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Paz y Ciencia
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miércoles, 16 de junio de 2021

Epicteto 10 Claves

 



El estoicismo es un filosofía que busca, ante todo, la tranquilidad y la serenidad de espíritu. Para Epicteto, el sabio –y feliz– es aquel que acepta de buena gana todas las circunstancias de la vida, sin desear otras. (Imagen de Epicteto de dominio público vía Wikimedia Commons).

Epicteto es uno de los filósofos más célebres de la corriente filosófica conocida como estoicismo, de gran popularidad en la Grecia helenística y en la antigua Roma. Vivió casi toda su existencia como esclavo, sin embargo, tras quedar en libertad, se convirtió en uno de los filósofos más famosos del mundo. Ante todo, serenidad de espíritu.

Su doctrina se centra básicamente en la ética, en la mejor manera de vivir la vida, y sus enseñanzas han pasado a la historia como unas de las mejores maneras de alcanzar la paz interior. Tanto es así que cuando hablamos de «tomarnos las cosas con filosofía», por lo general nos referimos a las ideas estoicas, y por tanto, a las de Epicteto.

1 Destino predeterminado. Esta es una de las enseñanzas básicas del estoicismo, y por ello también de Epicteto. El ser humano no es libre, sino que su existencia está predeterminada. Nacemos y morimos bajo un plan divino que no podemos cambiar. Por ello, nuestro filósofo determina que no tiene sentido que sintamos preocupaciones, angustias o frustraciones, puesto que todo lo que nos ocurre, todo lo que acontece, no puede ser de otro modo. Como si de un viaje en tren se tratara, nuestra vida discurre por una senda marcada de antemano, de modo que nuestra libertad de acción no ha de centrarse en buscar tal o cual fin específico, sino en aceptar las reglas del juego y tratar, sencillamente, de vivir lo más cerca posible de nuestra propia naturaleza.

2 Tranquilidad de espíritu (ataraxia). Relacionado con lo anterior, el sabio es aquel que acepta de buena gana todas las circunstancias de la vida, pues comprende que no tiene otra opción. No está en su mano controlar los sucesos de la existencia y por ello puede permitirse relajarse y aceptar lo que la vida le ofrece.

De este modo, asumiendo y aceptando la incapacidad de controlar los sucesos a los que se enfrenta, el ser humano puede alcanzar la ataraxia, la tranquilidad de espíritu. Como el mismo Epicteto afirmaba: «Compórtate en tu vida como en un banquete. Si algún plato pasa cerca de ti, cuídate mucho de meter la mano. En cambio, si te lo ofrecen, coge tu parte. Haz lo mismo con tus riquezas, amigos, parejas, familia o cualquier otro aspecto. Si puedes lograrlo, serás digno de sentarte a la mesa de los dioses. Y si eres capaz, incluso, de rechazar lo que te ponen delante, tendrás parte de su poder».

El sabio es aquel que acepta de buena gana todas las circunstancias que la vida trae consigo en cada momento

3 Vivir en el ahora. No preocuparnos ni por el pasado ni por el futuro, sino vivir siempre en el presente, único período sobre el que tenemos algún control. La vida centrada en el futuro complica la misma, pues el anticipo de aquello que puede ocurrir causa en nosotros temores (muchas veces infundados) y preocupaciones que pueden desembocar en problemas como la ansiedad o el estrés. Del mismo modo, la vida en el pasado, evocando lo que fue, comparándolo con lo que podría haber sido, desemboca a menudo en depresión, otro grave problema para el ánimo.

Por ello, Epicteto apuesta por una vida plena en el único momento sobre el que podemos tener algún poder de decisión: el ahora. Solo el momento presente es nuestro realmente y a él hemos de dedicar nuestra atención y esfuerzo. Y no dejemos que ni el pasado ni el futuro nos atormenten –dice el filósofo–, pues el primero ya no existe y el segundo lo afrontaremos con la misma ecuanimidad y virtuosismo que el hoy.

4 Imperturbabilidad. No debemos celebrar nuestros logros ni llorar nuestras pérdidas, pues ambos son parte de lo que el destino ha trazado para nosotros.

«Nunca digas respecto a nada: ‘lo he perdido’. Piensa: ‘lo he devuelto’»

Básicamente lo que nos pide Epicteto es que no cedamos el control de nuestra vida a nuestras emociones, que no son parte de un comportamiento basado en la razón. El sabio se conoce a sí mismo, su propia naturaleza, sus fortalezas y debilidades. Por ello, no cede ante la irracionalidad de las pasiones, ya sean estas de alegría, tristeza, orgullo, etc. Al contrario, acepta lo que ocurre como parte del plan divino al que está sometido y se pliega a este. Un perro que pasea con una correa tiene dos opciones: luchar por liberarse y marcar el paso, o dejarse guiar por su amo, que le dirige y vela por él. Epicteto nos anima a vivir del mismo modo.

5 Razón ante todo. Los estoicos respetaban ante todo la razón, despreciando la irracionalidad y la representación de esta: las pasiones. Puesto que la racionalidad es la característica básica de la naturaleza del ser humano, es conforme a ella que hemos de vivir, repudiando todo aquello que no sigue su senda.

El sabio ha de tener dominio absoluto de sus pasiones y mantenerse imperturbable ante cualquier suceso. Sabe que el control de las mismas es la base de su tranquilidad de espíritu, de manera que pone todo su esfuerzo en vivir con la herramienta con que para ello se le ha dotado: la racionalidad.

6 Mirada al interior. Epicteto, como estoico que es, no presta atención a lo que sucede en el mundo, en el exterior. ¿Por qué? Por la simple razón de que sabe que no tiene control alguno sobre lo que en este acontece. Solo presta atención a lo que depende de sí mismo: sus pensamientos y sus acciones. El ideal estoico es un hombre vuelto hacia sí mismo que encuentra la paz en su interior. De este modo, trata de conocerse, de analizarse, de comprender por qué es como es. Busca aumentar sus virtudes y vencer sus vicios, esforzándose día tras día para mejorar y acercarse al ideal del sabio.

7 Libertad. Todo esto que venimos diciendo no tiene otro fin que el más ansiado objetivo de la filosofía estoica: la libertad. Epicteto, lo mismo que Séneca, Zenón o Marco Aurelio, persigue lo que él considera la esencia de quien es verdaderamente libre, que no es otra cosa que el total control y conocimiento de sí mismo. Nada puede dañarle o hacerle perder su imperturbabilidad, nada puede afectarle emocionalmente, ningún deseo tiene que pueda ser insatisfecho. De este modo, impasible ante los accidentes de la vida, el sabio estoico es plenamente libre, pues nadie más que él está al mando de su alma.

Epicteto persigue lo que él considera la esencia de quien es verdaderamente libre: el total control y conocimiento de sí mismo

8 Confianza en los sentidos. Los estoicos seguían la teoría aristotélica de que nuestro conocimiento nos llega a través de los sentidos –nuestra experiencia sensible–, cuya información pasa más tarde a ser analizada y abstraída por nuestra razón (como ya hemos dicho, la herramienta principal con la que cuenta el ser humano para vivir en el mundo), sacando entonces conclusiones generales.

Marco Aurelio, el "emperador filósofo" que tomó muchas ideas de Epicteto. Gobernó el Imperio romano desde el año 161 hasta el año de su muerte, en 180 (Busto de Marco Aurelio. Museo Metropolitano)
Marco Aurelio, el «emperador filósofo» que tomó muchas ideas de Epicteto. Gobernó el Imperio romano desde el año 161 hasta el año de su muerte, en 180 (Busto de Marco Aurelio. Museo Metropolitano)

9 Dios. Epicteto defiende la idea de una o varias divinidades, superiores a los humanos, que se encargan de regir nuestros destinos y organizar las leyes que gobiernan la naturaleza. Así, el ser humano nunca está solo, pues vive conforme al plan que Dios ha establecido para él. Esta visión de la divinidad de los estoicos tuvo una fácil reinterpretación por la mayoría de las religiones, que adaptaron a ese «guía» que marca nuestro destino y nuestra naturaleza a sus respectivas divinidades.

Para los estoicos, es irrelevante qué Dios es el que está guiando nuestros pasos, sino el hecho de que sea así. Llamémoslo Dios, ley natural, logos, Tao, karma… No importa. Sólo hemos de aceptar la idea de que nuestra vida no depende exclusivamente de nosotros y que, por ello, la misma nunca podrá plegarse totalmente a lo que queremos. Por eso, lo mejor es permitirla fluir y dejarnos llevar por ella, anulando nuestras expectativas y confiando en el buen hacer de quien ha fijado nuestro rumbo.

10 Naturaleza. En esencia, toda la filosofía estoica se basa en vivir comulgando con las leyes establecidas por la naturaleza. Por ello, hemos de vivir racionalmente y confiando en el plan que se ha establecido para nosotros. Sólo así el ser humano puede lograr vivir una buena vida. No una llena de placeres y desenfrenos, sino una vida feliz, ausente de dolor y caracterizada por la tranquilidad.

Palabra de Epicteto

  • «Solo el hombre culto es libre»
  • «No se llega a campeón sin sudar»
  • «La prudencia es el más excelso de todos los bienes»
  • «No pretendas que las cosas ocurran como tú quieres. Desea más bien que se produzcan tal como se producen y serás más feliz»
  • «Filosofar es esto: examinar y afinar los criterios»
  • «Si no tienes ganas de ser frustrado jamás en tus deseos, no desees sino aquello que depende de ti»
  • «La felicidad no consiste en adquirir y gozar, sino en no desear nada, pues en eso consiste ser libre»

lunes, 7 de junio de 2021

Friedrich Nietzsche

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo. Psicoterapeuta y Psicoanalista. rcordobasanz@gmail.com Zaragoza (Gran Vía) y Online. Instagram: @psicoletrazaragoza Teléfono: (+34) 653 379 269 Website: www.rcordobasanz.es


No todos los escritores, filósofos, literatos o pensadores marcan del mismo modo cuando uno los lee, sobre todo, cuando esta experiencia tiene lugar en la etapa de juventud. Algunos, simplemente, y aunque suene mal decirlo, no te ofrecen nada, pasan por ti, o tú por ellos, sin pena ni gloria. Sin embargo, hay otros, a los que queremos referirnos en este artículo, que provocan algo más que la distracción que supone pasar un buen rato de lectura, puede que te aporten alguna idea, o quizá te susciten interrogantes, o incluso que, al leerlos, los sientas como una experiencia que se arraiga en tu ser, en lo más profundo de tu persona, como si formaran parte de tu esencia desde ese momento y para siempre, asemejándose al fruto de un innatismo divino que albergara el pensamiento.

Eso sucede quizá con cualquier ilustre pensador que consiga transmitir al lector algo nuevo y con el que tenga cierta afinidad o empatía, pero hay, sin duda, algunos que consiguen llegar más lejos, marcando un punto de inflexión en la historia de tu pensamiento y, más aún, en la historia del pensamiento de toda una cultura. Son aquellos que cuando los lees, dejas de ser tú para empezar a ser otra persona. Ejemplos de esta proeza artística en la historia de mi pensamiento, como en la de muchos otros aprendices de filósofos, son los filósofos alemanes Friedrich Nietzsche y Arthur Schopenhauer. Esto seguramente se debe a la manera en que entendieron e interpretaron la vida, dándole un significado principal y convirtiéndola en el elemento o eje central de su propuesta filosófica. No elaboran un sistema de rígido análisis teórico al estilo de Kant u otros pesos pesados de la disciplina, sino que es una propuesta sobre cómo afrontar la vida a partir del análisis profundo de la realidad. Es decir, su formulación filosófica acaba siendo una filosofía de vida, y es por este motivo, tal vez, por el que dejan esa huella al leerlos, y, esa marca es aún mayor, si es en la adolescencia porque quedan grabados como una experiencia singular. Es posible que la edad influya en el calado de lo que leemos por aquello que explica la neurociencia de las etapas de plasticidad cerebral, y que verdaderamente haya épocas mejores para el aprendizaje o para que aquello que aprendemos se consolide con más facilidad conformando nuestras conexiones neuronales.

Volviendo al tema de la lectura, recuerdo que conocí a Nietzsche a la edad aproximada de diecisiete años, ese fue mi primer contacto con la Filosofía; Así habló Zaratustra tuvo la culpa, desde ese momento supe qué era la Filosofía y que esa era mi vocación, no era lo que hacía en las clases que acababa de comenzar en esa asignatura obligatoria del Instituto, era lo que solo un verdadero pensador sabe transmitir: una pasión. Para ilustrar esta idea de las diferentes posibles tareas filosóficas podemos citar a Schopenhauer, el cual venía a decir que se fiaba de aquellos que vivían para la Filosofía, pero no de aquellos que vivían de ella, y en este sentido, como en otros muchos, tenía razón. Él también fue capaz transmitir una pasión. Encontré en ese libro de Nietzsche, que me concedió el primer contacto puro (no a través de intérpretes de los intérpretes de la interpretación) con esta disciplina, un modo de expresión de lo inefable de mi espíritu inconformista de lucha juvenil, puso palabras a mis sentimientos, a mis pasiones, una experiencia de lo sublime en términos heideggerianos que solo consigue la obra de arte, extraordinaria e irrepetible de mi espíritu, que marcó para siempre el ser que fui, el ser que soy y el que seré, parafraseando al poeta.

Nietzsche con la fuerza y violencia de sus palabras me transmitió ese “sí a la vida” contra la rendición, la posibilidad de ser tú el único dirigente y amo de tu existencia y de la conformación de tu esencia, la lucha contra lo establecido creando la posibilidad de establecer tus propios valores contra la moral del rebaño, la importancia de no querer ser como los otros, sino un ser individual que no es como ningún otro, es decir, afirmar tu ser único, un preludio del Existencialismo cuyo máximo representante, Sartre, fue el siguiente autor que satisfizo mis necesidades intelectuales con sus textos.

El otro gran pensador que quiero aquí destacar es Arthur Schopenhauer, al cual descubrí más tarde, pero que desde un primer momento obtuvo toda mi simpatía, al modo como lo hace el primer contacto con alguien que sabes que tiene algo que ofrecerte, o como el amor a primera vista. Pues bien, a Schopenhauer le ocurre, según mi parecer, lo mismo que a Nietzsche porque parten del mismo punto. En primer lugar, analizan el mundo, y de ese examen surge su disconformidad con él, se hallan incómodos con este hallazgo, motivo por el que, en segundo lugar, surge su filosofía como una propuesta de cambio de actitud frente a él. La diferencia se encuentra en que Schopenhauer es también profundamente crítico como Nietzsche, pero en un sentido notablemente más pesimista, ya que no encuentra más solución que la renuncia a la voluntad, aunque curiosamente él no lo haga, ya que no dejó de escribir a lo largo de su vida.

