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Paz y Ciencia

domingo, 4 de julio de 2021

Bertrand Russell. El filósofo de la felicidad

 


Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Psicoterapeuta Psicoanalista Humanista Teléfono: 653 379 269 Website: Conóceme      Instagram: @psicoletrazaragoza

Bertrand Russell: El lugar de la ciencia en la educación liberal


I
Para el lector de periódicos corriente la ciencia está representada por una selección variable de triunfos sensacionales, como la telegrafía sin cables y los aeroplanos, la radiactividad y las maravillas de la alquimia moderna. No es de este aspecto de la ciencia del que quiero hablar. La ciencia en este sentido, consiste en fragmentos sueltos puestos al día, que sólo interesan hasta que algo más nuevo y más moderno los sustituye, sin exhibir nada de los sistemas de conocimiento pacientemente edificados de los que, casi como un incidente casual, han surgido los resultados útiles y prácticos que le interesan al hombre de la calle. El imperio creciente sobre las fuerzas de la naturaleza que se deriva de la ciencia es sin duda una razón más que suficiente para incitar a la investigación científica, pero se ha recurrido tan frecuentemente a ella y es tan fácil de apreciar que pueden pasarse por alto otras razones, para mí igual de importantes. De estas razones adicionales, y especialmente del valor intrínseco de un hábito mental científico para formar nuestro concepto del mundo, me ocuparé a continuación.
El ejemplo de la telegrafía sin cables servirá para ilustrar la diferencia entre los dos puntos de vista. Casi todo el serio trabajo intelectual necesario para esta invención se debe a tres hombres: Faraday, Maxwell y Hertz. Alternando experimentación y teoría, estos tres hombres construyeron la teoría moderna del electromagnetismo y demostraron la identidad de la luz con las ondas electromagnéticas. El sistema que descubrieron tiene un profundo interés intelectual, al reunir y unificar una variedad infinita de fenómenos aparentemente inconexos y desplegar un poder mental acumulativo que sólo puede proporcionar deleite a cualquier espíritu generoso. Los detalles mecánicos que quedaban por poner a punto para utilizar sus descubrimientos en un sistema práctico de telegrafía exigían, indudablemente, un ingenio muy considerable, pero no tenían esa gran envergadura y esa universalidad que pudiera darles interés intrínseco como objetos de contemplación desinteresada.
Desde el punto de vista del ejercicio del intelecto, de dar esa imagen impersonal, de estar bien informado, que constituye la cultura en el buen sentido de esta palabra tan mal empleada, parece considerarse indiscutible que una educación literaria es superior a una basada en la ciencia. Hasta los defensores más ardientes de la ciencia tienden a basar sus exigencias en la opinión de que habría que sacrificar la cultura a la utilidad. Los hombres de ciencia que respetan la cultura, cuando se juntan con hombres educados en los clásicos, son capaces de admitir, no por simple cortesía, sino con sinceridad, cierta inferioridad de su parte, compensada sin duda por los servicios que la ciencia rinde a la humanidad, pero no por eso menos real. Y mientras se dé esta actitud entre hombres de ciencia, tenderá a confirmarse: se suelen sacrificar los aspectos intrínsecamente valiosos de la ciencia en los meramente útiles, y apenas se intenta defender ese modo de estudio pausado, sistemático, con el que se forma y alimenta el mejor nivel intelectual.
Pero, incluso si el valor educativo de la ciencia tiene de hecho una inferioridad como la que se le atribuye, esto no es, creo, culpa de la propia ciencia, sino del espíritu con el que se la enseña. Si los que la enseñan se dieran cuenta de todas sus posibilidades, creo que su capacidad de producir los hábitos mentales que constituyen la mayor culminación intelectual sería por lo menos tan grande como la de la literatura, y más específicamente la de la literatura griega y latina. Al decir esto no tengo intención en absoluto de desacreditar la educación clásica. Yo mismo no he gozado de sus beneficios, y mi conocimiento de los autores griegos y latinos se deriva casi del todo de las traducciones. Pero estoy convencido de que los griegos merecen completamente toda la admiración que se les otorga, y de que es una carencia muy grande y seria no conocer sus obras. No es atacándolos, sino atrayendo la atención hacia las virtudes descuidadas de la ciencia, como quiero llevar mi razonamiento.
