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Paz y Ciencia

domingo, 17 de abril de 2022

PIZARNIK: Suave y Salvaje

 


“Van cuatro meses que estoy internada en el Pirovano. Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes, quise envenenarme con gas”, confesó una cruda y devastada Alejandra Pizarnik en octubre de 1971. No hubo un tercer intento. Cincuenta pastillas de Seconal sódico, ese fue el precio a pagar. Entre sus últimos papeles de trabajo una inquietante frase: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Era la madrugada del 25 de septiembre de 1972 y todo se había terminado, “a pesar de la vigilia atenta de quienes tanto la querían”, escriben sus biógrafas Cristina Piña y Patricia Venti. Esa noche cuando, quién sabe si arrepentida, la poeta llamó, nadie contestó al otro lado.

“alejandra alejandra. 

debajo estoy yo

alejandra”


Nacida en 1936 descendiente de una familia de inmigrantes de raíces rusas —sus padres habían llegado a Buenos Aires en 1934—, en Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito (Lumen), Piña y Venti nos describen a una mujer extravagante y libre, singularmente inteligente y con un gran sentido del humor. Marcada profundamente por una tartamudez en el habla –que más tarde transformará en una voz ronca, carismática y repleta de personalidad-, el asma, el acné y su acuciante sensación de pesar algunos kilos de más hicieron que pasara la adolescencia “matándose de hambre” y sometida a dietas milagro a base de anfetaminas

“Quienes la conocieron entonces y luego supieron de su adicción progresiva —alguien recordó que siempre se refería a los sucesivos departamentos que Alejandra tuvo en París y después el de Montevideo como 'La farmacia', por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaban de su botiquín— insistieron en que, sin duda, uno de los orígenes de la tendencia a “empastillarse” hasta llegar a la muerte está en esos remedios para adelgazar que no solo ella sino todas las “gorditas” de principios de los años cincuenta compraban en cualquier farmacia de barrio”, cuentan las biógrafas. 

En busca de la palabra exacta

Con vocación de escritora desde su infancia, Pizarnik se matriculó en Filosofía, Periodismo y Letras, carreras que nunca terminó, y pasó brevemente por el taller del pintor Juan Batlle Planas, hasta decidir dedicarse por completo a la escritura. Influenciada por las lecturas de Sartre, ProustGide, Claudel, Joyce, los surrealistas franceses y la vanguardia poética, de aquellos años data su primera novela, La tierra más ajena (1955), de la que la poeta siempre renegó por considerarla “demasiado torpe”, hasta el punto de no querer mencionarla nunca cuando citaba el resto de obras. 

Sin embargo, fue entre 1960 y 1964 cuando la escritora emprendió un viaje a París que marcó el resto de su vida. Allí desarrolló su carrera como traductora y lectora pero también trabajó como camarera, empaquetadora y niñera durante un tiempo. Absorta en su escritura y en su vida social, en la capital francesa entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, entre otros muchos. 

Fue el Nobel, precisamente, quien le consiguió un puesto en la revista Cuadernos, además de prologar su libro de poemas, Árbol de Diana, constatación de la madurez poética de la escritora y muestra del exhaustivo trabajo que Pizarnik iba a realizar en cada una de sus obras posteriores. Durante horas y horas había revisado aquel libro. 

Una atmósfera mágica pero agónica

Y es que, aunque generalmente apasionada en todo lo que hacía, si por algo sintió una devoción particular Pizarnik fue por las palabras y la literatura. “Los libros serán mis únicos hijos, los únicos que deseo, los únicos que me corresponde entregar para embellecer un poco la suciedad de este mundo”, escribió en una ocasión. También de su boca salió una especie de conjuro: “Las mujeres feas nunca vamos a tener suerte en el amor”.

Pizarnik, desde luego, no la tuvo. Precisamente de su etapa en París fue su breve y trágico romance con el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, truncado por el accidente del avión en el que viajaba este, en el que fallecieron además otras 110 personas. Si bien a lo largo de su vida tuvo varias relaciones amorosas, con las personas que más quiso, Silvina Ocampo y Martha l. Moia, mantuvo unas relaciones tormentosas sin final feliz.

 “Alejandra podía irradiar, hasta un nivel inigualable, una atmósfera mágica, donde las disonancias y esa especie de despiste general que la caracterizaban adquirían una comicidad maravillosa”, cuentan sus biógrafas sobre la poeta, una especie de “criatura agónica y metafísicamente a la intemperie, fascinada por la muerte y al borde mismo de las experiencias límites del ser” que, al mismo tiempo, era “una muchacha casi salvaje en su corrosivo y encantador manejo del humor”. 

De una personalidad extravagante, resulta especialmente atractivo imaginarla con aquella debilidad que relatan por “los papeles exquisitos de colores y texturas únicas, los lápices, las lapiceras y las plumas de escribir, las delicatesen de librería que se convertirían en un rasgo prototípico de sus cartas y tarjetas a los amigos” hasta el punto de que como Olga Orozco afirmó en una ocasión “medio en broma, medio en serio”, se gastó “la prestigiosa Beca Guggenheim que ganó en 1968 en papeles, cuadernitos, biromes y libretitas”.

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