Curioso es, en lo que tienen que ver conmigo, que Nietzsche conocía la filosofía de Schopenhauer y podríamos decir que fue su precursor, principalmente se observa este hecho en la toma del concepto de voluntad de vivir que Nietzsche transforma en voluntad de poder, en torno al cual además giran la mayoría de las ideas principales de su Filosofía. Ambos tienen también en común una infancia sin figura paterna y una trayectoria vital difícil. Pero Schopenhauer centra su filosofía en el sufrimiento que supone la vida y esa voluntad de vivirla, sufrimiento por querer lo que no tienes y aburrimiento de haber obtenido eso que querías, generando un nuevo deseo insatisfecho, y así un ciclo infinito. Esta idea se resume bien en la célebre cita: “La vida es un péndulo entre el dolor y el hastío”, y su autor como una única salida a esta insatisfacción esencial del hombre solo encuentra la negación de los deseos y la fusión con la nada, o el recogimiento en uno mismo, en definitiva la no afirmación del yo que desea. Este carácter pesimista y crítico le llevó al aislamiento y al rechazo de los otros, y eso le hizo ganarse a su vez la repulsa incluso de su madre, con la que cada vez tenía peor relación y se dirigía a él con crudeza y desdén, como podemos ver en la correspondencia mantenida que se conserva. Al contrario, lo que fascina de Nietzsche es su giro a la filosofía positiva, su vuelta de tuerca, su filosofía de la afirmación, del sí; mientras que la filosofía de Schopenhauer acaba siendo una expresión de la negación más absoluta, la propuesta por el Zaratustra nietzscheano es una filosofía positiva o afirmativa, que no busca lamentarse del sufrimiento ni negar por ello los deseos, sino satisfacerlos, promoviendo el cambio, la metamorfosis que supone el salto de la mediocridad de la persona que vive entre las masas a la afirmación de su individualidad, de su yo único. La máxima formulada en dicho libro puede sintetizarse de este modo: sé el único autor de tu vida, y no intentes después adoctrinar a los demás para que sean como tú, al contrario, ayuda a que ellos también puedan ser libres decidiendo cómo dirigir su vida y los valores que quieran otorgarse en ella. Este es el superhombre, un elemento clave de la filosofía de Nietzsche y un ideal al que todos deberíamos aspirar. Para acabar esta reflexión, quiero citar textualmente un pequeño fragmento donde se expresa con suma claridad esta máxima a la que me he referido en este último párrafo: “El hombre creador busca compañeros, no cadáveres ni tampoco rebaños ni adeptos de credos. Busca el hombre creador a los que creen junto con él, a los que inscriban valores nuevos en las tablas” (parte I, sección 9. Así hablaba Zaratustra).



miércoles, 2 de junio de 2021

Castilla del Pino. Homenaje

 

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo. Psicoterapeuta. Psicoanalista. Zaragoza. Gran Vía Y Online. Instagram: @psicoletrazaragoza Website: www.rcordobasanz.es            Teléfono: (+34) 653 379 269

Creo que Carlos Castilla del Pino (San Roque, Cádiz, 1922), pasará a la historia por su obra de carácter autobiográfico. Sus libros de ensayos y científicos, lúcidos, claros, valiosos, me atrevo a pensar que serán asimilados en otros sobre los mismos temas que sin duda, en muchas ocasiones, aprovecharán sus rigurosas aportaciones. También como médico y profesor ha dejado su huella en multitud de profesionales, contribuyendo a la creación en España de una neuropsiquiatría con criterios científicos e intelectuales novedosos. No es poco. En realidad es mucho. Muy pronto, Castilla, que leyó a Freud en su adolescencia y continuó con otras aportaciones alemanas y francesas, se interesó por las investigaciones norteamericanas en psiquiatría, especialmente en su dimensión psicosocial (George H. Mead, Gordon Allport), y por autores como Durkheim, el joven Marx, Simmnel, Max Weber, Karl Mannheim y otros, cuyas huellas son visibles en varias de sus obras primeras, como Un estudio sobre la depresión (1966), La culpa (1968) y La incomunicación (1970). En 1954 había comenzado, de manera paralela a la dirección del dispensario, a pasar consulta como psicoterapeuta. Estas memorias permiten una lectura plural de diversas disciplinas: historia de la Guerra Civil Española, historia social, historia moral, médica, académica, etcétera. Me detendré sólo en algunos aspectos tanto de la obra como del personaje con el fin de trazar un posible perfil, una visión sin duda parcial, de esta memoria y su autor.
     Castilla del Pino quiere recordarlo todo. Quiere recordar a la persona, el lugar, la indumentaria, lo que se dijo, y la concatenación de cosas y procesos de esto y lo otro. Sin memoria no hay vida humana, de hecho somos porque recordamos. Los hindúes relacionan acertadamente el olvido con la muerte. Ahora bien, la memoria individual (no la memoria depositada en las bibliotecas y en los bancos de datos) está construida, moldeada, por el olvido. Para caminar hay que dejar los senderos que se abren hacia los lados. Castilla del Pino tuvo, desde muy joven, una clara conciencia de que iba hacia algún lugar, de que vivir su vida era cumplir un proyecto, el suyo, el de ser: un devenir marcado por el empeño. Era orteguiano antes de leer a Ortega y Gasset, y cuando en 1996 terminó el primer volumen de sus memorias, Pretérito imperfecto (1997)1, cumplió con la preceptiva biográfica de trazar los rasgos y los desafíos de una fuerte vocación. Es evidente que Castilla del Pino no ha recordado todo en los dos gruesos volúmenes de sus memorias; no me refiero a todo lo que ha conformado su vida, sino a lo que ha seleccionado. Hay personas o aspectos de su vida a las que voluntaria o involuntariamente ha dedicado una atención mínima, esquemática; aunque también es cierto que no creo que haya dejado nada importante de lado. Su memoria es rigurosa, valiente, seria, asistida por un vocabulario muy exacto y rico. La presencia mayor, en el orden histórico, es la de la Guerra Civil y sus consecuencias, y la recurrencia más honda, el número y las circunstancias de los asesinados desde el comienzo del alzamiento en 1936 hasta los años de posguerra, de los que —como ha insistido el historiador británico Paul Preston— aún desconocemos las cifras exactas, mayores de las que hasta hace pocos años se conjeturaban. Pero no sólo la estadística, sino los aspectos biográficos y morales de esas muertes y de los que estuvieron implicados en ellas, ha formado parte de su preocupación constante. En el orden personal —quiero decir, en el de la construcción del sujeto—, destaca, y casi con la misma intensidad que lo mencionado, su vocación médica, unida ésta insoslayablemente a su dimensión social, política y académica.
     Quiero añadir algo sobre el ejercicio de memoria de Carlos Castilla: por un lado, al haber procedido a lo largo de su vida como un historiador que ha guardado minuciosamente (en su memoria y fijados en documentos) datos relevantes y, también, banales, ha contribuido, con esta biografía (que considero de las dos o tres más importantes que se han publicado en España en cualquier época, y en principio, aunque de otro orden, sólo pienso en Los Baroja, de Julio Caro), a la historia política, a la sociología, al estudio de las costumbres de un determinado periodo histórico español, además de a los entresijos académicos y clínicos de la psiquiatría española, sin olvidar que son, también, el retrato de un personaje.2 En otro extremo, abunda en ocasiones en datos que sólo sirven a la psicología del autor (quiero decir, quizás, a la manía del autor) y que una buena narración biográfica ha de dejar a un lado. ¿Qué importancia puede tener dentro de la obra que uno de sus profesores tomara un café con leche con "tres galletas María"? Pongo un ejemplo entre muchos: Castilla del Pino lo escribe porque lo recuerda (estoy seguro de que fueron tres y no dos), y ese tic dice algo de su psicología, pero el dato es prescindible. En el segundo volumen, Casa del olivo (2005), que cuenta fundamentalmente su vida en Córdoba, ya establecido como médico y luchando por el acceso a la cátedra, ese tipo de recuerdos continúa y quizá se justifiquen por el tipo de narración propia de un realismo minucioso. Creo entender que esos excesos mnemotécnicos, que caracterizan al autor por el uso que hace de ellos, están dinamizados por los sucesos traumáticos que contaré enseguida.
     Dos hechos son centrales en la formación de la psicología y la vida de Castilla en esta primera etapa: siendo todavía niño, su padre enfermó de un grave enfisema cuya insuficiencia respiratoria le afectó el corazón. En vez de compartir su esposa la habitación con él y atenderlo, ésta hizo que el niño durmiera en la misma habitación de su padre; en definitiva: lo forzó a ser testigo de la enfermedad y agonía paternas (su padre muere en 1933 mientras él reside, desde 1932, como estudiante en un internado en Ronda). Castilla no analiza con detenimiento esta decisión materna, pero es obvio que marcó su vida. A esto hay que añadir que su padre tenía claros proyectos para él: que fuera arquitecto y que se desentendiera de la música, a la que era aficionado (como su madre). Pero ha sido y es neuropsiquiatra y melómano. Y en contra de su pasión por conservar papeles y cosas, el joven Castilla del Pino fue deshaciéndose de todas las cartas que recibía de su padre, hecho difícil de interpretar, como él mismo advierte, pero apunto una hipótesis, quizás no del todo descabellada: su padre, desde su enfermedad y sobre todo desde que le obliga su madre a ser testigo de ella en su propio cuarto, acentúa su conciencia de la pérdida, de la muerte, del muerto que alguna vez, muy pronto, va a ser su padre. De alguna forma, guardar sus cartas (que tratan de aleccionarlo, entre otras cosas, en otro proyecto personal) era seguir compartiendo la memoria de su agonía. En cuanto a la relación de su madre con la muerte, hay otro dato relevante que enriquece lo mencionado. A petición de su hijo, de doce años y con gran vocación ya entonces por la medicina (había leído un poco antes La historia de San Michele, de Axel Munthe, y sobre todo las memorias de Ramón y Cajal, Recuerdos de mi vida, que fueron claves en su decisión), intercedió con un médico de San Roque para que le dejara presenciar las autopsias. Estamos en un pueblo de España en 1934, y no es necesario que me detenga en detalles (que sí se encuentran en la obra de Castilla) sobre lo que supone asistir a esas escenas. Piénsese que ese niño no había visto aún a ninguna persona mayor desnuda, pero que pronto va a contemplar sus vísceras y va a ayudar a abrir algunos cráneos. El segundo acontecimiento traumático, ahora de orden personal tanto como histórico, sucede el 27 de julio de 1936: al iniciarse la sublevación franquista, dos tíos suyos y un primo fueron fusilados en la calle, casi en presencia suya, por milicianos pertenecientes a la CNT y a la FAI. Uno de sus tíos era su tutor desde la muerte de su padre. El muchacho oyó los tiros y logró salir de la casa materna y ya en la calle contempló los cuerpos de sus familiares desangrándose. Apenas si habla de su reacción anímica; de hecho, el autor apenas si se detiene a lo largo de su vida, y acaso éste sea uno de los rasgos de su personaje. Distanciamiento de lo afectivo y enorme capacidad clasificatoria, dominio de sí, apuesta irrenunciable por razonarlo todo. No hace mucho, con motivo de la salida de su segundo volumen, Casa del olivo, le oí entrevistado por la radio, y ante una pregunta un tanto escéptica de por qué nos equivocábamos tanto, Castilla del Pino respondió enseguida: "Porque sentimos", atribuyendo tal vez al ejercicio de la razón una actividad de tipo lógico despegada de los afectos (en su sentido profundo), algo que quizá sólo sea posible en ciertas investigaciones científicas. Creo que el filósofo y también memorialista Julien Benda (1867-1956) no hubiera dicho otra cosa. De hecho, Benda rectifica el famoso adagio de Pascal sobre las razones del corazón de la siguiente forma —que tal vez el autor de Teoría de los sentimientos3 encuentre acertada—: "El corazón tiene sus motivos que la razón desconoce". Pero en este mismo libro citado encontramos en realidad una concepción que lo aleja de Benda y de lo que dijo improvisadamente: "En el orden psicológico, hay muchas diferencias en la esfera cognitiva de los seres humanos, que se traducen en variaciones de nuestras aptitudes y capacidades intelectuales, pero los sentimientos son los que nos distinguen en tanto que sujetos para una relación irrepetible." ¿Somos irrepetibles por nuestros errores? Tal vez en esta tensión hay una confesión inadvertida: la necesidad contradictoria de poner a buen recaudo los sentimientos y, al mismo tiempo, de darlos razonablemente razonados. En el segundo volumen de sus memorias, Castilla cuenta algo significativo que tiene que ver con el bloqueo emocional ante la muerte de sus familiares. Había heredado de su tutor una pluma fuente que utilizó durante sus estudios en Ronda, luego en sus tiempos universitarios de Madrid, y siguió usándola en su trabajo. Un día, al poco de casarse, a su mujer de entonces, Encar, tras pedirle la pluma para firmar algo, ésta se le desprendió de la mano y cayó a una estufa, donde se derritió al instante. Todavía cuando escribe, con ochenta años, dice: "Fue un trauma tan doloroso que aún no me he recuperado de él". Parece obvio que hubo un desplazamiento afectivo, pero ¿por qué?
     De cualquier forma, este amor por el razonamiento crítico y la clasificación, así como la indiscutible inclinación moral de Castilla (amor por la justicia y por la verdad), le llevan muy pronto a distanciarse del régimen franquista, de hecho antes de que acabara la guerra. Castilla lo explica no como una reacción política sino "estética, intelectual", visto el fenómeno desde la madurez del narrador. Dicho con otras palabras, la retórica franquista le pareció indefendible, a pesar de que él no era por entonces republicano y de que gente de la República había asesinado, casi ante sus ojos, a tres familiares muy cercanos. De aquí surge una línea que luego trataré de enriquecer con los datos que aporta nuestro autor, y que me lleva a ver a Castilla del Pino como un superviviente empeñado en no dejarse arrebatar su vida ni, sobre todo, lo que esa vida quiere, lo que quiere ser. De esa fecha, cuando tenía doce años, es la fantasía de tener un estudio-vivienda bajo tierra, una especie de sótano muy profundo al que se descendía por una escala que podía retirar, y en cuya sala habría una gran biblioteca, una mesa y un sofá. Posteriormente y durante treinta años, el autor tuvo su biblioteca y cuarto de trabajo en el sótano de su casa, y actualmente (la metáfora se invierte) en el tercer y último piso de una casa de campo. Ese sótano es una tumba, un lugar que no se comparte con nadie, totalmente aislado, pero es, por otra parte, el lugar —gracias a los libros— a través del cual accede al mundo, o más bien: desde donde lo estudia. Por un lado: una verdadera pasión por la historia, casi exclusivamente por la historia de España en el periodo que le ha tocado vivir, y dentro de ella por la Guerra Civil y sus consecuencias; a lo que hay que añadir una alta sociabilidad y un interés grande, no sé si por amigos muy particularizados e íntimos o por una amplia variedad de seres humanos, en la que se incluyen muchos de sus pacientes. Por el otro, la necesidad de aislamiento, manifestada incluso por una fantasía recurrente: tener su habitación a quince metros bajo tierra. En una presentación en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, alguien citó el segundo volumen, no intencionadamente, como Casa del olvido, rectificando enseguida. ¿Podría tener ese espacio de la memoria una dimensión de olvido? ¿Una búsqueda de olvido? ¿Una abolición de la muerte? Quizás no: Castilla se aísla, o quiere aislarse, tal vez como de niño se acercaba a los cuerpos, convirtiéndolos en objetos para neutralizar su pregunta emocional. A veces, como veremos, las respuestas personales que da a las muertes de sus cinco hijos carecen de emoción, aunque no de valor y de reflexión moral; también son expresión de su sincera perplejidad, en la que no deja en ningún momento de confesar su limitación como educador y padre. Informaré al lector que una de sus hijas se suicidó, dos hijos murieron de sida (tras algunos años de excesos alcohólicos y heroína), uno más por accidente de tráfico y el quinto, su hija mayor, a causa de un cáncer de colon del que no quiso intentar curarse. En ningún momento, que yo recuerde, reflexiona sobre el hecho de que su ausencia de deseo de tener hijos, que afecta también a su mujer, Encar, quizás fuera algo que sus propios hijos percibieran desde muy pronto. Más que las explicaciones sociopsicológicas que aduce —sin duda pertinentes, pero parciales—, creo que lo que cualquier hijo siente es si es querido o no, y Castilla mismo dice que sus actividades con ellos no eran espontáneas, sino que las realizaba por puro deber. De hecho, aunque dos de ellos viven aún —por un extraño amor a la verdad, cuya semejanza con Benda, de nuevo, es evidente—, no recuerdo que dé noticias de ellos, y no duda en declarar a la prensa que no quiso tener hijos, que eran un obstáculo para su plan de vida, pero que tardó en darse cuenta. Sin embargo, a pesar de que no quisieron tener hijos, entre 1952 y 1958 tuvieron siete. Curiosamente, Castilla ha conseguido realizar también ese deseo primero, aunque no haya querido que ocurriera así: en la actualidad está nuevamente casado, no ha tenido hijos con su segunda mujer y vive tal como había proyectado. Pero dejemos ese tema, por lo delicado, a pesar de que no es precisamente algo anecdótico en su biografía. Pocas cosas relacionadas con el empeño de ser se le han resistido a este hombre, pero ¿es verdad, como afirma, que la felicidad estriba en cumplir lo que se quiere ser? Tengo mis dudas. Creo que es una afirmación excesivamente racionalista; porque nadie sabe del todo lo que quiere ser y tampoco si, una vez conseguido, le va a resultar tan placentero. Hay que añadir que el cumplimiento de nuestros deseos a veces significa la negación de los del otro. Uno quiere ser, qué duda cabe, y Spinoza afirmó de manera memorable la perseverancia de todo lo que es, pero la historia cambia (nuestra historia cambia). El que desea no es una criatura prístina, aunque es cierto que nos pasamos la vida tratando de responder las preguntas iniciales. De cualquier forma, parece evidente que Castilla del Pino ha logrado, a pesar del periodo histórico que le ha tocado vivir (las tensiones sin cuento de la República, la guerra y la interminable dictadura franquista), conducir su vida hacia su proyecto intelectual y emocional, queriendo su querer y luchando por transformar el medio que le ha tocado en suerte.
     La sociopsiquiatría de Castilla del Pino es muy coherente con su psicología y con las inclinaciones de sus preocupaciones intelectuales. Para Castilla, lo ocurrido durante la Guerra Civil e inmediatamente después alcanza no sólo a los ejecutores sino, desde un punto de vista moral tanto como psicológico, a los que permitieron que esos crímenes pudieran darse, a los cómplices en un grado u otro. No es posible, afirma, ser impune. De hecho, su primer libro, Un estudio sobre la depresión, es en alguna medida el resultado de esa reflexión, de cómo la culpa social (resultado de ese periodo histórico) influye en la vivencia anímica, biográfica, del individuo. Su extensa experiencia médica le hizo pensar en la responsabilidad que los poderes políticos (y religiosos) tenían en los padecimientos personales. Al fin y al cabo no hay individuo sin sociedad, aunque algunas sociedades pretendan acabar con sus individuos (en aquello que tienen de irreducibles precisamente). De aquí su politización, cercana en un principio al Partido Comunista (sin creer en la URSS primero ni en la Cuba de Castro después) y, más tarde, al PSOE. En otro sentido, Castilla se ha desvelado porque la memoria de los que sufrieron tales atrocidades no se desvanezca sin dejar testimonio de las mismas. Hace poco escribió Jorge Semprún un bello texto sobre los campos de concentración nazi (él estuvo, como se sabe, en Buchenwald hasta 1945) en el cual era evidente su temor a que en breve ya no quedaría nadie vivo que pudiera ser memoria de aquel horror. Castilla sabe que la memoria también se hereda (es una educación, una moral) y lo importante es mantenerla viva aunque no sea uno el testigo de lo recordado.
     El mundo de Castilla del Pino (el que aparece en sus memorias, no excluyo que pueda haber otros), es un mundo español, y me atrevería a decir que con sólo personajes españoles. Es cierto que aparecen nombres de colegas extranjeros, pero forman parte de repasos curriculares. Los retratos, hechos con agudeza y sentido del equilibrio, corresponden a López Ibor, Sarró, Pedro Laín, Castellet, Sacristán, Jesús Aguirre, Ricardo Gullón, José Luis Aranguren, Rafael Alberti, Juan Bernier, Julio Aumente, Javier Pradera, Luis Martín Santos, Felicidad Blanc, a los que hay que sumar otros esbozos o perfiles, no menos importantes, de personas menos conocidas, o desconocidas del todo, del mundo social. Vale la pena citar algunas líneas, que, obviamente, deforman la visión total, pero son veraces en su parcialidad: Benet: "tenía una imperiosa necesidad de exhibir su displicencia [...] un gran y casi permanente actor (lo digo sin ninguna connotación peyorativa)". Pradera: "Como víctima de su carácter, Javier Pradera ha sido un dilapidador de afectos. Si se le quiere, muchas veces es a pesar suyo". Aguirre: "en Jesús podía uno detectar actitudes de seriedad y entrega y, poco después, en un grupo más amplio, aparecer como un exhibicionista compulsivo". Blanc: "Probablemente, el infierno de su relación con Panero y con sus hijos acabó endureciéndola. Nunca usó su sufrimiento para justificarse. Y pagó con el desprecio, aunque tardío, a quienes se lo provocaron". Además de su evidente interés por su disciplina profesional, la historia social de España tiene una presencia central. Y dos artes: la música y la literatura, aunque lamentablemente nos ha dejado aquí muy poco sobre sus gustos y opiniones literarios (¿por qué no decirnos en siete u ocho páginas lo que le gusta, no le ha parecido importante en la construcción biográfica?). Es evidente su amor por la tradición novelística de tipo realista que va de Balzac a Tolstoi. Así como su amor por Proust y Thomas Mann. Hace unos meses declaró a Juan Cruz: "ya no impactan tanto los libros... Eso fue hasta los 18 años, Goethe, Dostoyevski". Quizá sea otra de sus frases contundentes, pero alguna significación tendrá lo dicho: ¿Ya estaba formado su gusto entonces? ¿Y su sensibilidad había dejado de ser impactantemente receptiva en cuanto a lecturas? Es extraño, porque, a pesar de su pasión lectora, estoy seguro de que a esa edad no había leído a muchos de los grandes clásicos. En fin, entre los españoles del siglo XX, un nombre va y viene, Pío Baroja. Las ausencias son la poesía y la pintura. En cambio está su amor por la naturaleza, especialmente por los árboles. También por algunos animales, sus perros, hacia los que expresa sentimientos intensos. En algunas líneas en las que habla de árboles (algunos plantados por él mismo) se transparenta una nostalgia interesante, no del pasado sino —acéptese la paradoja— del futuro, y también es fácil constatar en ese ánimo la vislumbre de la soledad humana en contemplación de un mundo (el natural) que ignora precisamente ese vínculo.
     Castilla del Pino detesta la impostura. Su decidida apuesta moral ha marcado su vida, y creo que se puede deducir de sus memorias que es un hombre honesto y valiente. En este sentido, la imagen que la lectura de sus memorias me deja es la de alguien a quien se puede mirar de frente y de quien —en cualquier circunstancia, pero también en las difíciles— uno se podría fiar. Quizás porque, hasta donde le ha sido posible —y nadie es transparente ni para los otros ni para sí mismo— ha sabido pensar su vida. Creo que su reflexión es un ejemplo algo inusual en la literatura intelectual española, asistidos como estamos por la tendencia al compadreo y a disculparnos, cínicamente, nuestras debilidades. Si nuestro pensamiento crítico es débil, nuestra memoria no lo ha sido menos. Pero la memoria crítica de Castilla del Pino corrige esta ausencia. Al mostrarnos lúcidamente su vida y una parte de la vida social y política del siglo XX español, Carlos Castilla del Pino también permite vernos mejor a nosotros mismos, saber lo que hemos sido y, así, lo que podemos ser.-

