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Paz y Ciencia

jueves, 27 de mayo de 2021

Nietzsche: "Dios ha muerto..."

 



Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo, Psicoterapeuta, Pensador. Psicoanalista. Zaragoza. Teléfono: (+34) 653 379 269 IG:@psicoletrazaragoza

Es sumamente complejo y pretencioso (eufemismos típicos cuando hablamos de un imposible) resumir el pensamiento de un autor en una sola frase. Sin embargo, se dan casos de sentencias que imprimen carácter y si le preguntáramos a cualquiera (incluso a alguien totalmente lego en Filosofía), por ejemplo, quién es Sócrates, inmediatamente nos respondería: el que dijo “solo sé que no sé nada”. Y lo mismo tal vez nos pasaría con Descartes (“Pienso luego existo”), Sartre (“El infierno son los otros”) u Ortega y Gasset (“Yo soy yo y mi circunstancia”). En el caso de Nietzsche, esa frase a la que podríamos calificar de identitaria es “Dios ha muerto”.

No cabe duda de que la frase en cuestión posee un sello lapidario y enigmático, que hasta podría ser tildado de absurdo ¿Qué sentido tiene decir que ha muerto algo que no ha existido nunca? Si bien la teología tradicional incurre en sinsentidos aún mayores al sostener que Dios, un ser eterno e intemporal, creó el universo, de naturaleza finita y temporal. Ya Immanuel Kant en el siglo XVIII había formulado la siguiente pregunta: “Si es verdad que Dios creó el universo ex nihilo… ¿qué estuvo haciendo antes durante un tiempo infinito?” Pero tales disquisiciones nos apartan de la cuestión principal.

Para empezar, conviene llamar la atención sobre un hecho curioso: no fue Nietzsche el primero en utilizar esta metáfora de la muerte de Dios. Fue Ralph Waldo Emerson quien en un discurso dirigido a los alumnos de la Facultad de Teología de la Universidad de Cambridge, Massachusetts, dijo lo siguiente: “Los hombres hablan de la Revelación como si fuera algo que nos hubiera sido dicho y dado hace mucho tiempo, como si Dios estuviera muerto” (la cursiva y la traducción son mías). Esto tuvo lugar en 1838, esto es, seis años antes de que Nietzsche naciera. Cabe señalar que Emerson, figura señera del movimiento transcendentalista americano, fue un pensador por el que Nietzsche sentía profunda admiración y que ejerció sobre él una notable influencia, especialmente durante su juventud{1}. Esto es así hasta el punto de que Nietzsche inaugura La gaya ciencia, su cuarta obra importante, precisamente con una cita de Emerson{2}.

No vamos a entrar, pues ello nos parece baladí, en la cuestión de si Nietzsche plagió deliberadamente a Emerson o si, sencillamente, la imagen de la muerte de Dios quedó grabada en su subconsciente y la trajo a colación cuando las circunstancias lo propiciaron. Lo importante es que fue Nietzsche el que desarrolló a fondo esta idea y, si bien resulta innegable su deuda con el pensador americano, lo mismo podría decirse de este último para con el alemán. Ya lo dijo Borges en cierta ocasión: “Todo gran escritor crea a sus precursores”.

Nietzsche nos habla por primera vez de la muerte de Dios en el aforismo 125 de La gaya ciencia, obra a la que antes hicimos referencia. El pasaje que nos interesa dice así:

“¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día{3} y corrió el mercado gritando sin cesar: ¡Busco a Dios, busco a Dios!” Como precisamente estaban reunidos allí muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada: (…) ¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! (…) Todavía se cuenta que el loco entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó su Requiem aeternam Deo. Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: “Pues, ¿qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?”’

La segunda referencia la encontramos al comienzo de Así habló Zaratustra, obra de claras reminiscencias bíblicas a la que Nietzsche consideraba su obra principal. Gran conocedor como era de las Sagradas Escrituras, en ella se propone crear la contrafigura del Cristo evangélico, siendo numerosos los paralelismos: la oración en el huerto de los olivos, los discípulos, la pasión y resurrección… Como Jesucristo, también empieza Zaratustra su vida pública a la edad de treinta años, tras pasar un largo período de retiro. Su primer encuentro es con un ermitaño que lleva una existencia solitaria en los bosques. Cuando le pregunta Zaratustra qué hace allí, el santo le responde: “Hago canciones y las canto, y cuando hago canciones, río, gruño y lloro: así glorifico a Dios”. Tras despedirse de él, Zaratustra sigue su camino y cuando se ha alejado lo suficiente, hace el siguiente comentario: “¡Será acaso posible! ¡Este viejo santón no ha oído nada en su bosque de que Dios ha muerto!”

