce, como germen de la subjetividad, la dimensión de una duda. La madre permite la experiencia de una duda pensable para el bebé, pero imposible de ser respondida con certeza, porque la experiencia con el pecho, para que la madre pueda “darlo” y el bebé “recibirlo”, supone que –a partir de cierta cualidad en los cuidados maternos– el bebé pueda vivir una paradoja: “Este pecho no es ni tuyo ni mío, pero es, al mismo tiempo, tuyo y mío”.

Si la madre diera la teta de un modo demasiado atado a su capricho narcisista y alejado de la necesidad de su bebé, este primer objeto de intercambio le llegaría al bebé como algo excesivamente ajeno a sus gestos, como algo demasiado extraño y muy alejado de sus expectativas y capacidad de creación. La madre pone el pecho en el extremo de un grito desesperado que es un gesto creativo, un hipotético primer grito del bebé que la convoca a un hacer incierto y riesgoso, un grito que encuentra-crea el mundo y, para empezar, a la propia madre.

Cuando Winnicott habla de una “madre suficientemente buena” alude a una mujer que, sin angustiarse demasiado, puede dejarse tocar por ese grito sin sujeto, puro gesto espontáneo, y sostenerlo con una cierta cualidad de su silencio que lo transformará en palabra. El grito inventa a la madre, y el pecho que ella le da, a un niño. Siempre hay un fondo de grito en cada palabra.

Sin embargo, por más esmero que ponga una madre, la teta siempre llega un poco antes o un poco después de la expectativa justa del bebé, más tarde o más temprano; pero dentro de cierto margen tolerable. Este variable desajuste es lo que abre la dimensión de una duda en el bebé, pero como se trata de un margen tolerable, la duda se soporta y la pregunta “¿es tuya o es mía?” no exige respuesta. No es necesario saber, se puede permanecer en la duda.

Si la madre quisiera ser un poco mágica, si se esmerara en ser absolutamente puntual y devota (“con su pecho”), si propusiera una teta siempre oportuna, una que no somete a espera alguna, la pregunta no se formularía, pero tampoco se abriría la dimensión de una duda tolerable. El bebe no sería cuestionado por una pregunta pero estaría irremediablemente confinado en un delirio: “Todo es producto de mi creación”.

El silencio en el quehacer materno contiene la economía tensa de una pregunta retenida; la madre querría quizá que se le agradecieran los servicios prestados, aborrece un poco a ese ser tiránico y demandante que toma todo sin reconocer nada, ella obligaría desde muy temprano a su hijo a decir “gracias”, a reconocer una deuda que lo agobiará toda la vida.

Hay que advertir un detalle importante: el objeto-teta, que parecería ser “de” la madre y concedido por su obra y gracia, sólo puede ser donado por una madre que también reconozca, en ese movimiento de donación una deuda subjetiva: desde el vamos, lo que torna simbólico al objeto “teta” (y simbólico implica aquí, también, que alimente), es que la madre sólo puede dar un pecho cuando ese objeto deja de ser suyo y pasa a ser creación de su hijo. La madre “posee” un pecho sólo si admite no ejercer sobre él ningún dominio absoluto. La madre sólo tiene un pecho cuando el bebé puede crearlo. La madre le debe a su hijo que su pecho posea valor simbólico. En suma, la madre sólo es dueña de un pecho cuando puede perderlo en beneficio de la creación que de éste hace su hijo. Del lado del infans, el pecho es su creación en tanto le sea dado; de lo contrario, se queda pataleando en un campo meramente alucinatorio.

La madre articula un silencio, entonces, que deriva de los cuidados maternos como modulación de su presencia. O, mejor al revés, su presencia es, en todo caso, la modulación de un silencio que oscila entre perderse en preguntas infortunadas o perpetuarse en mutismo absoluto. Es esta presencia, tensión de un silencio que amenaza interrumpirse, que depende de una palabra apenas retenida, lo que un bebé asimila de ella mucho antes que el valor significante de sus palabras articuladas en un discurso.

Con otros

La capacidad de dialogar con otros sería la de poder compartir con éstos, a partir de las palabras, cierto silencio primordial que se subtiende en el discurso; sólo así se soportan las disidencias y se puede jugar con las diferencias. La significación de un discurso se juega en una transicionalidad que oscila entre la sonoridad de la palabra y su reposo absoluto en el silencio. Habita siempre un silencio en la palabra y un decir en el silencio. Cuando esta tensión es bien soportada por el aparato psíquico, se pueden considerar (clínicamente) las diversas articulaciones significantes del deseo que se inscribe en el habla; sólo entonces.

También es cierto que, cuando finalmente se ha optado por comenzar a hablar, siempre hay algo más que decir, algo que agregar a lo ya dicho, pero esto no señala una insuficiencia de la palabra. Lo que sucede es que siempre se impone un retorno al silencio, a un silencio desde donde relanzar el discurso. Parecería que la palabra retoma allí sus bríos, su esperanza de alcanzar una expresión cabal.

No hay enemistad –no en la salud, por lo menos– entre el silencio y la palabra. El silencio no se reduce a un mero no decir, y la palabra proferida no se agota en lo que aparentemente hace audible y “comunica”. Cuando alguien calla una palabra, puede hacer oír el silencio en su versión más descarnada; el silencio, cuando se lo rompe con palabras estridentes, retorna por las grietas. Pero, en la enfermedad psíquica, palabra y silencio están disociados y en rebeldía.

No hay que confundir el silencio con el mutismo, ni la palabra con el ejercicio estéril del parloteo. La virtud de la palabra –si se la toma como una heredera privilegiada de lo que Winnicott llamó “objeto transicional”– no busca negar o subsanar el silencio, sino prolongarlo, recuperarlo, y, sobre todo, decirlo de algún modo; y para ello debe incorporarlo al decir.

Winnicott plantea que la comunicación sonora se inicia cuando la comunicación silenciosa falla. Maurice Merleau-Ponty plantea que la palabra busca expresar un sentido que el silencio anhela pero que nunca puede alcanzar del todo. La primera impresión que nos causan estas reflexiones nos puede llevar a engaño: podrían sugerir que la palabra se alza en los límites del silencio como una evidencia de su fracaso. La palabra señalaría –según esta perspectiva– la incapacidad del silencio para ilustrar a otros los propios pensamientos. Esto puede ser sólo parcialmente cierto: la palabra, la que se destina a otro ser humano y que verdaderamente pretende decir algo, no puede aspirar a “derrotar” o “superar” al silencio: no hay nada más elocuente, nada más expresivo que ciertos silencios.

* Psicoanalista. Texto extractado del trabajo “De la palabra, su silencio”.

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