Un defecto, sin embargo, sí parece inherente a una educación puramente clásica: el énfasis demasiado exclusivo en el pasado. Por el estudio de lo que ha acabado definitivamente y nunca podrá renovarse, se engendra un hábito de crítica hacia el presente y el futuro. Las cualidades por las que sobresale el presente son cualidades hacia las que el estudio del pasado no dirige su atención, y ante las que, por lo tanto, el estudiante de la civilización griega puede volverse ciego fácilmente. En lo que es nuevo y está en desarrollo puede haber algo rudo, insolente, hasta un poco vulgar, que molesta al hombre de gusto refinado; estremeciéndose ante un contacto tan áspero, se retira a los jardines aseados de un pasado depurado, olvidando que los sacaron de su estado salvaje hombres tan toscos y apegados a la tierra como ésos de los que se aparta en su propia vida. La costumbre de no poder reconocer el mérito hasta que ha muerto puede ser con mucha facilidad resultado de una vida puramente libresca, y una cultura basada completamente en el pasado difícilmente será capaz de atravesar los entornos cotidianos y llegar al esplendor esencial de las cosas contemporáneas, o a una esperanza de esplendor aún mayor en el futuro.
Mis ojos no vieron a los
hombres de antaño;
y ahora ha pasado su época.
Lloro (pensando que no veré
a los héroes de la posteridad).
Eso dice el poeta chino; pero es rara esta imparcialidad en la atmósfera más belicosa del Occidente, donde los campeones del pasado y del futuro libran una batalla interminable, en lugar de ponerse de acuerdo para descubrir los méritos de ambos.
Este punto de vista, que se opone no sólo al estudio exclusivo de los clásicos, sino a cualquier forma de cultura que se ha vuelto estática, tradicional y académica, conduce inevitablemente a la pregunta fundamental: ¿Cuál es el auténtico fin de la educación? Pero antes de contestar a esta pregunta será bueno precisar en qué sentido debemos utilizar la palabra «educación». Con este propósito, distinguiré el sentido en que pienso utilizarla de otros dos, perfectamente legítimos, uno más amplio y el otro más restringido que el sentido con el que pienso emplear la palabra. En el sentido más amplio, la educación incluirá no sólo lo que aprendemos a través de la instrucción, sino todo lo que aprendemos de la experiencia personal (la formación del carácter a través de la educación de la vida). De este aspecto de la educación, siendo como es de importancia vital, no diré nada, puesto que su tratamiento introduciría temas muy alejados del problema que nos preocupa.
En el sentido más restringido, la educación puede limitarse a la instrucción, el impartir determinada información acerca de distintos temas, porque esa información, en sí y por sí misma, es útil en la vida diaria. La educación elemental (leer, escribir y la aritmética) es casi toda de este tipo. Pero la instrucción, siendo necesaria, no constituye la educación per se en el sentido en que la quiero tratar.
La educación en el sentido en que yo la entiendo, puede definirse como la formación a través de la instrucción, de ciertos hábitos mentales y de cierto concepto de la vida y el mundo. Nos queda preguntarnos qué hábitos mentales y qué tipo de concepto pueden desearse como resultado de la instrucción. Cuando hayamos respondido a esta pregunta, podremos intentar decidir qué ciencia debe contribuir a la formación de los hábitos y del concepto que deseamos.
Toda nuestra vida se construye sobre una cierta cantidad (una cantidad no excesivamente pequeña) de instintos e impulsos primarios. Sólo lo que está relacionado de alguna forma con estos instintos e impulsos nos parece deseable o importante; ninguna facultad, sea la «razón» o la «virtud» o como se quiera llamar, puede sacar a nuestra vida activa y a nuestras esperanzas y temores del mundo controlado por estos instigadores primeros de todos los deseos. Cada uno de ellos es como una abeja reina, ayudada por un enjambre de obreras que recogen miel; pero cuando la reina se ha ido, las obreras languidecen y mueren, y los panales se quedan sin su esperada dulzura. Lo mismo ocurre con cada impulso primario en el hombre civilizado: está rodeado y protegido por un atareado enjambre de deseos derivados concomitantes, que almacenan para él toda la miel que el mundo que lo rodea proporciona. Pero si muere el impulso-reina, la influencia mortífera, aunque retardada un poco por el hábito, se extiende lentamente a todos los impulsos subsidiarios, y toda la extensión de una vida se vuelve inmediatamente insulsa. Lo que antes era todo entusiasmo, y valía tanto la pena que no suscitaba preguntas, se ha vuelto ahora monótono y sin objeto: con desilusión nos preguntamos por el sentido de la vida y decidimos, a lo mejor, que todo es vanidad. La búsqueda de un significado exterior que pueda forzar una respuesta interior siempre resultará frustrada: todo «significado» debe estar relacionado en el fondo con nuestros deseos primarios, y cuando se extinguen ningún milagro puede devolverle al mundo el valor que le atribuían.
El propósito de la educación, por lo tanto, no puede ser crear cualquier impulso primario del que carezcan los no educados; el propósito sólo puede ser ampliar el alcance de los que ofrece la naturaleza humana, aumentando la cantidad y variedad de los pensamientos concomitantes, y señalando dónde se puede encontrar la satisfacción más permanente. Bajo la influencia de un horror calvinista al «hombre natural» se ha interpretado frecuentemente mal esta verdad obvia al educar a los jóvenes; se ha considerado erróneamente que la «naturaleza» excluía todo lo mejor de lo natural, y el empeño de enseñar la virtud ha llevado a la producción de hipócritas canijos y retorcidos en lugar de seres humanos plenamente desarrollados. Una psicología mejor o un corazón más tierno están empezando a proteger a la generación actual de esos errores en la enseñanza; no tenemos, por lo tanto, por qué gastar más palabras en la teoría de que el fin de la educación es frustrar o erradicar a la naturaleza.
