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Paz y Ciencia

miércoles, 19 de mayo de 2021

Michel de Montaigne: Amistad

 

MICHEL DE MONTAIGNE

Rodrigo Córdoba Sanz.
Psicólogo, Psicoanalista.
Teléfono: 653 379 269
IG:@psicoletrazaragoza

De las amistades filosóficas, ninguna tan apasionada como la de Michel de Montaigne (1533-1592) y Étienne de La Boétie (1530-1563). Hoy los dos viejos amigos se reencuentran en las mesas de novedades de las librerías. El conocido ¿Qué sé yo?, perteneciente a los Ensayos del primero, se mira de reojo y no sin complicidad al Discurso de la servidumbre voluntaria del segundo. Se reconocen e, ironías del destino, siguen marchando juntos, pese a los cambios, pese a las transformaciones del yo, del mundo y de la historia. Educarse, ya sea mediante la amistad o mediante la lectura, supone una continua metamorfosis. Y el otro (la persona que frecuentas o el libro que te lee) es espejo y camino hacia uno mismo. La pedagogía interior no es tan interior. El personaje o la máscara con la que transitamos no es sino un momento de esa metamorfosis. Detrás de todas las máscaras, detrás de todos los personajes, se agita un deseo de transformación.

Temprano levantó la muerte el vuelo. La Boétie muere joven, víctima de la peste. Montaigne lo acompaña hasta el último aliento, le dedica su ensayo sobre la amistad y se convierte en celoso promotor de su memoria. La Boétie ha meditado sobre la facilidad con que se olvida el don de la libertad, sobre cómo el esclavo erige al tirano, sobre ese miedo que nos encadena y nos hace serviles. Su originalidad es mostrar que, al contrario de lo que se cree, la servidumbre, aparentemente forzada, es un acto voluntario. De hecho, cualquier poder, incluso cuando se impone por la fuerza de las armas o los votos (o por la manipulación masiva de cuentas falsas de Facebook), no puede dominar y explotar de manera sostenible sin la colaboración activa o resignada de una parte significativa de la población. “Los hombres son como árboles frutales que conservan su naturaleza particular mientras les dejan crecer libres, pero se adulteran y dan frutas extrañas en el momento que se injertan”. Capitalismo y esquizofrenia. Y pone de ejemplo a los venecianos, tan educados en la libertad, “que el más ínfimo de ellos rehusaría ser rey”. El ensayo se lee en copias clandestinas en una época de matanzas entre católicos y protestantes. Escrito hace casi quinientos años, sigue teniendo una extraordinaria vigencia. ¿Qué mueve a tantos a vivir al ritmo que marca una aplicación o un trending topic? La Boétie anticipó la desobediencia civil y la no violencia de Gandhi y casi se podría decir que la biopolítica de Foucault. Los tiranos se parecen todos, no importa que hayan sido elegidos por el pueblo, las armas o la sangre. Hoy día somos testigos de cómo ganan elecciones Trump, Putin, Salvini, Bolsonaro. Y la paradoja, la obra de un católico circulará, pese a Montaigne, como panfleto antimonárquico y dará aliento a los hugonotes. El trasfondo de nuestra cultura es tan mítico como el del salvaje. 