viernes, 26 de febrero de 2021

Todo saldrá bien

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta. N° Col.: A-1324 Zaragoza.  Página Web: www.rcordobasanz.es.          Instagram: @psicoletrazaragoza

“El dolor que no se desahoga con lágrimas
puede hacer que sean otros órganos
los que lloren”


Francis J. Braceland


Cuando llegó a España la noticia del coronavirus en Wuhan algunos ciudadanos salieron a buscar mascarillas, señalando los farmacéuticos que la demanda llego a dispararse un 6.000 por ciento en pocos días y se agotaron las existencias. Y asi, ese casi 10 por ciento de población que se considera que puede estar afectada de hipocondría, comenzaba a planificar y organizarse para llegar a evitar el contagio de esta nueva enfermedad que aún no había llegado al país.

En España como en el resto de países, comenzó a haber casos de covid-19 cuya incidencia crecía diariamente de manera escalofriante, y es que uno de los principales problemas del covid-19 es su rápido contagio, sumado a la ausencia de tratamiento y desconocimiento científico que a lo largo de la pandemia se ha ido paliando.

Inmediatamente, los diferentes países para frenar este frenético contagio establecieron diversas medidas: cuarentena, confinamiento y distanciamiento social, medidas todas que cuentan con evidencia de efectividad. De repente los ciudadanos comenzaron a ver sus ciudades vacías, sin gente las estaciones de metro o aeropuertos, cerrados comercios y servicios.

El confinamiento supuso el aislamiento de muchas personas, pero también la alteración de la actividad cotidiana, de la actividad física y de la actividad social, marcadas todas por la pérdida de contacto físico con los demás. Esto se vio agravado por su larga duración, que facilitó el impacto sobre el estado emocional de los ciudadanos. La incertidumbre posterior y las malas perspectivas económicas no han hecho más que incrementar el malestar.

Consecuencias psicológicas del Covid-19: tercera ola


Según va pasando el tiempo se van conociendo más consecuencias del covid-19, por eso es necesario hacerles frente y estar preparado para ellas. Y una de las principales consecuencias que ha tenido esta pandemia han sido los efectos psicológicos en la población: ansiedad, depresión, miedo, estrés, considerándose efectos directos e indirectos de la propia enfermedad y el confinamiento.

The Lancet Psychiatry apunta que una de las posibles reacciones de trastornos psiquiátricos en situaciones de estrés intenso como la pandemia de covid-19, son los trastornos psicosomáticos, somatomorfos e hipocondriacos.

Si la pandemia del Covid-19 ha llevado a una crisis sanitaria, ahora que estamos en su rebrote casi nadie duda de que llega la crisis de la salud mental. Se necesita de manera urgente, a la vez que paliar los déficits históricos de la red de salud mental, invertir y preparase para evitar el incremento de las enfermedades mentales como consecuencia de la pandemia. El coronavirus covid-19 ha resultado ser un estresor psicológico pues está afectando a la población en sus diferentes facetas y organización. Llega la llamada tercera ola de la pandemia.

"Se considera que el propio miedo al contagio del Covid-19 puede llevar a ciertas personas a presentar sus síntomas y por lo tanto a creer que se han contagiado y cuestionarse si están enfermos"

Se viene considerando el confinamiento como uno de los principales factores que ha llevado a cierta parte de la ciudadanía a múltiples situaciones de aislamiento con sus consecuencias psicológicas (ansiedad, depresion, estrés, miedo, tristeza). Limitar la libertad de los ciudadanos para alcanzar un bien social ha resultado ser un tema tan necesario como polémico por lo que debe ser abordado con mucho cuidado teniendo en cuenta también las consecuencias en salud mental de la ciudadanía.

Porque el largo confinamiento no solo afecta la vulnerabilidad del hipocondriaco sino a la población en general, asi fue como consecuencia del aislamiento, muchas personas comenzaron a manifestar fiebre, dolor de cabeza e incluso tos, a pesar de no estar contagiados de Covid-19.  Se considera que el propio miedo al contagio del Covid-19 puede llevar a ciertas personas a presentar sus síntomas y por lo tanto a creer que se han contagiado y cuestionarse si están enfermos.

Somatización ante el Covid-19


Entre las diferentes consecuencias psicopatológicas causadas en la población por la pandemia covid-19 se encuentra el problema de la somatización. Sin embargo, es preciso diferenciar lo psicosomático de la hipocondría, que es un miedo excesivo a enfermar y estaba identificado ya desde hace mucho tiempo.

Cuando hablamos de somatización nos referimos a las manifestaciones físicas que puede presentar una persona por un problema psicológico. Se considera así cuando estos síntomas se presentan por problemas psicológicos y no por el Covid-19, siendo principalmente por problemas de ansiedad.

Actualmente la Asociación Americana de Psiquiatría en su 'Manual Diagnostico y Estadístico' en su quinta edición introduce nuevos términos: Trastorno de Síntomas Somáticos y Trastorno de Ansiedad por Enfermedad.

Para desarrollar el trastorno de somatización y manifestar síntomas somáticos debe darse una influencia de un factor ambiental y durante esta pandemia de Covid-19 se dieron muchos: 

- emergencia sanitaria

- información excesiva

- miedo colectivo

- contagios agresivos en todos los países, llevando a ansiedad a ciertas personas y de aquí a experimentar los síntomas del covid-19

También la gran cantidad de información, la sobreexposición a la información sobre este coronavirus, se considera que está detrás de estas manifestaciones psicosomáticas, pues al sobreexponerse a las noticias: alertas sanitarias, pandemia, contagio abrupto del covid-19, información sobre el padecimiento, sus manifestaciones, la mortandad… lleva a la persona con hipocondría y cierta población en general a una gran vulnerabilidad. Se corre el riesgo de presentar ideas fatalistascatastróficas o distorsionadas de la realidad y sobre la posibilidad de llegar a padecer esta enfermedad, idea que resulta difícil de abandonar y llevando más fácilmente a estados de somatización llegando como decíamos a experimentar síntomas de este coronavirus sin padecerlo.

Se diagnostica somatización cuando la persona presenta ciertos síntomas sin causa física identificable. Para el paciente los síntomas son totalmente reales, experimentan dolor y malestar, pudiendo llegar a causar daño en su salud mental, socio-laboral y personal. Solo después de hacer esto se pasa a identificar el problema psicológico que explique estos síntomas y cuando se determina se hace necesario un tratamiento psicológico, lo primero que hay que atender en estas personas es la estabilidad emocional.

Que la persona experimente los síntomas propios del Covid-19 junto con ansiedad y estrés requiere que la persona demande atención sanitaria para confirmar o no la somatización.

Se deben establecer políticas preventivas en salud mental para los diferentes grupos de riesgo, adaptadas a las diferentes fases de la pandemia, a las características poblacionales y del contexto.

Educación para evitar depresión o ansiedad


La Comisión Nacional de Salud de China notifica la intervención de emergencia en crisis psicológicas para la neumonía por la infección de Covid-19. Además, recomienda la educación de la población para evitar llegar a la depresion o ansiedad, reducir la duración de la cuarentena para reducir traumas, frustración y sensibilizarse de los riesgos de la enfermedad para manejar adecuadamente la situación.

También, como la Organización Mundial de la Salud recomienda, es óptimo que la persona genere habilidades de manejo de ansiedad: comunicarse con personas relevantes, alimentarse sanamente, hacer actividad física, dormir bien, evitar el consumo de alcohol o cualquier sustancia tóxica, informarse en fuentes oficiales, pero a la vez evitar la sobreinformación.

Vindel, presidente de la Sociedad Española del Estudio para la Ansiedad y el Estrés, indica que una herramienta que tiene el hipocondriaco para evitar alarmarse es disponer de información veraz y fidedigna y que ellos y la población en general para poder controlar su estado emocional deben evitar estar informándose de manera continua, los bulos que se trasmitan por internet, magnificar la situación, confiar en la capacidad de respuesta del sistema sanitario, manejar pensamientos certeros, no focalizados en los negativos y desesperantes, relajarnos, realizar actividades de agrado, no chequearse con frecuencia la salud. Los ataques de ansiedad aparecen de manera repentina, hay que aprender a reconocer los síntomas (taquicardia, dificultad respiratoria, temblores, entre otros) para poder retomar el control e impedir llegar a la somatización.

Una medida de prevención para el trastorno de somatización es seleccionar las fuentes de información a las que se tiene acceso: deben se fiables y se debe tomar la información como ilustrativa, para que nos ayude a cuidarnos y manejar lo mejor posible la enfermedad y esta situación y no para atemorizarnos y dejarnos dominar por ella.

Se necesita proteger la salud mental durante esta pandemia que ahora de nuevo se está extendiendo, la somatización es un efecto psicológico que se puede evitar.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Guía para combatir la Ansiedad



Introducción

El nivel de ansiedad que puede soportar el organismo humano con soltura y sin pagar el precio de efectos colaterales indeseables, es más limitado de lo que nuestra cultura, basada en la productividad, el deber,la ambición y la competencia, está dispuesta a admitir.
Hemos podido creer que podemos angustiarnos y podemos aguantarnos sin que la herramienta en la que consistimos se resienta. Esta ignorancia de nuestras limitaciones (el hecho de que funcionamos óptimamente sólo con cierto grado de bienestar) es lo que fundamentalmente nos lleva desoír las señales de malestar que nuestro cuerpo emite hasta que los efectos son tan exagerados (ataques de pánico, temblores, sudores, rubor,mareos, etc.) que ya es tarde para suprimirlos de cuajo con la mera voluntad.
El nivel desbordado del río de la ansiedad posee numerosos afluentes,y nuestra calidad de vida depende de la sabiduría que tengamos al atajar los distintos canales desde los que fluye la ansiedad.
Unos recursos los utilizamos para rebajar el estado general o línea base que tenemos por término medio (por ejemplo en el último mes). Otras técnicas entran dentro de lo que podríamos llamar control-emocional.

Técnicas para bajar el nivel general de ansiedad

Ejercicio

El ejercicio adecuado nos ayuda a una tonificación muscular,evitando tanto la rigidez como el exceso de activación del sistema nervioso, propiciando un sano cansancio que favorece el sueño  reparador y calma el exceso de cavilaciones y rumiaciones.
Si nuestro estado físico es lamentable (tenemos síntomas como mareos, vértigos, nauseas) y no podemos tolerar un ejercicio intenso, se puede optar por repartirlo en fragmentos pequeños a lo largo de día y partir de un ritmo muy suave hasta ganar un bienestar suficiente para abordar esfuerzos de mayor enjundia.
Es preferible practicar un deporte lúdico que nos guste o hayamos disfrutado de él en el pasado, ya que de paso nos proporcionará mayor satisfacción que la gimnasia fría y pesada.