Posteriormente, en su discurso sobre los compasivos, Zaratustra vuelve a insistir ante sus discípulos sobre la idea de la muerte de Dios, esta vez añadiendo un significativo matiz:

“Ay, ¿en qué lugar del mundo se han cometido mayores tonterías que entre los compasivos? (…) ¡Ay de todos aquellos que aman y no tienen todavía una altura que esté por encima de su compasión! Así me dijo el demonio una vez: “También tiene Dios su infierno: es su amor a los hombres”. Y hace poco le oí decir esta frase: “Dios ha muerto; a causa de su compasión por los hombres ha muerto Dios”.

Por último, hay un tercer momento clave en el que sale a relucir el tema de la muerte de Dios. En la cuarta y última parte de la obra{4} se produce el encuentro de Zaratustra con un enigmático personaje de apariencia repulsiva, al que se denomina como “el más feo de los hombres”. Cuando este personaje se cruza en el camino de Zaratustra, le espeta lo siguiente:

“¡Zaratustra, descifra mi enigma! ¡Dime cuál es la venganza contra el testigo! (…) Ya que te consideras sabio, descifra el enigma, engreído Zaratustra, tú que eres capaz de cascar la nuez más dura ¡Adivina el enigma que soy! ¡Dime quién soy!”

A la vista de este adefesio, Zaratustra siente por un momento tambalearse sus convicciones más profundas y está a punto de sucumbir ante el “pecado” de la compasión, al que él considera el más abominable. Pero finalmente consigue sobreponerse y, aceptando el reto del vestiglo, le responde con firmeza: “Te conozco bien, dijo con voz de bronce, ¡tú eres el asesino de Dios!” El más feo de los hombres felicita a Zaratustra por su perspicacia y acto seguido reconoce que fue la gran vergüenza que sentía al ser contemplado y compadecido por este el ojo implacable de Dios lo que le llevó a suprimir a tan incómodo testigo. Sencillamente, tuvo que matarlo porque Él, en su calidad de omnipotente y omnisciente, lo estaba matando poco a poco.

Es conveniente señalar, antes de proseguir, que Nietzsche no es un pensador sistemático a la manera en que lo son, por ejemplo, Kant o Hegel. Su estilo aforístico le permite pasar de un tema a otro sin solución de continuidad, de tal suerte que la mayoría de sus obras vienen a ser complejos puzles cuyas piezas se ve obligado el lector a encajar a posteriori para dar un sentido global. Incluso es difícil interpretar aquellas sin tener en cuenta el modo en el que están interrelacionadas unas con otras. Creemos que es una de sus obras posteriores, La genealogía de la moral, la que nos proporciona las claves para descifrar las parábolas y enigmas más importantes de Así habló Zaratustra. Allí es donde acuña Nietzsche el término “conciencia reactiva” para designar el malestar general que impregna la cultura occidental y que se traduce en una actitud de resentimiento y de desprecio hacia la vida que ha llevado al hombre “a crear a Dios a su imagen y semejanza”. La incapacidad del ser humano para dar un sentido o una respuesta al sinsentido de la existencia lo ha llevado a crear un trasmundo imaginario, en el que la figura de Dios se erige en juez o árbitro absoluto cuyo cometido esencial consiste en premiar o castigar a cada uno, conforme sus acciones en esta vida hayan sido buenas o malas. Es así como nace la moral, fruto del nihilismo negativo que niega cualquier valor inherente a este mundo. Nietzsche ve un antecedente de esta actitud en la filosofía platónica{5}, si bien considera que es en el cristianismo donde este sentimiento cristaliza de manera paradigmática{6}, al que combatirá con energía a lo largo de toda su obra.