La vida de Montaigne es bien conocida. Noble de cuarta generación, su bisabuelo hizo fortuna con el comercio de vinos y salazones, su padre es un caballero gascón y su madre una judía aragonesa. Es el tercero de nueve hermanos, pero adquiere la progenitura al morir los dos mayores. Pasa sus primeros años entre campesinos, para criarse sano y fuerte, y un tutor alemán que no habla francés lo educa en latín. En París conoce la vida cortesana pero al cumplir los cuarenta se retira al castillo familiar en la comarca de Périgord, tierra de vinos. En su torre erige una biblioteca circular. Glosa y copia a los clásicos, en los que encuentra no solo los mejores argumentos, sino también las mejores teorías científicas. Se hace su colección particular de tuits, que graba en las vigas del techo. Le gusta dar la impresión de que no estudia, que hojea los libros sin método, que no corrige sus manuscritos y que arroja sobre ellos lo que se le ocurre en el momento, pero es probable que fuera la muerte de su amigo la que le imprime la imperiosa necesidad de escribir. No le interesa el cultivo de la tierra ni la administración de sus bienes, tampoco es hombre de caza. Se siente “en plena senda hacia la vejez” y busca refugio de las hostilidades que asolan Francia, poco antes de la masacre de San Bartolomé. Guarda un afecto especial por Séneca y su ideal de constancia. El hombre constante viaja ligero por la vida, pone límites a sus deseos y permanece impasible ante los reveses. Sus Ensayos tienen algo de la diatriba, la carta y el soliloquio, así como un gusto muy personal por la paradoja y la digresión. Se presenta como un aficionado, cuyo único fin es “privado y doméstico”. Por eso llama a sus escritos ensayos, porque los considera pruebas y tentativas, y en este sentido es lícito atribuirle la invención del género.

 

"La Boétie muere joven, víctima de la peste. Montaigne lo acompaña hasta el último aliento, le dedica su ensayo sobre la amistad y se convierte en celoso promotor de su memoria"

Se deja leer por los clásicos y, como apunta Adolfo Castañón, en su caso “no se sabe dónde empieza el espejo y dónde termina la biblioteca”. Le gusta burlarse de los héroes de la razón. Antepone su búsqueda de la felicidad a la presuntuosa grandeza de las abstracciones. Se ríe de la filosofía, que no es más que poesía sofisticada. “Nadie sabe lo que en realidad sucede en la naturaleza. Sin embargo, se aceptan algunas opiniones tradicionales como principio de autoridad. Si alguien pregunta acerca de los principios mismos, se le dice que no se puede discutir con la gente que niega los primeros principios”. Su escepticismo jocoso le permite eliminar la presunción y neutralizar las ebriedades de la guerra o el amor. Sabe que incluso la guerra contra la estupidez es estúpida y que la educación es preferible a las buenas intenciones.

La alegría natural de Montaigne le hace apto para las chanzas y bromas que tienen lugar entre los amigos. Un ejercicio que no es menos agudo e ingenioso, ni menos útil, que las conversaciones serias. “El humor pellizca las cuerdas secretas de nuestras imperfecciones que, serios, no podríamos tocar sin ofensa”. Confiesa que su amistad perfecta con La Boétie le hastió un poco de las otras y exagera su recuerdo: “Se precisan tantas coincidencias para formar una amistad así, que es mucho si la fortuna la alcanza una vez en tres siglos”.

“Si me preguntan por qué le quería [a La Boétie] siento que solo puedo responder: porque era él, porque era yo. Hay, más allá de todo lo que pueda decir, no sé qué fuerza inexplicable y fatal mediadora de esta unión”. Poco a poco fue “captando su entera voluntad” hasta “hundirse y perderse en la mía”. Y dice “perderse” sinceramente, pues no se reservan nada que les sea propio. Son más amigos que amigos de su país, más amigos que familiares. Si compara el resto de su vida con los cuatro años que gozó de la amistad de La Boétie, le parece que no es más que humo, una noche oscura y enojosa. Desde que lo perdió le parece “no ser sino a medias”.

Hay algo oriental en la concepción de la amistad de Montaigne. No somos sino una suma de necesidades y apegos, de inclinaciones y apetitos. Esas ataduras dictan nuestras formas de asociación, la simpatía y la amistad, el misterio de la hipnosis y el del carisma. Pero seguir nuestras inclinaciones hasta el final acaba por convertirnos en monstruos (o nos aboca al abismo de la enfermedad). La amistad permite reconocer esos pozos. De ahí que nadie haya superado la definición de Simone Weil: la amistad es ese milagro gracias al cual un ser acepta mirar a distancia y sin acercarse a otro ser, que le es tan necesario como el alimento.

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