Hábitos de sueño y alimentación

El sobre esfuerzo que entraña una vida desordenada tiene un peso por sí mismo como factor estresante en el resultado global de una ansiedad excesiva.
No pocas personas se han acostumbrado a una alimentación caótica y unos horarios de sueño demasiado ajustados o irregulares. Mientras su lozanía y fuerzas sobradas lo permiten, perece al principio no tener consecuencias negativas (por cierto, es el mismo argumento que lleva a empezar a fumar, porque parece, en los primeros años, que el hábito no presenta ningún daño o molestia de las que se quejan los fumadores veteranos). Pero al pasar el tiempo la vida desordenada nos pasa factura por los excesos cometidos o simplemente nuestro cuerpo claudica y se derrumba al verse impedido de proseguir el ritmo desenfrenado y caótico de nuestra vida.
Regular el sueño, de forma que sea suficiente y que el cuerpo encuentre un alivio  y ahorro de energías al poderse adaptar a una rutina sistemática, puede ayudar a disminuir la tensión. Los biorritmos se ajustarán como un guante a unos horarios razonables.
Una alimentación variada y frugal favorece el control de muchos síntomas gástricos que acompañan  al estado de ansiedad (diarreas, estreñimiento, gases, molestias estomacales, etc). Muchas personas detectan su grado de angustia por las sensaciones que les produce en el estómago, otras por las sensaciones de mareo por la mañana: a unas y otras no les conviene complicarse con una alimentación inadecuada.
Un grado elevado de ansiedad influye para que el momento de conciliar el sueño sea más dificultoso porque aparecen en la mente ráfagas de pensamientos que nos desvelan o bien nos dedicamos  en el momento que nos tocaría descansar a torturarnos con pesados exámenes de conciencia y arduos preparativos para el día siguiente. El resultado es que robamos tiempo al sueño porque nuestro estado es demasiado frágil como para soportar estas provocaciones.
Sería aconsejable que mientras no podamos recuperar la capacidad de dormirnos rápido nos ayudemos a nosotros mismos eligiendo un momento distinto para las reflexiones y la planificación del día la dejemos para la mañana siguiente. A cambio nos relajaremos pensando cosas agradables o leyendo un artículo de esos que inducen a dormirse. Si estamos más de 15' removiéndonos entre las sábanas sin poder dormir, en vez de hacernos mala sangre, es preferible levantarse y seguir leyendo el pesado artículo o viendo un programa aburrido de televisión hasta que notemos que los párpados nos pesan y entonces volvamos a la cama.
La persona ansiosa puede torturarse con facilidad por el hecho de que si le cuesta dormirse tendrá dificultades para estar despejada al día siguiente y se atormenta ante la idea de que se aproxima la hora del despertar. Es mejor en esta circunstancia considerar que si uno tiene que dormir unas pocas horas es mejor aceptarlo que no por culpa de empeñarse, protestar o quejarse dormir todavía menos. Ni su estado el día siguiente será tan lamentable ni cabe pensar -a no ser que se obsesione con que el proceso se repita fatídicamente- que en los días posteriores su propio organismo luchará por recuperarse.
La misma anticipación o temor de que igual no podemos dormir bien puede causar que durmamos mal (del mismo modo que el temor a que nos asalte un navajero en un callejón oscuro produce que no paseemos tranquilos por ese lugar). Hay que recordar dormirse es algo pasivo, no algo que hagamos poniendo mucho esfuerzo de voluntad y que provoquemos con el látigo de la frase ``¡tengo que dormir!'', por consiguiente el método para conseguir que venga el sueño, sin que se asuste viendo el panorama de cómo lo esperamos, es no hacer nada, ni siquiera pensar en ello, simplemente viviendo bien el día (para que el desasosiego no nos pida consuelos de última hora), y acabar bien la noche con actividades neutras (ni demasiado emocionantes ni demasiado desagradables).

Desaceleración

Ante una situación de estrés se impone una cierta rebaja de nuestras aspiraciones. No podemos forzar la marcha para que quepan más cosas en el mismo periodo de tiempo, y hay que seleccionar con criterios de relevancia, intentando delegar o aplazar el resto.
Aunque logremos disminuir la cantidad podemos estar tan acelerados que vayamos con la mismas prisas y celeridad de cuando nos afanábamos, dejando huecos de repentina inactividad como quien devora en un visto y no visto el alimento que hay en el plano y se pasa el resto de la comida nervioso esperando a que los demás acaben.
Desacelerar significa lentificar todos nuestros movimientos forzando una ``velocidad de paseo'', apostando por regodearnos con la perfección y pulimento de lo que llevamos entre manos (por ejemplo, escribir con muy buena letra, seleccionar las palabras, ampliar las frases entrando en detalles y consideraciones, repasar los trabajos o introducir pequeñas mejoras creativas).

El  momento para desacelerar no es cuando estamos a punto de atropellarnos con nuestra propia prisa, sino el inicio del día. Es importante comenzar la jornada con un margen de tiempo, hacer de las rutinas de higiene y desayuno el momento más entretenido y agradable, unas minivacaciones con las cuales inducir a nuestro sistema nervioso  un pulso sereno desde el que abordar las actividades y así adquirir el punto de vista del que acepta las cosas como vienen, dando la mejor respuesta que conoce y no desde el que es víctima desquiciada del desorden natural de las cosas.

Tan importante como los que nos espera cuando lleguemos es que nos llegue sin que lo esperemos de forma expectante y descoyuntada. Especialmente decisivo para el logro de la desaceleración es la forma de viajar, trasladarse y esperar. Son en esos tránsitos en los que se puede evitar el mal posterior, y por lo tanto es muy aconsejable el arte de distraerse y regodearse con pensamientos y ocupaciones placenteros en esos aparentemente despreciables momentos de paso.
Las sensaciones de vacío hay que llenarlas con algo que nos ayude a no agonizar frente a ese fisura insoportable, atendiendo con esmero a lo que nos rodea observando bien donde estoy, como es la persona con la que estoy, jugando a crear algo divertido, entretenido y relajado para ofrecer goce al tiempo que pasa y que así transcurrir se convierta en un vivir.

Planificación de actividades

La sabiduría y astucia a la hora de planificar nuestras actividades es otra herramienta muy conveniente para rebajar tensiones, sabiendo intercalar descansos oportunos para aliviar el crecimiento de la ansiedad o cambiando el tipo de tarea a una más suave o llevadera, hasta recuperar el buen talante y afrontar la dureza del día con energías siempre sobradas en vez de desfallecidas.

Si hay una lista de tareas pendientes que parecen estar martilleando con su insistencia agobiante su naturaleza pedigüeña de cosas inconclusas -y por consiguiente inciertas- que exigen y recuerdan su existencia, (¡como si pudiéramos acaso olvinarnos de ellas!), conviene hacer una "parada técnica" para reflexionar y situarlas en el mapa del tiempo de nuestros propósitos, dándoles una migaja de tiempo para calmar su exigencia, bien repasando mentalmente lo que haremos, bien reformando algún plan que necesita retoques (porque cuando se planifica no se pueden prever con exactitud todas las dificultades reales), bien reconociendo que alguna cosas habrá que resolverlas en mejor ocasión o incluso darlas por imposibles.
Cuando cada una de las tareas que nos agobian han recibido una respuesta racional dejan de perseguirnos irracionalmente. Después de la "parada técnica" conviene hacer una respiración honda, desconectar la actividad planificadora y concentrarse de una forma especialmente contundente en la decisión  primera (contra más nos agarremos a flotador de la acción, menos nos ahogaremos en el pantano de las disquisiciones ansiosas).
No debemos olvidar que al cabo del día conviene dar satisfacción a distintas necesidades. No descuidarlas es una forma de armonizarnos, dedicando algún tiempo y repartiendo sabiamente nuestros recursos con los amigos, nuestras lecturas, músicas y placeres personales, y procurando un grado de contacto afectivo.
Por lo general, con un poco de astucia, podemos sacar unos minutos para dedicar a estos menesteres parte de los afanes, e incluso podemos -si realmente hemos de soportar situaciones laborales muy adversas- aprovechar ciertas circunstancias para experimentar ciertos placeres, por ejemplo, al bromear con un cliente que nos inspira confianza damos un toque lúdico y humano a nuestras relaciones, y con ello calmamos nuestra necesidad de contacto humano. Hacer que nuestras conversaciones sean agradables e interesantes, realizar reuniones en lugares más informales, estimular la creatividad, aprovechar los espacios muertos y los desplazamientos, son otros ejemplos de ocasiones para "matar dos pájaros de un tiro".
 Siendo los distintos yoes que somos, repasamos y fortalecemos el esqueleto y la trama que nos aguanta.

Ayuda farmacológica

Si los síntomas de la ansiedad o las consecuencias que reporta en trastornos psicosomáticos (aquellos en los que el estrés es un factor de riesgo, desencadenante o agravante) son demasiado desagradables o incapacitantes, podemos recurrir a una ayuda farmacológica. Los sedantes y ansiolíticos pueden ser de gran ayuda, sobre todo si les damos un papel modesto de apoyo, poniendo nuestro interés y firme propósito de cambiar malos hábitos, suprimir las causas que producen ansiedad y aprender a mejorar nuestro control emocional.
Es insuficiente y peligroso considerar los tranquilizantes como una droga que nos da un alivio para seguir haciendo lo mismo que estábamos haciendo, pero sin consecuencias desagradables (algo así como si alguien pidiera al médico una medicina para el dolor de estómago para poder seguir dándose atracones a su antojo).

Técnicas de relajación

Los ejercicios de relajación, respiración y yoga son tan poderosos como un fármaco, aunque algo más trabajosos. Puede resultar una buena inversión aprender estas técnicas por que no sólo serán útiles para afrontar el momento actual, sino que nos ayudarán a cuidarnos ante los agobios que nos depare el futuro.

Actividades manuales

Las actividades manuales son muy convenientes para las personas que tienen angustias y preocupaciones intelectuales. Las aficiones artísticas y de bricolaje nos hacen entrar en contacto con los objetos sencillos y nos dulcifican, haciendo que hundamos nuestras raíces en la realidad. El disfrutar de la naturaleza tiene similar efecto benéfico. Las personas cuyo estrés tiene un origen físico (trajín imparable, niños revoloteando, esfuerzos físicos intensos, operaciones mecánicas embrutecedoras, etc.) les interesa más bien lo contrario, dejar aparcado el cuerpo y hacer trabajar el espíritu con cosas que estimulen la inteligencia (no que aturdan, como por ejemplo estirarse en el sofá y ver televisión durante horas), como podría ser una actividad de aprendizaje (idiomas, ordenadores, cursillo) o una actividad asociativa (apa, vecinal, ONG, etc.) o lúdica.

Sexualidad

Si se dispone de una pareja conviene dedicarle atención y usarla, ya que la tenemos, procurando cultivar la atracción mutua.Las relaciones sexuales satisfactorias (evitando que resulten exigentes, compulsivas o rutinarias) tienen un efecto muy beneficioso para espantar tensiones acumuladas. Puede ser un buen momento para mejorar la comunicación y el arte de amar.

Actividad social

Aumentar la vida social, vincularse, participar en las conversaciones, reuniones informales y cultivar la amistad, son ideas positivas y loables por sí mismas y no deben dejarse de lado pensando que el ``retiro'' y el aislamiento nos tranquilizarán más (la idea del balneario en una montaña perdida). Efectivamente existe una forma de relajación que es simplificar (tumbarse, no ver a nadie, no hacer nada, aturdirse con cosas que no nos compliquen la vida) y existe otra forma de relajación que proviene de la satisfacción y del ánimo, de habernos molestado en hacer algo con cierta calidad, habiéndonos interesado por los demás y por el mundo externo (la idea de que el mundo que nos rodea es un balneario).
Particularmente conviene calmarse mediante el vínculo con lo afectivo, con el contacto vitalizador con las personas a nuestro alrededor, desde el vecino hasta nuestra pareja o familia.

Técnicas de control emocional

Análisis de las fuentes de ansiedad

Se asevera en términos de estrategia que un paso para vencer al enemigo es conocerlo. Aunque que nuestro enemigo no tiene que ser necesariamente la angustia como tal (ya que no deja de ser una emoción normal y necesaria), sí que nos plantearemos evitar un exceso perjudicial e innecesario de malestar, conociendo de qué forma y porqué razones se dispara su presencia, que pensamientos, sentimientos y sensaciones físicas han surgido en la situación generadora.
Un procedimiento consiste en llevar un Diario de Angustias, en el que anotemos cualquier pico de ansiedad significativo, tratando de averiguar qué circunstancia concreta lo ha provocado, porqué razón,experimentando qué sensaciones y qué hemos elaborado en tal circunstancia. Si no localizamos hechos concretos desencadenantes de la angustia, sustituiremos los estímulos por una lista de hipótesis que respondan a las preguntas ``¿Qué cosas de las que me suceden últimamente podrían estar influyendo?'', ¿Cuales son las inquietudes que acuden a mi mente?''.
Vemos que hay dos clases de maneras de presentarse la angustia:
  1. Siguiendo un modelo de causa -> reacción
  2. Siguiendo un modelo de 'no sé porqué pero me encuentro nervioso/a'
En este supuesto tendremos que hacer constar la clase de incidente, ya que podemos ser muy susceptibles a un cierto tipo de cosas como recibir una contestación airada, el que se nos preste poca atención,el caso de que esperásemos ayuda y no nos la den, el resultar agriamente criticados, no ser tratados con suficiente delicadeza, no nos dicen la frase que queríamos exactamente oír, nos comunican una noticia frustrante, etc.
Una buena colección de hechos disparadores nos dan un buen perfil de nuestros puntos débiles más sensibles a la respuesta ansiosa. Esta información agudizará la necesidad de averiguar cómo hacen las demás personas para manejar con soltura ese tipo de situaciones.
No tiene menor importancia aclarar el tipo de reacciones que hemos tenido: si nos hemos obsesionado con el incidente (a modo de martillo machacando nuestra mente una y otra vez), si nos hemos sentido desgraciados, desvalidos, injustamente tratados, escandalizados, si nos hemos abandonado a la tristeza y al duelo, dejando de hacer aquellas cosas que nos harían olvidar el momento desagradable...
Las emociones disfóricas como la angustia, la ira o la tristeza son muy magnéticas y tienden a pegarse de sí mismas y desatender cualquier posibilidad de cambio, como si una vez dentro de nosotros quisieran aumentar de intensidad y extensión.
Estas formas de responder plantean también la necesidad de mejorar numerosas aspectos de control emocional, tales como acortar la reacción desagradable, minimizarla, elaborarla y digerirla, encontrar alternativas de acción oportunas, y a ser posible todo ello acompañado de un esfuerzo de comprensión de nuestras claves más significativas de reacción emocional.
En ocasiones la persona sufridora padece de exceso de pasividad porque está muy centrada en constatar lo mal que se encuentra, lo injusto que es, lo que debería ser, etc., pero en realidad no actúa, sólo constata, remarca su propia sensibilidad herida. El vividor no gasta demasiado tiempo en sentirse mal sin que rápidamente esté preguntándose ``¿Y ahora cómo podría arreglar esto?'' o ``¿Qué podría hacer para sentirme bien de nuevo?'' o ``¿Qué haré la próxima vez para tener mejores resultados?...
Las personas ansiosas tienen con harta frecuencia una visión peculiar sobre lo que son problemas que les acarrea un enorme desasosiego. Esta visión consistiría en suponer que un problema nunca debería existir, y que si por lo tanto ocurre es una catástrofe, algún culpable ha fallado o ha dado un mal paso imperdonable. Partimos de la idea de que el curso de la vida social es imprescindible que sea ordenado y perfecto y que si todos cumpliéramos con nuestro deber nunca habrían desbarajustes.
¿Pero ese ideal ha existido alguna vez?, ¿o más bien lo podríamos contemplar como paraíso que nunca ha existido mas que en las fabulas bien intencionadas? A veces confundimos la protección cálida y armónica de las vivencias infantiles con el mundo económico, histórico y social en continuo devenir caótico.
En contraste con los ideales de perfección -que parecen estar más pensados en hacernos sufrir y enemistarnos con la humanidad-, podríamos considerar los problemas exactamente como lo que son: un error o situación no prevista ante la cual no sabemos todavía cual es la mejor manera de responder.
Orientarnos hacia la solución de problemas requiere un método intelectual práctico mediante el cual nos hacemos las preguntas adecuadas tales como:
qué supuestos que estamos teniendo deben ser reformulados
cómo podemos mejorar las garantías de eficacia
qué situaciones, actores y motivaciones han cambiado
Es necesario que el incidente lo situemos en un sistema más amplio sobre el cual podremos entender su significado (de forma similar a como una palabra concreta su sentido en una frase, pronunciada en un contexto). Una cosa es lo que sucede, por ejemplo supongamos que mi pareja está siendo menos atenta conmigo, y otra cosa es el momento en el que enmarcar el hecho, siguiendo con nuestras suposiciones : tener un hijo ha cambiado el modo de relacionarnos. O si eso no es suficiente podemos recordar cómo se construye el sistema de nuestros vínculos y así podríamos deducir: nuestros padres, que vienen mucho de visita, nos quitan también una intimidad que escasea. O aún más lejos: en la sociedad están instalándose cambios culturales en el modelo de comportamiento hombre-mujer y mi pareja me está tomando la delantera.
[Sistema cultural[Contexto[Problema]]]
Buscar los porqués y las respuestas se puede hacer siguiendo una flecha que nos haga subir a una montaña más alta desde la cual contemplar el conjunto, lo que nos hará más sabios, entresacaremos la moraleja adecuada y nos capacitará a dar respuestas eficaces (unas que no son efímeras, que evitan la repetición contante de los mismos incidentes, que nos hacen ganar una cosa nueva mejor que lo que perdamos).
Por el contrario, cuando no vemos más allá de nuestras narices y nos concentramos exclusivamente en lo que va mal, acabamos encontrando una respuesta muy peligrosa: el mal es la persona, y esa persona se convierte en algo odiable y que hay que anular y suprimir (matado el perro eliminada la rabia). Esto, por lo general, crea una escalada de ofensas que hay quede volver con creces, resistencia pasiva, boicot silencioso y otra serie de conductas corrosivas y venenosas.
En comparación con este último derrotero la solución inteligente de problemas es mucho menos dura y costosa emocionalmente.De hecho proporciona mucha más paz y alegría, comparativamente al rencor, tristeza y angustia que acarrea la otra postura.

