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Paz y Ciencia

martes, 19 de febrero de 2013

La misma consideración que a la paloma gris, sucia...



LA MISMA CONSIDERACIÓN QUE A LA PALOMA, GRIS, SUCIA...

La misma consideración que a la paloma gris, sucia, de la ciudad que habito. La muela extraída. El corazón arrancado de cuajo. Escupir es el deporte de esta anarquista... Pero no puede... Se ahoga. Consigue tragar la saliva inminente para no caer en el agujero de lo inexistente. Yo, la Extraña...
Domino dos pasadizos, una puerta trasera y un museo de estatuas de cera.
Domino una escalera que se vuelca al precipicio y una voz rota que fuma, una soledad cruda, y una blanquísima y vacía nevera...
Así puedes ver mis extensos dominios y fuerzas, mi piel es de mujer, mis alas no existen, mojo la palabra en un hueco negro para luego comérmela... Y vomito...
Recuerdo el final derrotado del cantante o del poeta... Del orden carnicero y de su amante sucia y embustera... Y no sé si agotar todas las piezas de mi cerebro, que diríamos fue puesto sobre la Tierra para entretenerse conociendo los cimientos de lo que más duele, de lo que se pone a carcomer la piel y la letra.
Aviso de que no tengo besos para darte, ni cruces, ni barcos, ni azoteas, mi poesía coge cada vez más el color del cemento, ya dije sin alas... Observo que la vida tiene más suciedad que otra cosa... Y las páginas en blanco no son de verdad jamás en blanco... Esta vida se me vuelve oscura y densa... Los poemas toman un color de cemento mojado inundando mi libreta.

Princesa Inca: "La Mujer-Precipicio"