Sin embargo, el problema persiste. La ilusión de un trasmundo en que el bien y el mal que hagamos en la tierra se vean recompensados, no consigue neutralizar el sentimiento de frustración e inanidad que la desvalorización de la vida en este mundo, el único real, ha generado en la conciencia reactiva. Es entonces cuando esta se rebela y decide emanciparse del pesado yugo de la moral y gobernar por sí misma, eliminando a ese testigo incómodo que “todo lo ve” ¿Quién necesita de un juez o un árbitro que actúe además como fiscal, dispensando premios o castigos? Es el momento en que la conciencia reactiva decide “matar a Dios”, que ha dejado de ser una fuerza necesaria en el devenir histórico de los hombres. Pero estos, lejos de encontrar un sustituto aceptable, deciden reemplazar al viejo Dios del judaísmo con los nuevos becerros de oro que pasarían a heredar su pedestal. Dios queda eliminado, pero no su trono vacío, y las diversas instancias de lo reactivo se aprestan a ocuparlo: el socialismo marxista{7}, el capitalismo de origen calvinista con su ética del trabajo incesante{8}, el periodismo, el estado, los nacionalismos exacerbados (un fenómeno que a nosotros nos parece tan novedoso y que, sin embargo, viene a ser muy similar a los procesos que se gestaron en Europa a lo largo del siglo XIX y cuyos siniestros frutos maduraron en la centuria posterior), el intelectualismo deshumanizado{9}… El punto de inflexión en el tránsito de unos valores a otros lo sitúa Nietzsche en el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, que culminó con la Revolución Francesa y que culminó en el XIX con uno de los períodos más convulsos en la historia de Europa hasta el momento. Para Nietzsche este tránsito representa la consumación del nihilismo “negativo” de la religión cristiana al nihilismo “reactivo” de la modernidad, que si bien ha decidido prescindir del lastre que supone la creencia en Dios, se aferra a una serie de falsos ídolos y tampoco cree realmente en la humanidad{10}.

Cabe preguntarse en qué momento histórico estamos ahora, puesto que al fin y al cabo esa es la expectativa que genera el título del presente trabajo. Para responder, es preciso retrotraerse al discurso de Así habló Zaratustra titulado “El último hombre”. En él nos pinta Zaratustra-Nietzsche un cuadro apocalíptico que, sin embargo, se halla exento de acontecimientos traumáticos o grandes hecatombes, por el mero hecho de que estos ya no serán necesarios. La especie humana se suicidará de manera silenciosa, al quedar desprovista de anhelos o ideales. El tránsito de la vida a la muerte tendrá lugar en perfecta solución de continuidad, pues ya una y otra resultarán indistinguibles, quedando ambas anegadas en la insipidez de la nada cotidiana{11}. “El último hombre” supone en este sentido la consumación del nihilismo: de la esperanza de un trasmundo imaginario creada por el cristianismo (nihilismo negativo), pasando por la adoración de los falsos ídolos levantados por la conciencia reactiva para reemplazar a Dios (marxismo, estado, ciencia, prosperidad material…) hemos desembocado en el nihilismo pasivo, o el nihilismo absoluto, del último hombre, a quien ya ni siquiera urge la necesidad de crear falsos ídolos o metas alternativas.

Este es el tiempo en el que estamos entrando, lamentablemente, en estos inicios de siglo, marcados por la impronta del consumismo, realidad virtual y eso que llaman los sociólogos “post-verdad”. Lo cual es mucho más que una palabra de moda más o menos rimbombante, sino que designa verdaderamente un proceso de cosificación del individuo y deconstrucción de la realidad, a través de las nuevas tecnologías y las redes sociales, que empieza a ser alarmante. Una mentira puede convertirse en verdad, o una verdad puede fabricarse y desecharse al día siguiente, tan pronto como deja de ser “útil” para un correcto funcionamiento del “establishment”. Es un proceso que está ocurriendo realmente y que podemos constatar, por ejemplo, en las campañas electorales de los partidos políticos, donde con frecuencia se impostan falsos debates que nada tienen que ver con los verdaderos problemas que aquejan a nuestra sociedad, tales como la transformación del modelo económico o la necesidad, consecuencia de la globalización, de crear estructuras supranacionales que ejerzan algún tipo de control sobre las grandes multinacionales, que han sabido adaptarse a la nueva realidad mucho antes y están imponiendo su deshumanizado modelo neoliberal a todo el planeta. Podría decirse que estamos asistiendo a una masiva fiesta del asno posmoderna, en que Dios ha sido reemplazado no ya por los patriotismos heroicos, el culto a ultranza a la ciencia o el falso paraíso marxista, sino por la pleitesía a los nuevos tótems de la modernidad, como pueden ser Facebook, Instagram o Amazon. Una nueva subcultura virtual asentada sobre la absoluta carencia de principios, groucho-marxista, donde la inmediatez y la superficialidad son las únicas divisas vaídas y que, a buen seguro, no aguantará mucho tiempo. Es preciso que los intelectuales tomen la iniciativa y, en este sentido, el martillo de Nietzsche, pese a sus numerosos excesos verbales rayanos en el histrionismo, se hace más indispensable que nunca.

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