Las propias limitaciones. El arte del autocuidado.

¿Qué placer me puedo permitir sin que se convierta en un abuso perjudicial? ¿Cuanto sacrificio puedo tolerar sin que el precio sea mayor que el beneficio que saco con él?
Esto son preguntas de matiz, de puntería, porque a veces las cosas no son (a) o (b), blancas o negras, no son dicotómicas, sino que tienen una escala graduada de matices.
Cada uno debe poner marcas exactas a sus posibles. Por ejemplo, estoy bien si duermo 7h 30', estoy mal si bebo más de 2 cervezas, me relaja caminar 45 minutos, me estresa caminar 2 horas; 2000 calorías las necesito para estar en forma, 200 me crean problemas fisiológicos, 8000 me engordan. ¿Cuanto puedo pelearme al cabo del día por injusticias que padezco? ¿2 peleas es mi máximo sin que me quede traspuesto? ¿Cuanto puedo preocuparme por el futuro sin que mi presente se agobie por culpa de las incertidumbres de futuro que contemplo?
Nuestro autoconocimiento contendrá la curiosa paradoja de que desconozcamos cosas de nosotros que ciertamente somos, por otro lado, los mejor conocidos para nosotros mismos. A pesar de creernos limpios y transparentes ante nuestra mirada inspectora se pueden estar ocultando nuestros vicios más recalcitrantes, provocando con ello una extrema indulgencia y llevar a cabo con total impunidad toda suerte de autoengaños.
Podemos estar convencidos que si demoramos una cosa molesta que en cambio tendría como momento óptimo de realización precisamente el instante que intentamos eludir, para realizarla después (procrastinación) somos flexibles y razonables. A. Elster, en su estudio sobre racionalidad de la irracionalidad ``Ulises y las sirenas'' comenta un ejemplo de 'razonable' despilfarrador: una persona posee una cantidad de dinero y decide un primer año gastar la mitad, pero ser sensato guardando la otra media. Como esta conducta le ha parecido razonable, el próximo año la utiliza para dividir la mitad que le ha quedado, y así dilapida 'muy equilibradamente' su capital en pocos años. En este ejemplo vemos como un esquema de comportamiento aparentemente sensato disimula el insensato con su piel de cordero.

Conducta compulsiva

La conducta compulsiva se establece como una respuesta a la tensión y tiene dos importantes formas de manifestación:
Si dudo de haber dejado la puerta de la calle cerrada con llave, eso me produce una tensión interna que se puede anular si me molesto a volver a subir a comprobar que que la puerta esté cerrada. Ceder a una duda más allá de lo sensato y razonable tiene la virtud de trasformar a la duda en algo insaciable, ya que la sed o materia de la que se ocupa el dudar nunca se sacia con el agua dulce de la comprobación (en realidad se sacia con el gota amarga de la abstención).
Contra más sacrificios inútiles haga para ganar una seguridad total menos experimento la seguridad que proviene de estar realmente seguro por que me fío de mí mismo, y más dependo de un ritual tranquilizador que en vez de dar lo que promete corroe y mina más aún mi seguridad autónoma e independiente.
Para estar seguros de sumar bien, de conducir bien, de hablar bien, lejos de depender de actos compulsivos de control, debo aprender a confiar en mi-mismo/a, ensayando lo imprescindible, atreviéndonos a errar, aprendiendo a ser benevolentes y prácticos con nuevas equivocaciones.
La compulsión consiste, más que en una adecuada resolución de lo que la produce, en un desvío hacia otra cosa que nos distrae, que nos da placer o simplemente otra preocupación distinta.

Comer

La comida es un salva-angustias muy utilizado. Comer es agradable, nos procure la sensación relajante de estar saciados y tranquilos. El sopor de una digestión contiene tórpidas brumas en las cuales nuestras preocupaciones parecen ocultarse por momentos. Algunos alimentos que contienen azúcares, abundancia de hidratos de carbono (dulces, pastas, por ejemplo) tienen una inmediata virtud de desvío de atención. Los sentidos no pueden dejar de estar concentrados en los estímulos gustativos dando más cuerpo que alma atormentada. También el placer sexual puede tener esta utilidad de olvido-por-el-cuerpo y convertirse en una conducta compulsiva.
La naturaleza recompensadora del placer tan instintivo del comer puede ser utilizada fácilmente para dulcificar lo amargo. Damos dulces a los niños más que para premiarlos por merecimiento como una forma de complacencia en verlos golosos y agradecidos, evitar la tristeza de una decepción, conquistar su afecto o desviar el ser reprochados u odiados por ellos.
No es infrecuente en la crianza infantil que la hora de comer sea una guerra, porque el niño no come la cantidad o calidad que pretendemos, lo hace de forma tan lenta que nos obliga a presionarlos, haciendo con ello que vaya todavía más lento y le divierta nuestro desespero de ver que se enfría la comida y que se nos acumulan las tareas pendientes.
La hora de comer puede tener unos contenidos que se asocian, como el placer de charlar tan querido a los humanos, pero también su reverso, el afán de discutir y hacernos reproches comiendo o mostrarnos hostilidad, tensión y frialdad (haciendo que la comida se atragante).
También podemos inducir en los niños una serie de sentimientos que pervierten el placer de comer como cuando nos avergüenzan de lo glotones, cerdos, asquerosos, maleducados, impresentables, etc. que somos, y cuyo eco se da con frecuencia en los sentimientos que surgen en la conducta bulímica, en la que la persona come para calmarse y ello le hace sentir culpabilidad, repugnancia, vergüenza, con lo que se genera una nueva ansiedad peor que la que se trataba de calmar y que de nuevo pide a gritos ser reparada con el pastel envenenado que la produce.
Si ya desde niños comemos más porque nuestros padres se angustien menos de sus ansiedades cuidadoras, no es de extrañar que de adultos comamos para des-angustiarnos y como una forma elemental de cuidarnos.

Compras

Hay un buen número de fuertes impulsos y sensaciones que tienen esa misma componente de hacer olvidar, la cualidad de tinta negra que tapa la blanca angustia, como por ejemplo comprar.
El comprar es emocionante porque incorporamos algo nuevo a nuestras posesiones, nos alegramos con esa nueva extensión del Yo a través de la cosa que tenemos, con ese crecimiento que vuelve pequeño el estado anterior de cosas y que nos hace sentir, al menos provisionalmente, como menos disminuidos.
La función de la compra puede tener añadidos especiales si además de ser consumo privado es medalla pública que los demás admiran y envidian, por la cual seremos mejor aceptados.
No cabe despreciar la fruición que produce la fantasía de ser envidiados. El estar en los ojos de los otros, que se alegren o les hagamos sufrir, ese personaje que imaginamos viéndonos pasear es un buen personaje para identificarse como película interesante que nos contamos.
La compra nos enajena por momentos en la mercancía que adquirimos, como si nuestro Yo se posara en ella otorgándole una vida reluciente, traspasadora ilusoria de preocupaciones y estados lamentables de pobreza anterior.
La compra proyecta nuestros deseos un poco más allá, aumentando nuestra capacidad de éxito. Si nos vemos con ropa nueva podemos sentir como si fuésemos más atractivos, como si tuviésemos mayor poder de seducción.
Si adquirimos un artilugio audiovisual, deportivo, útil del hogar,etc. también ello nos hace adivinar escenas de intensa satisfacción que nos prometemos. Experimentamos el goce ``como si'' ya gozásemos, sin el trabajo de gozar, sólo con el fácil recurso -tan hiper-simplificado hoy en día gracias a la tarjeta de crédito- de comprar en un santiamén, incluso con una llamada de teléfono o con un click del ratón en una tienda virtual

Cleptomanía

El impulso a robar un objeto, muchas veces carente de especial utilidad y que incluso se puede tirar a la basura una vez pertrechado el hurto, es provocado preponderadamente por la emoción intensa que proporciona el riesgo. La intensidad emocional está alimentada tanto por salirse  airosos como por la posibilidad de ser vistos.
Muchos cleptómanos comenzaron a realizar pequeños robos y sisas en su infancia, como una forma de expresar carencias de afecto (sustituyendo pasiones por posesiones). Aunque los niños estén mimados y bien atendidos, el contacto emocional verdadero puede faltar más de lo que parece a primera vista, porque los padres se fijan en la superficie del hecho de tener un hijo (tenerlo muy bien vestido y agasajado) pero en realidad esas floridas atenciones disimulan una falta de contacto emocional, verdadera intimidad y confianza. Se produce un bloqueo del tipo ``sin-ti pero-contigo'': ni el niño tiene aparentemente motivo de quejarse (y de hecho sus sentimientos de rechazo e ira los entiende como una maldad incomprensible que le vuelve indigno de la bondad de los padres) ni tampoco logra querer limpiamente a quienes ensuciaría con sus aspiraciones impostoras.
Aprende pronto a fingir, a poner sonrisa angelical mientras que su perversión aumenta en forma proporcional al éxito del disimulo. Un robo delataría su verdadero ser aquejado del virus de la insatisfacción, pero su capacidad de simulación es tan consumada que prácticamente nunca le cogen. Parece que más bien se ve recompensada su hazaña de robar, su papel teatrero de bueno por fuera, malo por dentro.
Las tensiones pueden dividirnos de igual manera -una vez adultos- en 'normales' cara a las demás personas, y 'torcidos' para el fuero interno. El impulso de coger un objeto de un amigo al que se visita, en un restaurante o en un supermercado, canaliza, expresa y conduce la angustia en este escenario de osadía y posibilidad abismal de ser reconocidos como ladronzuelos (con lo que provocaríamos el rechazo de todos que verían nuestra turbia realidad).
La emoción del robo en sí misma es tan fuerte que su vida palpitante devuelve por instantes un refugio para olvidarse de algo que nos tortura. Nos da un sentido, una fuerza vital de la que de otro modo careceríamos.
Aunque pronto lo vida nueva que se nos promete nos quita la poca anterior que teníamos, llenándonos con el fruto contaminado del objeto oculto bajo las ropas, en los armarios, en los bolsos, lugares turbios que son prueba de aquello que humilla (esta vergüenza diferencia al cleptómano del psicópata social que no tiene ningún escrúpulo en disfrutar de su botín).
Como hemos descubierto la eficacia de la emoción del hurto como forma de escapar del sufrimiento, la usamos cuando la angustia nos atenaza, pero no vemos que de esta forma nos volvemos secretamente indignos y ello nos obliga a simular ser dignos -siempre con el temor de ser descubiertos-sin que ese esfuerzo proporcione la misma recompensa que a los que, esforzándose mucho menos, tanto les aprovecha.
La conducta cleptómana tiene consecuencias en la autoestima y la capacidad de animación de la persona, creando una especie de abismo entre los demás seres del mundo, con verdaderas necesidades, verdaderos sentimientos, personas de primera en suma, y el cleptómano, como carcomido por sus secretos, hecho de  apariencias poco sólidas, y que en la medida que se ve atrapado en su propio círculo vicioso, va manchando todos sus rasgos positivos hasta verse a si mismo en la negrura de lo repugnante.
La cleptomanía actúa como un cáncer, que nace en nosotros, en nuestra propia carne, pero que al mismo tiempo va creciendo contra nosotros. Para curar este cáncer existe la medicina del reconocimiento del bien verdadero, de aquel que tal vez no nos dieron cuando decían que nos lo daban, de aquel que realmente tuvimos cuando más bien nos alababan por otro que no nos interesaba o que no era nuestro, del bien que podemos hacer siempre a los demás participando de su vida, la verdad luminosa del éxito en lo que más nos calma, (en contraste a prohibirnos el contacto pensando en que conocidos seríamos rechazables), verdadera intimidad, verdadera comunicación y el placer de estar dentro de la ley común -ser uno mismo/a aceptable.

Trabajar

El trabajo cansa y la productividad disminuye más allá de ciertos límites dados por la naturaleza de las tareas y la capacidad que tenemos para ejecutarlas.
Dolerse más, agotarse hasta límites de embotamiento, monopolizar la mente con las importantes y sagradas cuestiones profesionales, todo ello tiene un matiz de bálsamo producido por la medicina del deber muy bien cumplido.
Cuantos desaires de pareja, dificultades con los roles de crianza de los hijos e insatisfacciones personales de todo tipo son aliviados pretextando un ineludible compromiso laboral que alarga tanto el horario laboral que suprime todo otro tiempo en el que se podría sufrir. No sólo pensamos en el trabajo fuera de la casa, también la profesión de 'sus labores' es susceptible de esta dinámica, como en el caso de la pasión por la limpieza perfecta de la casa, que devora todas las energías).
Es algo así como si en vez de huir en el espacio y apartarnos del lugar que nos produce problemas, lo que conseguimos volcándonos en el trabajo es demorar, apartar y dejar pendientes las cosas desagradables arropados por el pretexto de urgencias mayores.
La necesidad de huir por el trabajo (o el estudio, las personas que están en periodo de formación u oposiciones) podría llegar tan lejos que inventemos tareas, proyectos y problemas sólo con la secreta intención de que ello se convierta en una nueva costumbre de que lo excepcional y urgente sea sustituto de vida (con promesa de que el resto de la vida aparecerá cuando acabe la etapa excepcional,es decir, entonces ya será tarde o no sucederá nunca ese momento).
Matarse trabajando es una forma eficiente de suicidio, de anular la parte del Yo de la que proviene la angustia. Mientras que el cansancio aparece como noble muerte, en contraste la vida le parecería al adicto al trabajo una mala vida que vivirse.
Esta forma fugitiva de agotarse para huir, no trae paz, sino que complica la guerra. No por engañar a nuestras necesidades como seres humanos completos logramos que la angustia desaparezca, sino que más bien aumenta como el rumor de los motores de una ciudad atascada.
No querer pensar, como si el pensamiento que trae dolor fuera malo, es un error estratégico. Pensar, y mejor aún, expresar en palabras a una persona de confianza, escribir sobre los nos preocupa, es poner nuestra inteligencia en marcha para resolver las dificultades. Cabe considerar que hasta podríamos lograrlo y nos estaríamos perdiendo esa solución realmente satisfactoria.

Estimulación (falta o exceso)

Nuestro cerebro no puede vivir sólo de sí mismo, dándole vueltas una y otra vez a lo que contiene, repasando goces ya vividos, penando penurias ya sufridas, andando caminos ya recorridos, repasando deseos y realización de deseos ya habidos. Un místico aislamiento volcado uno con uno mismo no nos enriquece, sino que nos degrada, nos impide alimentar con realidad externa una realidad interna hecha sólo con los ladrillos de la representación, la foto desleída y el recuerdo borroso.
Las redes neuronales de nuestro cerebro necesitan de los estímulos externos para fijar, mantener su arquitectura y reforzar el conocimiento.
Los niños con pobreza de estímulos son menos avezados que los que han disfrutado de estímulos que han provocado en ellos retos con los que su mente se ha entrenado.
En el caso del adulto puede perder lo que ya tenía. Las habilidades que no se ejercitan se deterioran. Dejamos de caminar un mes y luego casinos hemos olvidado cómo se hacer para caminar. No hablamos con nadie durante un año y luego no sabemos qué decir, cómo se habla, cómo se expresan nuestros pensamientos (de hecho personas que de niños eran dicharacheros de adultos se pueden transformar en inhibidos tras un largo periodo de silencioso retiro).
El aislamiento deprime, cambiando el mundo de las oportunidades por el mundo de las imposibilidades, por negras fantasías sustitutas que permitan nuestra parálisis e inhibición resignada (en vez de salir disparados como un sediento en el desierto en pos del oasis de cualquier persona que rompa la angustia de la soledad).
El hastío, el aburrimiento, la soledad no querida, suelen constituirse en vertidos muy poco ecológicos al lago de la ansiedad. Son situaciones de falta de Estimulación, de funcionamiento natural, y hasta tal punto dejarnos de ser como queremos que podemos tener sensaciones de extrañeza, de irrealidad y dudar de quienes somos realmente, no saber donde y porqué nos hemos perdido.
En el otro extremo tendríamos la sobre-estimulación, en la cual provocamos percepciones, elaboración de sensaciones, respuestas intelectuales o físicas en una cantidad que fuerza la capacidad del sistema nervioso.
El cerebro, hasta cierto punto, puede seleccionar unas formas y colocaren un fondo neutro estímulos menos relevantes, para que esta jerarquía nos permita dosificar nuestros recursos. Pero en el caso de la sobre-estimulación no hay concentración en un tema que llevamos entre manos, sino el deliberado y ambicioso propósito de ocuparnos del máximo número de cosas a la vez.
Forzamos nuestras capacidades porque tenemos los mecanismos de explotar un alto rendimiento en una situación de emergencia, en la cual el organismo se activa de una forma extraordinaria para poder hacer frente a una situación que lo requiere. Nadie nos impide abusar de nuestro poder si queremos rendir más. Algunas drogas tales como las anfetaminas, la cocaína, etc. también aumentan artificialmente la amplitud de eficacia.
El deseo espiritual de rendir usando de su poder no tendría mayor inconveniente si los humanos fuésemos ángeles o dioses en vez de seres biológicos. Nuestras posibilidades para estar ultra-creativos, brillantes e inspirados es muy relativa, requiriendo esta mediocre situación una adecuada gestión de energías y del saber conformarnos, saber subir y bajar apaciblemente como si viajásemos en una ola marina.
La sobre-estimulación tiende a traspasar un umbral temporal de resistencia y agotamiento, que se desprecia y desoye. En vez de parar, seguimos un poco más allá, arrastrados por la pasión contra la ansiedad, tapando una cosa por otra.
De esta forma una emocionante conversación en un chat o en una línea 906 se impone a la necesidad de descanso, a la molestia de un nerviosismo palpitante y al crecimiento galopante de la factura telefónica.
Internet nos inunda con ilimitada información. Las páginas web pasan un tras otra buscando un poco más algo que se promete que está perdido en la inmensidad del tesoro que está tapado por la basura, la paja y el muro, las lianas retorcidas y plantas selváticas que nos confunden con sus chillones colores, y se nos impide el paso en el cada vez más complejo laberinto (de hecho mientras buscamos la salida ya aumentado el número de puertas).
El adicto es consciente de que el tiempo pasa, la frustración aumenta, el sueño se desvanece, se debería parar pero la esperanza se impone a todo:  ya estamos en fase compulsiva. La compulsión nos está engañando no tanto porque nuestro deseo actual no se llevase con alegría -que eso sí- sino la estafa es al resto de deseos que se desprecian olvidándose uno de los 'unos' de que se compone.
Internet promete iluminado poder de conocimiento, de inagotable fruición, de libertad escópica en la que podemos mirarlo todo, de vanguardia reluciente que nos hace estar 'a la última', es decir, nos permite ser los primeros.
En la medida que promete mucho, nos justifica, y aparentemente somos razonables sin saber que la razón aparente es una máscara tras la cual se oculta la huida hacia adelante.
La angustia que experimentamos en un aparte de nosotros mismos puede olvidarse buscando en otra parte, y esa parte puede ser un dolor para dolernos de otra cosa, pero también un placer que sacia otra cosa que la que necesitaríamos calmar.