Entiendo la poesía como un acto desgarrador que ha de dejarnos tiritando, llorando en una esquina, cuestionándonos el valor de la vida, de nuestra sangre, de nuestras entrañas. También la entiendo como un proceso de curación: es necesario el duelo para poder seguir armando la batalla y sus estrategias, para poder seguir yendo a la guerra con las ganas de victoria en la punta de la lengua. A veces he creído que la poesía, para entenderla, no había que comprenderla en absoluto. Me ha pasado con Emily Dickinson, me ha pasado con William Blake, me ha pasado con Robert Burns. A veces me pasa con la Pizarnik, y también con Plath. No me ocurre, sin embargo, con Anne Sexton, brutal como es ella, directa, asesina en serie de la felicidad como es. Y por eso me gusta Sexton, por eso es mi poeta de cabecera: es capaz de reducir la miseria de una vida entera en tres versos; tres versos que, además de la coraza y la granada, te dejan las tiras de piel colgadas de un árbol mientras te dice ahora hazte el cuerpo sin ella; sin poros, sin respiración, sin medusas aplastándote la traquea e insuflándote veneno. Esa es también una capacidad innata que presupongo en los poetas: la capacidad de sanar a través del luto, de la enfermedad, desde y para la muerte misma, con las venas ardiendo y las lágrimas rodando. Sanar a través del esperpento, del dolor más demoledor. La poesía debe contener belleza a través del horror. De él debe partir, hasta él ha de volver.
Todo esto y mucho más es lo que ha conseguido la Princesa Inca en su poemario “La mujer-precipicio” publicado en Libros del Silencio. Los poemas son una sucesión de astillas que van clavándose en los ojos, en las manos, en el pecho, en el vientre, en los pies; astillas que, al mismo tiempo, quitan otras astillas: aquellas que creías escondidas incluso de ti misma. Da en el clavo, da en la diana con cada poema. Hay locura, hay amor, hay dolor, hay desamor, hay muñecas, hay guerra, hay sangre, hay sexo, hay entrañas esparcidas por las paredes y las páginas, hay restos de naufragios que te asaltan a la cara y te ahogan por unos segundos; hay insomnio, hay veneno, hay algo que arrebata, que roba, que quema. Algo que se incencia en cada verso. Y es que, como ella misma dice: «no son palabras sino gritos lo que escribo.»
no quieres conocerte…
Por eso te susurran los muertos al oído,
como ruido de hojas en los parques,
no quieres conocerte…
y volver a recordar que la soledad devoraba, en la noche,
en la sombra, en tu casa, en tu infancia borrada,
besaba, lamía, tus piececitos blancos, de niña,
la soledad te devoraba.
No hay embellecimiento en estos poemas; lo que hay son disparos a bocajarro cuando aún no hemos superado la sorpresa, cuando aún no hemos entendido que eran arenas movedizas y no asfalto lo que pisábamos, cuando aún no hemos entendido que no estamos tocando tierra sino colgando de un hilo tan fino que hasta el posarse de un pájaro nos mandaría al agujero más profundo. La Princesa Inca es dura, es desgarradora, es el filo de un cuchillo bien afilado; es un pájaro que picotea con su largo pico en nuestro interior, ahí donde menos hueso hay, ahí donde más fácil es llegar a tocar órgano. La Princesa Inca rompe nuestros huesos y hurga, escarba, remueve en todo aquello que somos, que fuimos e incluso que seremos, y nos deja tiritando en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera en una noche cualquiera. Somos, de repente, en sus manos, una niña presa, una niña que «quemando en su temblor va esa chica», que «sobre el asfalto cae gris tu mirada / que odia y se traga lo que gritaría.»
Llevamos muchos últimos deseos no cumplidos,
y esos deseos pasan a las venas y laten…
Por eso cumpliremos el último deseo:
abrirnos en canal las muñecas después de habernos amado
y bebernos la sangre las unas a las otras
como sanguijuelas que divisan paraíso y ceniza.
La Princesa Inca es, como poeta, una Anne Sexton en potencia. Nada tiene que envidiarle a las grandes poetas suicidas, nada tiene que envidiarle a los grandes poetas de la Inglaterra romántica y enferma. La Princesa Inca sabe, y lo escribe, de qué va el dolor, de qué va eso de tejer y destejer heridas en el cuerpo, de qué va eso de desmayarse ante la sangre no por miedo sino por seducción. Y eso es su poemario: un recuerdo de lo infame de vivir, de lo grotesco de sentir, y también un esquema que tiene como punto de encuentro la paz, la tranquilidad y, por qué no, una sana locura. Y es que, al menos para mí, no hay nada mejor que una locura que nos hace mejores; una locura que le ha visto las orejas al lobo y se las ha comido, una locura que sabe que, su cordura, reside precisamente en ver y sentir demasiado, en estar demasiado viva. ¿Sabéis en qué consiste también la poesía? En disfrazarse de humano y, usando palabras de la propia Princesa, «cambiándose la piel como reptiles». Es la única forma de sobrevivir.
A la Princesa Inca la entiendo demasiado bien. Eso busco en la poesía: un espejo en el que mirarme y del que no querer huir. Estar en casa. Calzarme las zapatillas y llorar, si es necesario, reír, si es necesario, morir o vivir, como diría Sexton, si es necesario, bien sea en una caja de zapatos o besando los labios de una muñeca vieja. Vivir y morir sintiendo.
Pero qué importa la mar en femenino, estoy situada en el cemento frío, desonocida de mí, la cabeza erguida y demostrando lo que no es, quemando estrictamente que un sol vaya quemando la cicatriz… Porque hay museos oscuros, mujeres lamiendo, siluetas de fantasmas asaltando las cabezas, la poesía ni siquiera es un refugio, es lo que queda después de la gran tormenta que devastó lo que había, letras que tiritan esporádicamente para no doler, la estructura de lo que tengo es aire, la estructura del camino denota irregularidad en los cimientos…
*
Alejandra, tengo miedo
de ir a ti y no saber volver…
Alejandra, tengo miedo de meterme en ti y no volver,
perdida en tus laberintos…
Cuando te miro temblando hecha de prisa,
huyo a los sótanos de mí…
Y son tan oscuros, tan oscuros, Alejandra…
Casi como los subterráneos de ti…

No sé, Alejandra… Te vuelves tú misma laberinto…
Y me echas tu aliento caliente en la boca…
Y es entonces cuando ya no sé volver… De tu boca no sé volver…

Alejandra, cuando me das tu saliva, ya no sé volver de ti.

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