explicar con palabras de este mundo
Alejandra Pizarnik (1936-1972) fue una poetisa argentina que de haber sido hombre tendría el dudoso honor de figurar en el panteón de los poetas malditos. Por suerte, ser mujer, una niña vieja como se describía a sí misma y una adulta niña como la vieron los demás, la dejaron a un lado de estos honores pero no de los corazones de quienes la conocieron o han leído su obra. Era una mujer de extensa cultura que con su fragilidad, su peculiaridad y su inteligencia se relacionó con los mejores intelectuales de su época. A modo de ejemplo, decir que fue casi adoptada por Julio Cortázar y por Octavio Paz durante su primera estancia en París. Fue Octavio Paz quién prologó con sutil delicadeza su libro Árbol de Diana (1962) donde aparece el micropoema que inicia este escrito.
Es muy difícil elegir solo uno de entre sus poemas para dar muestra de su cruda sensibilidad, de su libertad de verbo y de su sufrimiento con la finalidad de despertar el deseo de conocer su obra. Para aportar cierta comprensión, quizá es necesario destacar de su biografía la desaparición de casi toda su familia residente en Europa en el holocausto, lo que conmocionó a Alejandra y a su familia residente en Argentina a donde habían huido al inicio de la persecución. No es aventurado sugerir que este contacto tan temprano con el horror y el efecto que pudo tener sobre sus padres fue lo que configuró su personalidad y su preocupación precoz por la muerte. Desde los primeros poemas antes de los veinte años hasta su último verso antes de suicidarse, anduvo luchando contra el deseo de muerte o a favor del deseo de vivir sin dolor: no lo puedo asegurar, solo sé que su obra se nos infiltra sin pedir permiso a la búsqueda de las sensaciones ?más que de los sentimientos? que nos amedrentan y a la vez nos colma de belleza. Podría así decirse que su verso entronca el miedo con la belleza para aplazar la muerte, como Sherezade que con sus historias conseguía mantenerse en vida. Su miedo no es un miedo al que se le pueda poner cara, es el terror de los vacíos oscuros y su belleza es la belleza de los conjuros que inventa para seguir viviendo. Y quizá esto que nos inquieta de su verbo es lo mismo que nos ayuda a soportar lo innombrable.
En 1968 publicó el libro La extracción de la piedra de la locura que dedicó a su madre que seguía poniendo un poco de orden en su vida. La muerte de su padre en 1966 y la vuelta a Buenos Aires después de su estancia en París le agravaron los omnipresentes malestares e inició su segundo análisis con Enrique Pichón Rivière. De muy joven ya se había analizado con León Orlov, a quién dedicó su libro La última inocencia (1956). En 1968 era ya una poetisa consolidada y formalmente sus poemas podían tener la contundencia de apenas tres versos o deslizarse sin complejos hacia la prosa poética llena de ritmos: su constante seguía siendo la urgencia del verbo frente al magnetismo de la muerte, un cuento más para seguir viviendo quizá, con un poco menos de dolor. De este volumen elegí, precisamente porque habla del lenguaje, el siguiente poema.
FRAGMENTOS PARA DOMINAR EL SILENCIO
I
Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos.
II
Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.
Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarían para sollozar entre flores.
No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo canto florecer mi silencio gris.
III
La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aún si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino.
Escuche el lector lo que siente, qué le transmite el trepidante discurrir de las frases, qué rincón del alma se le despierta… o del cuerpo. Si se conoce su obra, se puede reconocer la soledad terrible que sentía, la resistencia a la atracción de la muerte, la obstinación por comunicarla, la rebeldía y la rendición simultáneas, la certeza del final. Ella y sus símbolos como peluches que rodeaban su cama negra. Si no fuera una frivolidad podría decirse que nunca la melancolía fue tan bella.
Referencias bibliográficas
Pizarnik, A. (1956), La última inocencia, Buenos Aires, Poesía Buenos Aires.
Pizarnik, A. (1962), Árbol de Diana, Buenos Aires, Sur.
Pizarnik, A. (1968), La extracción de la piedra de locura. Otros poemas, Madrid, Visor, 2007.
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