La fiesta y el ruido

El placer de la fiesta es que nos permite olvidarnos de las preocupaciones diarias y encontrar alivio frente a los penosos compromisos, recuperar fuerzas y volver renovados por haber dado turno a otro ser que no somo sen la vida diaria.
Nos vamos para regresar, pero nadie nos impide aturdirnos en el ruido, la feria, el constante carnaval que nos permita olvidar que teníamos que regresar, de forma que el ensueño reparador parezca un segundo siendo demasiado.
El natural componente lúdico y festivo, el desorden que todos necesitamos para reordenar de nuevo nuestra vida puede desplazarse y ocupar un trono que todo lo todo lo tenga bajo ese punto de vista bromista, gracioso, burlón, aventurero y ruidoso, instalando en el espíritu la risa perpetua.
Se logra así que se despejen las brumas de toda preocupación, asunto serio y trascendente o pregunta molesta, pero ello no es precisamente gracias a un equilibrio granado con el pulso firme de un esfuerzo creativo, sino más bien impidiendo toda seriedad.
Lo serio abarca tanto la serenidad, el tranquilo goce de la reconciliación consigo mismo, la contemplación extasiada de la belleza, (hasta alguno juegos son 'serios', tales como el ajedrez) como también se extiende a los problemas sesudos, la pesadez antipática de las dificultades.
Desde luego es una tentación suprimir todo lo serio, todo lo truculento y desagradable e instalarse en la cueva tapando la entrada de cualquier luz cegadora con la piedra inflada de la alegría. Esta cueva se parecería mucho a un bar.
Este es un viejo mecanismo que desde el 'circo y fieras' de los romanos, el 'fútbol, toros y fiesta' de los mejores tecnólogos de la manipulación de masas, hasta la vida hecha espectáculo constante y cancerígeno (metáfora del espectáculo que se genera a partir del espectáculo de los que hacen espectáculo y así sucesivamente...).
El triunfo mediático de la vanidad evanescente, efectivamente logra persuadirnos de que una nada es mejor que otra nada. Se nos invita a ser felices sin felicidad, sino con la risa y la mueca con la cual se dice que se presenta, esto es, pura propaganda ficticia.
Dejarnos ir pasivamente ante el televisor viendo brillar espectáculos, bellezas, curiosidades, detalles morbosos, los famosos y sus dobles y los dobles doblados en una inacabable escalada de simulacro, es una una forma de matar el tiempo de preocupación con una materia vacía que nos despreocupa pervirtiéndonos.
En ocasiones la noche es la hora del 'juicio final' y nos resistirnos a morir durmiendo cuando todavía no hemos vivido durante el día. Buscamos alargar las horas buscando un poco de felicidad que nos permita ser acunados por esa dulce sensación de bienestar, pero buscamos en el lugar equivocado (atracones de televisor, películas pornográficas, masturbación compulsiva, comida, los bares y lugares de perdición similares) en vez de calmarnos dando a nuestra necesidad de vida un poco de realización personal que nos reconcilie con nosotros mismos (estoes, hacer algo digno o útil).

Emociones fuertes

Una fuerte emoción aturde, desorganiza el curso del pensamiento y se presenta como un certero disparo en el centro de la diana de la atención.
Si la emoción es de angustia, la necesidad urgente de escaparse es más importante que ocuparse de estudiar a qué apunta, qué se teme y desarrollar un curso operativo de acción. La razón es sencilla: el trabajo de sobreponerse exigiría aguantar un rato la angustia hasta hacerla desaparecer razonablemente, por consiguiente optamos por una solución peor pero más rápida.
Podría pensarse que esas prisas en cuidarse están universalmente mal consideradas, de forma que ese fallo todo el mundo lo supiera y nos mirara con extrañeza delatora cada vez que nos vieran equivocar.Nada más lejos de la verdad: la tendencia de nuestra cultura, hoy por hoy, es predicar la prisa. La prisa es vista como una buena cosa, efectiva, quirúrgica, práctica, productiva, capaz y toda suerte de epítetos que connotan positividad. Así que nuestra propia sociedad es la que más nos tienta a preferir salidas por peteneras.
En estas circunstancias es cuanto otra emoción pueda presentarse para arroparnos y ser refugio cegador de una primera supuestamente peor.Es muy delicado en este sentido separar cuando hacemos algo por placer o por huir. ¿Cuantos cigarrillos de un fumador son fumados realmente con gusto, cuantas películas y programas de televisión vemos porque nos interesan realmente, cuantas monedas que hecha a la máquina el ludópata le dan realmente premio?, ¿cuantas compras realizamos en un gran almacén que no nos dan más culpa que el placer de adquirir lo necesario al menor coste?.
Las pasiones compulsivas de un jugador, de un aficionado al riesgo sistemático o sencillamente el que complica un problema creando un nuevo problema, se pueden detectar por la función de que tienen las conductas compulsivas de estar ocupadas sin tiempo ni energías por otra cosa, con la misma fuerza que se enfrentaría a lo que se huye, pero volcada en otra dirección.
Imaginemos la imagen de un trabajador que tuviera que hacer una tarea difícil y urgente en una mañana y se dedicara a pulir sus herramientas preferidas, de forma que su pasión por tener todo arreglado le distrajera tanto que se diera cuenta de que la mañana había pasado y ya era tarde para realizar el trabajo que tenía que hacer.
Vemos que una característica principal de la emoción desviadora es dejar el problema original intacto y pendiente, exigiendo de una forma si cabe más imperativa que vayamos a salvarnos con lo que nos condena.

El poder de la compulsión

Llega un punto en el que dejar crecer ciertos impulsos les proporcionan un acceso privilegiado. Es como si le confiáramos la llama de nuestra casa a un ladrón, somo si diéramos un puesto en el Consejo con voz y voto a un directivo de la competencia.
A todas luces es contradictorio ser jugador ludópata y gastador prudente, comedor compulsivo y guardar la línea. Se hace casi imposible convivir con una contradicción que se ve. En cambio,  una que fuera oratoria, engatusadora, aparente y disimulada parecería inocua aunque contuviera la misma carga de veneno.
Estar dividido entre dos fuerzas iguales es muchísimo más lioso que otras dos que fueran desiguales y jerárquicamente una muy por encima de la otra. Por ejemplo, me puede molestar que me pisen el pie, pero el respeto humano que tengo hacia el prójimo hace que resuelva por ``perdonar al pisador'' en vez de matar al culpable. Pero cuando tengo apetencia por comer, o el ludópata por jugar, no están obvio que el conflicto se resolviera por el lado de ``renunciar  al exceso de comida'' o dejar de probar suerte una vez más.
Esto, mirando en la frialdad reflexiva de una persona que padezcael descontrol será visto como algo que aún pareciéndole como irracional y contrario a su natural concepción de las cosas, se le impone a pesar de ello de una forma irresistible.
Esta situación es descripta como una en los que ``falta la voluntad'' o equiparándola a una enfermedad (como cuando uno quiere estar sano pero los virus hacen caso omiso de nuestro deseo).
Pero en la enfermedad hay un agente infeccioso, un mal funcionamiento de un órgano. En cambio ¿qué es esa voluntad ``falsa'' que mueve nuestra mano que coge comida, apuesta por un número o enciende un cigarrillo tras otro que se acaba de apagar?. Parece ser que será ``falsa'' o ``poco razonable'' pero es de primera categoría. Es una voluntad perfectamente inteligente: por ejemplo, un ludópata es capaz de conseguir préstamos y dinero de una forma que era impensable cuando no lo era.
Es asombroso. No tenemos más remedio que admitir que esa voluntad-contrariase a creado a pesar nuestro, a nuestras espaldas, por nuestra propia guia, paso a paso, desde cuando empezó y era apenas una nadería anecdótica hasta ahora que aparentemente uno ``no se puede resistir''.
Por el hecho de venir, permanecer y aumentar por nosotros y en nosotros, nos sentimos inevitablemente implicados en el asunto. Mucho más involucrados que en el caso de habernos contagiado por un descuido. La responsabilidad se vive, se reprocha y no se alivia el asco, la culpa y la vergüenza por mucho que se le convenza a la persona de estar enferma o estar poseída de una misteriosa fuerza alienante.
Es más. La culpa y la vergüenza contribuye más de lo que parece en reforzar las conductas adictiva. En fase 'on' el adicto ejerce su adicción, pero en fase 'off' se reprocha por haber estado en 'on'. El recuerdo de la experiencia reciente repugna al propio actor de forma que ni lo bueno aprovecha , porque se contempla con remordimiento, ni lo malo se olvida fácilmente.
La imagen propia se resquebraja por la constatación de las contradicciones después que se han manifestado (¡nunca antes de evitarlas!),y contra más amargura se produce más la adicción se ofrece rápidamente como alivio (¿Has comido más de la cuenta y estas arrepentido? !Come más para paliar el disgusto,total el mal ya está hecho!).
De hecho el ofrecimiento de la adicción se vuelve un ``salva todo tipo de situaciones'', especialmente las más desagradables.La lánguida caída en el impulso destructivo es un éxito de la seducción, de su saber estar siempre como un buen amante que sabe estar en el el momento oportuno en el que la víctima flaqueado se presenta competencia. Es activado por todos los resortes que producen ansiedad, sea cual fuera su fuente, y finalmente, en el colmo de la perfección, cualquier placer que podría tentarnos para superar la ansiedad.
Es por esta incapacidad de la razón para ver lo que está oculto a la vista lo que suele favorecer las terapias de control de estímulos (no dar dinero al ludópata, no tener acceso a comida, sentir nauseas cuando se ingiere alcohol).
El éxito de estas estrategias son incompletos de cara al problema del auto control autosuficiente, para el cual será necesario saber de la astucia de los impulsos y de la capacidad de autoengaño. Y no sólo se trata de no tener conductas adictivas o conductas compulsivas y de desvío, sino sobre todo la persona ha de aprender en definitiva sistemas alternativos y más inocuos de resolver las ansiedades que su vivir conlleva.

Autoimagen y autoestima

La consciencia de de lo que somos y lo que quisiéramos ser, contiene una especie de contabilidad, experiencias vividas, listas de resultados, compendio de diagnósticos y evaluaciones que resumimos con una palabra que lo comprende todo: Yo.
En ese diario íntimo se anota cada novedad, cada pequeño rencor que nace, cada ilusión y estímulo interesante, cada íntima frustración, todo lo dicho y escuchado, y todos los secretos ni dichos ni oídos.
Lo sucedido ha de organizarse de una forma adecuada (por ejemplo, el quid para poder recuperar un dato es saberlo colocar en el cajón oportuno).
Pero desgraciadamente también están las heridas de la memoria (como muy bien expresa ese cuadro homónimo de René Magritte que presenta una cabeza blanca y marmórea, que en contraste está manchada con sangre), cuando lo que introducimos parece más bien contaminar lo que hay dentro, agujerea los cajones, ensombrece los colores de los hechos más luminosos. Corroe con su poder sulfúrico nuestras hermosas promesas de ser algo mejor, las esperanzas y motivaciones que deberían dar energía y empujarnos en nuestras alegres aspiraciones.
Aseguraba Heidegger que el origen de la angustia era la forma como el ser humano conocía la nada como lo que hay detrás y antes de las cosas que existen (tenemos muy interiorizado que provenimos de la nada y en nada acabamos, por lo que angustiarse sería salirse del 'algo' que hay en medio). Efectivamente, la muerte de un ser querido hace que nos sintamos un poco más vacíos de 'algo' que se ha trasformado en 'nada'. Pero esa experiencia agónica que la muerte expresa en su máxima potencia aniquiladora puede tener también ser emulada por otros productores de vacío.
La muerte de las ilusiones juveniles que teníamos por los derroteros plúmbeos que nos toca vivir (a los que la fortuna no acompaña) puede llegar a generar una imagen propia de fracasados, (aunque tal vez esas fantasías de éxito tenían mucho de inflado sentido de omnipotencia, sin estar acompañados de posibilidades reales).
Ayuda no poco el prejuicio social harto extendido de que el que no triunfa es porque no lo merece, no tiene cualidades personales o no ha sabido conducirse con astucia. En cambio idealizamos a los que las cosas van bien pensando que son listos, correctos, maduros y se merecen todo por mérito propio.
El desamor, la sensación de no lograr ser lo suficientemente queridos, es también un sentimiento que parece acusarnos como si una voz interior dijera ``!por algo será!''. Tal vez no somos interesantes, dignos, ni merecedores. No somos grades, sino ``poca cosa'', poco botín para los demás a los que más bien importunamos con nuestra molesta presencia. Nacemos siendo queridos y morimos parcialmente como si vivir y vivir con amor fueran la misma cosa.
En ocasiones se ha podido crear una excesiva dependencia del afecto de los demás, de forma que nunca tenemos bastante, siempre estamos sedientos, mendigando como pedigüeños migajas de afecto, degradándonos en la petición a niveles de angustiosa humillación, y siempre somos frustrados por no lograr ser el todo para los demás como fueran para nosotros como padres de generosidad incombustible. ¿No sería la solución conformarse con menos y buscar otro tipo de placeres para calmar nuestra sed de bienestar? En cambio el dependiente a menudo se vuelve un sufridor empedernido buscando más de lo mismo, haciendo esfuerzos inmensos para convencer con sus favores, sus tiernas delicadezas, sus sutiles atenciones que sólo provocan las iras, el desprecio y el rechazo.
En ocasiones ni siquiera hemos sido queridos nunca, porque los que decían que nos amaban nos engañaban (es tan fácil mentir con la palabra y con el regalo sustituto), y nos traicionaban haciéndonos entrever que con un poco más de esfuerzo por nuestra parte acabaríamos provocando por fin el ansiado don del amor, siendo en realidad una siniestro engaño producido por los más próximos (como en la más pura tragedia de traidores shekaspearianos).
Como ni siquiera sabemos lo que nos daña, no podemos tampoco desesperarnos de una vez y convencernos de que nuestras pretensiones son baldías e inútiles, lo cual podría liberarnos y hacernos buscar el afecto en otra parte. No, lo peor en esta situación es que seguimos esperando atrapados totalmente en el engaño, tiranizados por el cruel mentiroso que nos deja escapar (sin ti, pero contigo).
La violencia ejercida sobre nosotros también nos mata aunque el cuerpo externo estuviera intacto. La barrera de la piel es sólo una barrera de imagen (lo que somos de ``puertas para fuera'', pero no de experiencia vivida ``puertas para adentro''). Por eso el daño hecho por el desprecio, la descalificación, la violación, la tortura, son invisibles llagas vivas que podemos ser totalmente incapaces-acostumbrados más a limpiar y curar lo externo- de sanar dentro de nosotros.
Todos los insultos recogidos desde pequeños (tonto, inútil, desastre, torpe, etc.) son calificaciones que nos hacen estar 'suspendidos'. Y como internamente suspendidos nos toca, como si fuésemos unos impostores, a dar el pego ante los demás de ser ``uno más'' sabiendo que en realidad somos ``uno menos''.
Los fracasos escolares son también como puñaladas a la inutilidad y posición esquiva en la que colocarse (a la cola) de los status sociales y aspiraciones profesionales. Como fuera que los planes de estudios priman la homogeneidad por encima de la diversidad de cualidades, sólo resultan excelentes más bien los mediocres que encajan perfectamente en el perfil de buen estudiante que nada se cuestiona, que a nadie incomoda, que no desvía sus energías u entusiasmos en otra cosa que ser una pieza en la maquinaria. La curiosidad, la inquietud, la vitalidad se convierten de esta forma indirecta en defectos de personalidad, trasformando al mal estudiante en vago, con la ``cabeza llena de pájaros'', totalmente incapaz de domesticar sus impulsos, díscolo y un desagradecido causador de disgustos a las personas que más le aprecian y esperaban de él algo mejor.
Los compañeros de clase, los vecinos, primos, conocidos y allegados con los que el azar nos envuelve suponiendo que son el ambiente apto en que la planta de la amistad y valoración ha de crecer pueden más bien convertirse en planta carnívora y ambiente depredador.
La crueldad infantil, negro espejo en el que los niños se miran cuando no entregan su sonrisa profidén a los adultos a los que manipulan con su carita de ángel y sus lloriqueos sentimentales, está tan extendida como la ceguera de los padres sobre la realidad de sus hijos. Los niños crean grupos mafiosos en los que se acepta y expulsa, se castiga y domina, se humilla y degrada implacablemente al que presenta una debilidad. Los niños, que a un no están completamente domesticados y socializados, pueden crear sociedades más salvajes de lo que se está dispuesto a reconocer. Puede que incluso de adultos seamos en parte ese niño que se complace en lo cruel, en las películas de psicópatas, el miedo retorcido, de enfrentamientos despiadadas y morbo insalubre.
Son desde luego lecciones difíciles de aprender para las almas más delicadas y sensibles, que en un mundo inmisericorde serían suprimidos de un plumazo, pero que entre los humanos, que hemos decidido apartarnos de las implacables leyes de la naturaleza, admitimos ahora benévolamente en sociedad, aunque nunca porque lo consideremos la parte noble, más digna y superior que deba imperar (más bien como una condescendencia que un rico se puede permitir, cosa que en los momentos realmente claves se puede perfectamente desvelar, como en los comportamientos en época de guerra, escasez, hambruna, catástrofe, etc. que nos vuelven otra vez fieras depredadoras).
Puesto que no estamos en una sociedad solidaria, aunque algunos detalles pudieran dar el pego, ni en una era del amor, la realidad es que el que no sabe dar fuertes codazos es apartado de la fila, hecho favorecido incluso por sus propios y nobles escrúpulos que le impiden reaccionar.
Y es de esta manera que un ambiente poco valorador de lo mejor que somos, y que más bien nos burla y castiga por ello, crea una personalidad apocada y angustiosa que no contempla a los demás con el placer de compartir el mundo, sino con el temor de estar constantemente expulsado de él en los trabajos, en el mercado del amor, en los circuitos de la amistad, en las palestras de la admiración. André Maurois intentó crear una ficción de ``artícolas'' que vivían juntos -ellos los nobles y sabios- en una isla de felicidad perfecta. Pero como la isla es una ficción, se deduce que la felicidad es una isla utópica que consuela a los mejores cuya estima propia está dañada por no ser nunca mejores para los que realmente a su alrededor les podrían apreciar.
Estas sensaciones son trágico-cómicas: el sensible realmente vive frustrado y sufre mucho, pero también hace constantemente el ridículo, no se adapta a ninguna circunstancia social, no se le tiene en cuenta, lo pasa mal en las fiestas, no sabe hacer risotadas, es torpe cantando chistes, y lo que le interesa parece no tener predicamento en los demás. Está, pero está pasmado, esperando no se sabe qué que nunca llega .
Adler hablaba del complejo de inferioridad, Carl G. Jung hablaba de complejos como, de nudos que nos atan produciendo una trabazón interna que nos impidiera estar cómodos y sueltos porque ciertos movimientos estiran la cuerda e impiden ir más allá, retenidos. Ciertamente son formas de no podernos querer tanto por considerarnos menos que los demás, como porque interiorizamos o prevemos su rechazo, como porque supongamos que no lograremos interesarlos.
Estos complejos los hemos adquirido en algún momento de nuestra vida, quizá despreciados por nuestros padres, aparcados al aparecer un hermano menor, torturados por nuestros compañeros de clase o chocando que contra el sistema escolar, teniendo sensibilidades y facultades que en nuestro ambiente son poco valoradas, o bien quizá han surgidos a raíz de determinado fracaso sentimental, malos tratos, ruina, enfermedad crónica o muerte. Como quiera que el Yo siempre es el Yo actual, lo decisivo es estar heridos ahora, aunque haya sido siempre así (es decir, que al que sufre no le consuela mucho el pensar que antes no sufría).

El tabaco

Enlace: Psicología del fumador

Hipersensibilidad

Nos vemos obligados a seleccionar entre la inmensidad de información que recogen nuestros receptores, cual nos parece importante y cual puede despreciarse (respuesta activa, selectiva de la percepción). Nonos interesan de la misma forma las percepciones que resultan irrelevantes de las que son esenciales en un momento dado.
Para filtrar los estímulos el cerebro dispone de un sistema para hacer que estímulos de una parecida intensidad, pensemos por ejemplo en un ruido de fondo y una conversación que quiero escuchar, lleguen a la consciencia arreglados, esto es, la conversación en primer plano. Otro ejemplo podría ser que sea consciente de que estoy llevando una ligera hoja de papel en la mano, mientras que no me de cuenta de que llevo encima un kilo de ropa.
A la inversa, también podemos hacer propagación retroactiva de redes neuronales: hacer que determinado estímulo -habitualmente poco intenso- se pueda sentir con mayor intensidad de la que le tocaría de costumbre. Por ejemplo, hemos tocado el perro simpático, pero sucio, de un amigo, y al verlo de pronto rascarse pensamos ``¿Y si tuviera chinches y yo las hubiera cogido al atusarle el pelo?''. Enviamos una señal de excepción -no funcionaría este sistema con otras señales que no fueran verdaderas señales de excepción, de forma que si no hubiéramos pensado que realmente el perro tenía chinches sería imposible- y entonces somos capaces se sentir en distintas zonas de la piel, de una forma anormalmente intensa, un picor que nos confunde más que nos aclara la duda que tenemos sobre si están los molestos bichitos o no.
El cerebro es capaz de activar una zona de la piel de una forma similar a como si fuera estimulada por el exterior (por una presión, roce, temperatura, etc.) con el fin de buscar de forma más precisa algo que se espera encontrar en la nube de puntos estimulados. Por un mecanismo similar, si presentamos una lámina de puntos (dibujo borroso) y preguntamos a la persona qué ve, no reconocerá nada; pero si le decimos que hay un pato, rápidamente lo encuentra, guiado por un patrón previo que impone a las señales difusas que entran en su campo visual. Sabe qué mirar, como podríamos decir del hipersensible que sabe qué sentir.
En el ejemplo anterior de los chinches, contra más preocupación,contra más alarma generamos debido a la incertidumbre de no saber si estamos infectados, más intenso y duradero se vuelve el picor, como si lo que picara ya no es un estímulo molesto sino estar molestos por nuestra propia inquietud.
De hecho un grado de ansiedad elevado puede producir una incomodidad que puede no encontrar alivio: por ejemplo, estamos muy nerviosos pero no nos podemos levantar de una silla, e incluso debemos simular compostura, entonces se produce un picor producido por la misma rigidez de la postura y el hecho de que no podemos realizar los movimientos que habitualmente hacemos para acomodarnos.
La incomodidad de no saberse libre de contaminación por consiguiente induce un cierto acartonamiento de la piel que se estudia, un dejarla rígida para que que sea objeto de estudio -en vez de acomodarla, moverla de forma natural- lo que, añadido a lo que produce la misma expectativa de lo que tememos encontrar (miramos con parecido interés tanto lo que queremos como lo que tememos) resultan en un picor real, que está ahí, que observamos con la misma objetividad que si al tocar una barra de autobús público adquiriésemos instantáneamente una sarna, o al apoyarnos en una pared unas pulgas oportunistas hubieran cogido nuestra piel al asalto.
El picor es una clase de picor, es como si lo fuera producido por las causas que tememos de una forma demasiado parecida al caso real, y que por eso mismo nos hace dudar, y al hacernos vacilar suspendemos las sensaciones para estudiarlas. Hasta cierto punto tenemos la capacidad de hacer durar un poco más las sensaciones, hacer que tengan halo, como al relamernos, saborear con fruición, sentir el peso que del que nos hemos librado, un beso que dura, aun  alucinado, después de que los labios se han separado.
No hay manera de zanjar este dilema hasta alcanzar el punto en el que actuemos de forma relajada. Sólo entonces, al suprimir esa señal de alarma que, buscando anormalidades, genera extrañas sensaciones sensoriales, podremos saber si realmente, en un nuevo marco de sensibilidad normalizada, hay entonces algo raro en la piel.
Simulando que nada nos preocupa, actuando con ligereza, haciendo como si no pasara nada digno de mención, aunque no sea totalmente la verdad, no deja de producirse una calma impuesta. Con un poco de pericia y entrenamiento puede llegarse a suprimir la categoría de ``importante'' que tiene la sensación y lograr así que las percepciones se amortiguen en su sordo estado secundario.
La atención burlada, porque podemos apostar descaradamente sobre lo que merece más la pena, priva de alimento a la hipersensibilidad, que en definitiva es sensibilidad aumentada por la misma atención espantada que le dirigíamos.
Un molesto dolor crónico nos puede desesperar, capturar constantemente nuestra atención con su angustiado grito que nos pide quejarnos, estudiar su anormal presencia, esperarlo, evaluar su crecimiento. Y en la medida que se convierte en foco principal de interés nos regala con sus mejores galas de desagradable impertinencia.
En contraste con una ola de dolor que nos aturde, irrita y desorganiza, la actitud estoica de sobrepasarlo, de hacernos los despistados, de desoírlo para agarrarnos a pasiones vitales que se resisten a hundirse en un segundo plano, logramos con ello, más que anular su existencia, el que, al no rebelarnos, al no luchar, al aceptarlo y convivir con él sin rechistar, simplemente dejamos de percibirlo con intensidad desquiciada.
En ocasiones los padres inducen a sentir espantadamente a los niños que tienen una pequeña herida, un roce, una pequeña molestia. Por su desmedido amor y protección van raudos al cuidado, dando una importancia al dolor deducida por el niño a través de la misma diligencia y aspavientos (``A ver, a ver... huy, pobrecito!, qué herida se ha hecho... sopla sopla para que el mal se vaya..'') con el que es atendido. Esto es un ejemplo de cómo luego ese niño, de adulto, puede ser hipersensible al dolor, por el arte de magnificarlo por su exceso de pusilánime preocupación.
Las mismas manifestaciones físicas de la ansiedad pueden ser vistas como algo amenazante por sí mismo: la opresión en el pecho, la sensación de ahogo, un bolo en la garganta que parece impedir el paso a los alimentos, el calor, el sudor, el temblor, el vértigo.Todo el conjunto de sensaciones que produce una activación angustiosa de cierto relieve, y que en circunstancias en las que estuviéramos absortos por desentrañar un peligro externo justificado (nos asaltan, se rompe algo repentinamente, subimos a una atracción impactante de feria) ni siquiera prestaríamos mientes, en cambio, cuando nos parece que la angustia no debería aparecer o no entendemos porqué estamos angustiados, entonces parece que la física de lo que sentimos sea el único problema en el que podemos pensar.
Esas sensaciones parecen increíblemente extrañas y amenazantes, quizás anuncio de desmayo, muerte o locura. Y en la medida que su permanencia nos devora más las miramos con lupa, agrandándolas en lo posible para su estudio, para iluminar su naturaleza y su curso.
Como quiera que la misma observación aterrorizada las contiene, las aumenta y las enrarece más aún si cabe, no encontramos nada que nos permita tranquilizarnos, justificando con ello que permanezcamos impotentes, pasmados, agarrotados, esperando lo peor.
Si algo nos saca de este lamentable estado (nos llevan a un servicio de urgencias, nos entretienen o nos distraen) al estar por otra labor, salimos donde permanecíamos pegados, pero no fijados a una opresión imposible de vencer, sino paralizados por nuestro propio abandono, por nuestra sensación de imposibilidad.
Un dolor de cabeza comienza. ¿Prestamos atención a esa evidencia de malestar? ¿Deducimos que debemos tomar medidas? Puede que no, que nos parezca más importante permanecer en lo que nos está produciendo el dolor de cabeza, pensando que es poca cosa, que podemos aguantar más, hasta que nuestro error de cálculo nos demuestra que ya es tarde. En este caso nuestra actitud esta impidiendo solucionar un malestar que podría subsanarse, y el resultado final parece ser que sufrimos algo de forma totalmente pasiva e inocente, en vez de vernos parcialmente involucrados.
La hipersensibilidad es la manera exagerada de experimentar una sensibilidad excitada, irritada, forzada. También podríamos ser más astutos y antes de que vaya a más hacerla de menos no prestándole demasiada preocupación, tranquilizándonos, tocando aquellos resortes que cambian nuestro momento, haciendo en lo posible una cosa agradable que nos alivie.
Los estados de nerviosismo producen también una propensión general a la sensibilidad irritativa, y paralelamente la capacidad amortiguada de captar sensaciones placenteras (se disfruta mucho menos estando angustiados). El ruido se vuelve mucho más molesto que de costumbre,  los esfuerzos y frustraciones producen enfado, nos fijamos más en una cagadita de perro que un ciudadano desatento he dejado abandonada, o en las pequeñas injusticias con las que nuestra vida diaria se teje con tupida urdiembre y que de pronto se nos antojan imperdonables. Las pequeñas heridas o molestias, los golpes y torpezas -la ansiedad tiene el dudoso mérito de propiciar los unos y las otras, volviéndonos más desorganizados y proclives a los errores-, los malos olores y los sabores desagradables con los que nos sorprenden algunos alimentos aparentes, todo el contacto con el mundo externo parece desquiciado y hostil.
Se favorece de esa forma una respuesta de rebelión airada, una sensación penosa de estar injustamente heridos, una protesta sorda (a veces no tanto, si nos damos licencias de explayarnos con un golpe de puño en la mesa, tirando algún que otro enser renunciable, cuando no pellizcándonos, dándonos tortazos o cabezazos en la pared), una amarga decepción de ser maltratados por los acontecimientos adversos. La queja, la protesta afilan el  bisturí de la sensibilidad que corta y hiere más todavía, siendo otra forma de curarnos con la hiel que nos empeora en vez de con la miel que nos endulza.
La ancestral receta búdica, ``no pienses, no valores, déjate fluir'', parecería una buena receta en esta circunstancia. Mejorar no empeorando, aceptando la angustia y dejándola pasar con la indiferencia que vemos pasar un paisaje, hacendo el papel de espectadores distantes y desapegados. Un buen faquir así actuaría. ¿Una cama de clavos?, !qué más da!, un camino con carbón ardiente, ¡qué hermoso paisaje imagino!. De forma similar aceptarse con ansiedad, es dejarse estar inquieto sin fijarnos en la incomodidad, sino más bien anhelando un estar de otro modo, un saborear o anticipar como si estuviéramos ya en una situación mejorada, y dejarse pasear forzando un paso suave en medio de la prisa y la tormenta.
Hay que reconocer que la solución búdica requiere importantes cualidades espirituales, una notable capacidad de que las ideas nos influyan, nos aclaren y nos re-situen. Pero para las personas poco intelectuales esta solución es demasiado complicada, y se adaptan mejor a la cura por la acción. Una manera de actuar nos calma y nos reconcilia con la vida. Entonces hacemos algunas cosas que sabemos que nos sentarán bien (siempre que no entren en el capítulo de respuestas contraproducentes por sus efectos secundarios), leer aquel libro que nos transporta o que nos entusiasma, iniciar proyectos que abran esperanzas, buscando apoyos y alivios, yendo en pos del placer, aunque esté aguado y disminuido por la ansiedad,  para que su memoria revivida los vuelva plenos y de nuevo eficaces.
Para que la música, la charla, la diversión sean frescos y limpios necesitamos perseverar e insistir, porque no funcionan igual cuando los buscamos heridos que sanos. En estado de salud se saborean y sientan bien al primer contacto, pero en estado de congoja, deshilvanados y aturdidos por el ruido de la angustia, nos cuesta concentrarnos, necesitamos ir por el camino algo atontados y embotados, perdiéndonos matices y cualidades, pero la paciente tolerancia con esa forma imperfecta de entrar en el placer tiene una recompensa de llegada. La cura de la angustia entonces es diferente del disfrute de estar sanados, pero nos aproxima, nos hace estar casi bien, casi relajados y no vamos a cogerle tirria al 'casi' siendo que casi todo es mucho mejor que casi nada.

Hipocondría

Ver en enlace: Hipocondría

Comparaciones entre la rabia y la angustia

Sabemos más de la rabia que del resto de emociones, así que nos servirá de guia para entender algunas dinámicas especiales de la angustia. Si estamos rabiosos podemos parar una rabia rebosante golpeando algo con fuerza. Descargamos. Pero descargar es atacar más bien que no hacer nada, cosa que paradójicamente más bien cargaría más la batería del odio.
La liberación de la rabia, lo que la satisface, es dirigirla hacia algo y producir ahí afuera un daño, (aunque también podemos incluir en el afuera el adentro del que nos desentendemos,como al pellizcarnos o darnos un tortazo a nosotros mismos u alguna otra forma aún más sofisticada de auto lesión).
La angustia también tiene ese mismo objetivo de expulsarse, ¿pero qué hacemos para desembarazarnos de ella? ¿apretar los músculos para desalojarla? ¿estirarnos de los pelos? ¿la descargamos angustiando a otros? o ¿la podemos chafar con otra cosa peor que pensamos que podría anularla? ¿Qué satisface, qué calma su ansia y anhelo?
La angustia, efectivamente, produce la fuerte sensación de estar perdidos, descarriados de nuestras expectativas, expuestos a un amenazante azar fuera de control, sin el sentido que procura estar en una dirección, orientados, fijados a la tierra por los amarres de las ilusiones (que son una especie de por-venir que se pueden aceptar sin la imposición de la realidad amorfa que todo lo confunde con su exceso de presencia.
Por consiguiente la cura de la angustia es tomar distancia, no estar pegados al sin sentido de unos acontecimientos que no nos dicen nada bueno, encontrar respuestas nuevas, una expectativa halagüeña, una ilusión que nos trasporte más allá de los gritos corpóreas que sólo nos ,pasman provocando inhibición, pasividad, necesidad de aturdirnos obtusamente.
 

Mentir para valer

Ver enlace: La mentira

Candor, pudor y rubor

El candor lo asociamos a un a persona bien predispuesta, sin cálculos, que no capta las dobles intenciones, que le cuesta entender que existe la mentira, el disimulo, la manipulación y el abuso. Está en un limbo, en estado de tierno brote al que aún no se exige nada y del que se acepta con complacencia su naturaleza dormida.
Ese estado de bondad inocente no es contemplado ni es fruto de un defecto, mas al contrario, es alabado como corrección, puntual cumplimento de las normas y deseos de los demás.
Su asombro frente al mal le dificulta reaccionar, le impide descreer por lo que ven sus ojos, confiando que debe haber más allá, en el fondo, algo aceptable y sensato que explique el malentendido y que los malos en realidad son buenos disimulados.
Las voces potentes y asertivas le conmueven como un mandato al que se ha de someter por su propio reflejo de no provocar conflictos, de ser persona buena, santa y complaciente. En cambio, irritar y contradecir es algo para ella impensable, tormenta que todo lo desquiciaría.
Ha de ser constante merecedora de elogio: ``¡qué buena es!'', ``¡qué maravilla!''... y podríamos añadir nosotros, ¡cuanto les cuesta a los demás decirlo y corresponder!.
Mientras la persona candorosa vive envuelta con el manto protector del circulo familiar, su generosidad, adaptabilidad y sensibilidad amorosa es fuente de gratificaciones y aunque se pueda abusar de ella no es mal vista por ser como es. Pero en cuando sus vínculos con el exterior se multiplican se trasforma en 'cándida', es burlada, maltratada y provoca la maldad morbosa de los sádicos (Los personajes 'víctimas' en las narraciones de Sade como Justine o Juliette provocan las peores torturas en la medida que poseen más candor de lo habitual, incluso lo conservan incólume tras sus repetitivas desgracias). La víctima que elige el sádico con predilección es aquella que intuye que sufre más por el mal, que le resulta inconcebible, que se pasma, paraliza y en su angustiosa incredulidad no se defiende.
El pudor es como un candor corporal, y la desnudez, los apetitos sexuales, y la mayoría de los goces que tienen un componente gustativo, oloroso o entrañan una función fisiológica son vistos como algo íntimo que no debe existir para nadie más, como si los demás no esperasen que tuviéramos cuerpo.
Es tanto el énfasis que se puede poner en la educación de los modales que como resultado del éxito formador creamos una persona excesivamente temerosa de unas voces internas -una conciencia hipercrítica- similares a las que en su día afeaban sus conductas (...no seas guarro, eso que haces es asqueroso, atufas a queso de cabrales, pareces un pordiosero, no seas grosero, malcriado ni parezcas un obseso sexual...). La posibilidad de que alguien pudiera juzgarnos en falta nos avergüenza como si estuviéramos siendo pillados en una mentira o llevásemos una mancha ostentosa.
El pudor nos conduce a resultar excesivamente comedidos, distantes, respetuosos y dificulta el contacto físico y emocional con las demás personas, con las cuales nos tendríamos que apretar la mano, abrazar, rozar, acariciar y mirarnos descaradamente para realmente compenetrarnos como humanos que somos (y no arcángeles o extraterrestres).
Además, los otros intuyen nuestra seriedad, antipatía o deseo de aislamiento, con lo cual no se animan a acercarse de una forma que supla nuestras carencias, espantados por la pasividad y el recelo que mostramos. Más que no vernos nos malinterpretan para la misma falta de señales que por cautela dejamos de producir. Nuestro comportamiento no resulta coherente con nuestro deseo.
Debemos a pesar de todo exponernos, intentar acercarnos a las situaciones sociales y amorosas porque la fuerza de nuestro instinto nos dice que hemos de ir hacia los demás para satisfacer nuestras necesidades más importantes, pero este acercamiento es furtivo, temeroso, no sabemos si estaremos a la altura de las circunstancias. Y es precisamente en ese instante en el que vemos que nos encuentran y nos miran, que experimentamos la vergüenza de aspirar a su beneplácito sin sentirnos aptos para ello. El rubores una señal clamorosa que delata nuestra vergüenza, y que nos hace imposible disimular y pasar desapercibidos: creemos que el engaño está a la vista como una desagradable mentira que humilla nuestras pretensiones de normalidad.
El mismo hecho de estar avergonzados nos avergüenza como algo que no debería ser y que nos descalifica como personas débiles e inmaduras. En cambio, si no apareciera ese calor en la cara que nos enciende el farolillo rojo de ¡aviso!, no llamaríamos la atención y podríamos estar tranquilos como un ladrón que roba sabiendo que las cámaras de seguridad están apagadas. Estamos tan preocupados por eso que se escapa en nuestro rostro que el espanto de vernos perdidos desarrolla en nosotros la anticipación de toda clase de situaciones penosas que podrían sobrevenirnos con nuestra debilidad.
Estas escenas en las que enrojecemos imaginariamente nos debilitan aún más si cabe, acentuando la susceptibilidad al acercarnos a una situación real, teniendo miedo de que lo temido se realice. Contra más miedo tenemos más vergüenza podemos aportar por el hecho de sentir miedo. De hecho el rubor patológico consiste en el arte de avergonzarse de tener inseguridad y vergüenza, y este arte consiste en aumentar, exacerbar el temor a base de evitar las situaciones, beber alcohol para tener valor, estar pendientes de nuestra cara, entrar en pánico al detectar la primara señal de acaloramiento, no mirar de frente, acortar las frases, no comprometerse con nada, vernos perdidos, sumergirnos en una pesadilla interior.
Es la conducta ineficaz, son las reacciones emocionales disparatadas las que vuelven el rubor algo aparentemente incontrable, pero sin embargo producido por nuestra propia falta de puntería.
En cuanto suprimimos toda anticipación, optando por pasar el mal trago exclusivamente cuando toca, y dedicando el resto del tiempo a llevar a cabo actividades agradables, esta forma indirecta de animarnos nos hace disminuir el problema. Si además tenemos un buen enfoque en el momento real, respirando hondo, relajándonos, y sobre todo hablando como si no sucediera nada, intentando poner la atención fuera, en lo que se dice, en lo que se ve y oye, sólo entonces, dejando detener pose de víctima sorprendida en falta, actuando a pesar de todo, considerando más importante el hacer que concentrarse en lo que se siente. sólo entonces el rubor comienza a disminuir al ver que ya no nos avergonzamos de él.
El rubor es el lado fisiológico de la vergüenza, y lo que los humanos podemos controlar no es precisamente la reacción física sino lo que causa el temor. Es la autoobservación espantada, es sobrestimar lo que nos afea el sentimiento antes los juicios de los demás, es la autoexigencia poco benevolente con las debilidades, y es la cobardía de no exponerse en lo que consiste esa causa de nuestros males. En contraste con ello, el expresarnos tolerando la vergüenza como asunto decorativo menor, hablando con mas ampulosidad, extensión y voluntad de implicación, preocupándonos más por el mundo que por la apariencia de nuestra cara, y decidiéndonos de una vez por todas a ser nosotros mismos tal como somos, es entonces cuando nos curamos de lo que nos debilita: el ser aguados, desleídos, sombras formales, temerosos del resultado de aparecer siendo imperfectos y únicos.
No ser competentes, guapos, simpáticos contadores de chistes, hábiles relaciones públicas y eficaces cumplidores, perfectos seductores y teniendo aplastante seguridad en nosotros mismos no es un delito imperdonable: más bien los demás, en vez de sentir religiosa admiración y de distanciarse como frente a santones a los que se reverencia, se sentirán cómodos y nos aceptarán más como amigos que como guias espirituales.
Las personas que no se vinculan con el exclusivo afán de medrar, presumir y obtener alguna clase de beneficio egocéntrico, lo que realmente prefieren para la amistad es la sencillez, y están predispuestos a aceptarnos en nuestra peculiaridad sin excesivas exigencias, bastando para ello la simple voluntad de participar, el aportar nuestra vida al vínculo.
Si en vez de afanarnos para resultar competentes y sin mácula nos preocupáramos de disfrutar descaradamente tampoco entonces nos preocuparía la cara que ponemos, que sería como un vidrio trasnparante a cuyo través miramos el mundo externo al que apuntamos.

Desestresarse sin estrés

En estado de estrés somos muy proclives a actuar estresadamente incluso cuando pretendemos llevar a cabo actividades relajantes. Este es un peligro que hemos de tener muy en cuenta antes de explorar las ideas para mejorar nuestro estado psicofísico. La idea de hacer ejercicio, dormir, salir, puede fácilmente transformarse en una manera de sufrir que tenga efectos contraproducentes porque nos alteremos con las prisas de ir al gimnasio, el dinero que gastamos o el rendimiento que esperamos y que se resiste.
Las medidas a tomar han de hacerse de una cierta manera equilibrada. Igual que unos antibióticos tomados con exceso o con interrupciones pueden producir en las cepas una mutación genética resistente al antibiótico, unas actividades mal diseñadas, poco sistemáticas o vividas con agobio pueden ser causa de tener que desechar soluciones que hubieran podido ser válidas bajo otras condiciones.
La ansiedad, cuando estamos haciendo un balance de nuestro estado, es un resultado que contemplamos con la finalidad de enmendarnos, de hacer correcciones sensatas, en cambio, cuando  actúaen la sombra, nos susurra sugerencias que le interesan para perpetuarse. Por esta razón nos conviene una estrategia similar a la del ajedrez, en la que suponemos que el contrario puede adivinar nuestras intenciones y salirnos al quite con una jugada. El estado de ánimo que tenemos estando ansiosos cobra una cierta autonomía, como si quisiera ser lo importante y lo que ha de mantenerse por encima de las demás emociones. Nos enreda en su tela de araña haciendo que constantemente actuemos bajo su dictado tiránico.
Si estamos dando un paseo relajante hay una manera en la cual la angustia nos pide caminar (a su conveniencia): a paso rápido, rígidos, sin mirar en nada, medio mareados, desconectándonos del placer de caminar para estar absortos en algún tipo de preocupación existencial, escuchando los ruidos desagradables que sobrevengan, cambiando de ritmo cada dos por tres, todo ello con la perversa intención de que el agradable paseo no asesine su ansia de poder.
Este es el error que con frecuencia cometemos: creer que somos uno en vez de dos personalidades distintas, con intereses contrapuestos. Lo que pensamos y sentimos estando ansiosos, tristes y enfadados, busca ser un referente, un personaje, un Yo, no se conforma con ser una parte.
Por esta razón hemos de combatir el ansia de ascenso de la ansiedad con una especie de ballet de circunstancias que la diluya. La armonía del movimiento, aquel que justo es el que nos dulcifica, andando al paso que sentimos paz, con los movimientos y mirada que nos descomprime y dilata, al ritmo que se muestra eficaz, con el dejar que el pensamiento discurra por caminos del pensar e imaginar serenos.

Heridos e injustamente tratados

Como quiera que los humanos no somos dioses perfectos, hasta a la mejor persona se le escapa un poco de abuso aquí, una injusticia o grosería allá, como si fuésemos viviendo tirando el suave, transparente, pero existente polvo del mal a nuestro alrededor.
Cuando nos ocupamos de un amigo nos desocupamos de otro, cuando estamos irritados, alguien que pasa por ahí se vez perjudicado por nuestro malhumor. Y sí, ciertamente sería loable ser más contenidos, más perfectos, pero eso un ideal y no una realidad.
La persona que tiene esta voluntariosa vocación constata, decepcionada, que contra más delicada se vuelva, más le molestan los que se rezagan y no dedican suficiente empeño en su educación.
Es difícil aislarse del trato social grosero, procurando rodearse de lo más exquisito, recorriendo las calles adecuadas, el círculos de amistades conveniente, los lugares oportunos, porque siempre acabamos tropezando con alguien que nos pisa, desprecia o maltrata. No podemos limpiar el mundo de todo lo indeseable y por eso, constantemente, convivir nos ensucia y nos hiere.
Si miramos de cerca en qué consiste este sufrir por el contacto con los comportamientos injustos y desagradables de los demás. observaremos que el angustioso se caracteriza por vivir permanentemente escandalizado, mientras que el sosegado, en contraste, actúa y logra corregir con relativa ligereza los distintos desaguisados.
Escandalizarse es un sufrir por lo que debería haber sido y no es, por constatar y dibujar lo injusto que es (porqué razón, en qué proporción, con qué agravantes). Tal vez pensamos ingenuamente que sufriendo los demás se sentirán conmovidos, arrepentidos y deseosos de una reparación... y como no lo hacen sufrimos aún más, desesperando por no desesperar de la espera.
Es como si nos volviéramos niños que para merecer atención tuviésemos que demostrar que nos sentimos mal y entonces, una vez poseedores de una buena herida, de una fiebre lo bastante alta o de un dolor lo bastante intenso, somos lo bastante dignos para que los demás salgan de su enfrascamiento de unas actividades de las nunca los arrancábamos estando bien. Hacer el bien se recompensa en los cielos, no tiene tanto valor como sentirse molestados con , ¡oh horror!, un sufrimiento conmovedor.
La persona que es fácilmente herible se siente defraudada, engañada, porque espera un trato exquisito, unas determinadas palabras, una importancia, una delicadeza y generosidad acordes al esfuerzo -o más bien cabría decir voluntad de acogimiento- que esgrime como intento de que los demás se plieguen, no juzgando con la limpieza y firmeza de la competencia, de las armas de la seducción y del procurar, sino con la piedad.
Y siempre acaba fallando algo, por lo que va de disgusto en disgusto, de desilusión en abismal decepción, recorriendo todas las cuentas del rosario de las frases duras, los ingratos comportamientos, las puñaladas traperas.
El sufridor se convence de tener mala suerte, o mira con asombro la aparente calidez, cordialidad y respeto con los que se tratan los otros: encuentra un agravio más a añadir a la lista negra de la cósmica desproporción de las cosas.
El sufridor empedernido, constantemente herido y disgustado, podría considerar lo siguiente: ¿no sería mejor que en vez de aguantar las impertinencias de los demás se volviera hábil para saberse defender y arreglarlo con una sana discusión en la que muestre qué es lo que no ve el descuidado o de qué manera podría proceder para satisfacción de las partes o si es necesario le riña, proteste, reivindique, luche o haga firmes transacciones para conseguir respecto? ¿Y no resultaría encantador que los demás,en vez de ser castigados con el látigo de su indiferencia y condena, se portaran bien porque disfrutaran de su desparpajo y naturalidad, y acudieran como abejas en pos de la miel atraídos por su goce contagioso? ¿No se los ganaría expresando, participando, existiendo a su vista con atrevimiento y osadía? Estas son, por cierto, las armas de las personas armoniosas y que admiramos por su carisma, empatía y capacidad de seducción.

http://www.cop.es/colegiados/a-00512/guia_ansiedad.html