Pero, aunque la naturaleza debe proporcionar la fuerza inicial del deseo, no es, en el hombre civilizado, ese conjunto de impulsos espasmódicos, fragmentarios y todavía violentos que es en el salvaje. Cada impulso tiene un componente constitutivo de pensamiento, conocimiento y reflexión, mediante los cuales se prevén los posibles conflictos entre los impulsos, y el impulso unificador que podemos llamar sabiduría controla los impulsos temporales. De esta forma destruye la educación la rudeza del instinto, e incrementa, a través del conocimiento, la riqueza y variedad de los contactos individuales con el mundo exterior, convirtiéndolo no ya en una unidad aislada de lucha, sino en un ciudadano del universo, que abarca países distantes, remotas regiones del espacio y vastas extensiones del pasado y del futuro dentro de su círculo de intereses. Es esta morigeración simultánea de la insistencia del deseo y la ampliación de su alcance lo que constituye el principal fin moral de la educación.
Está estrechamente relacionado con este fin moral el objetivo más puramente intelectual de la educación, ese esfuerzo de hacernos ver e imaginar el mundo de una manera objetiva, en lo posible tal como es en sí mismo, y no meramente a través del medio deformante del deseo personal. La consecución absoluta de un punto de vista tan objetivo es sin duda un ideal, al que siempre nos podremos acercar, pero que nunca realizaremos verdadera y completamente. La educación, considerada como un proceso de formación de nuestros hábitos mentales y nuestro concepto del mundo, tiene éxito en la misma proporción en que su resultado se acerca a este ideal; en proporción, lo que equivale a decir en la medida en que nos da una idea correcta acerca de nuestro lugar en la sociedad, de la relación de toda la sociedad humana con su entorno no humano, y de la naturaleza del mundo no humano en la medida en que difiere de nuestros deseos e intereses. Si se admite este criterio, podemos volver a la consideración de la ciencia, preguntándonos hasta qué punto contribuye a este objetivo, y si es superior en algún aspecto a sus rivales en la práctica educativa.
II
Dos méritos opuestos, y a primera vista contradictorios, le corresponden a la ciencia frente a la literatura y el arte. El primero, que no es necesariamente inherente pero es ciertamente real hoy día, es la esperanza con respecto al futuro de los logros humanos, y en particular con respecto al trabajo útil que puede realizar cualquier estudiante inteligente. Este mérito y el alentador panorama que engendra evitan lo que de otra forma podría ser el efecto depresivo de otro aspecto de la ciencia, para mí también un mérito, y tal vez el mayor de todos: me refiero a la irrelevancia de las pasiones humanas y de todo el aparato subjetivo en que está involucrada la verdad científica. Cada una de estas razones para preferir el estudio de la ciencia requiere alguna ampliación. Empecemos con la primera.
En el estudio de la literatura o el arte nuestra atención se concentra perpetuamente en el pasado: los hombres de Grecia o del Renacimiento fueron por mejor camino que cualquier hombre actual; los triunfos de las primeras épocas, lejos de facilitar otros nuevos en nuestra propia época, aumentan en realidad la dificultad de nuevos triunfos al hacer más difícil de lograr la originalidad; no sólo no es acumulativa la obra artística, sino que incluso parece depender de cierta frescura y naiveté de instinto y concepto que la civilización tiende a destruir. De ahí les viene, a los que se han alimentado con los productos literarios y artísticos de las épocas anteriores, cierto malhumor y fastidio injustificado con respecto al presente, del que parece no haber más escapatoria que el vandalismo deliberado que ignora la tradición y, en busca de la originalidad, sólo desemboca en la excentricidad. Pero en ese vandalismo no hay nada de la simplicidad y espontaneidad de las que surge el gran arte: la teoría sigue siendo una gangrena en su médula, y la falta de sinceridad destruye las ventajas de una ignorancia sólo pretendida.
La desesperanza nacida así de una educación que sugiere que la única actividad mental preeminente es la de la creación artística está completamente ausente de una educación que proporciona el conocimiento del método científico. El descubrimiento de este método, excepto en las matemáticas puras, es algo del pasado; hablando de forma general, podemos decir que se remonta a Galileo. Sin embargo, ya ha transformado al mundo, y su éxito avanza con una velocidad siempre creciente. En la ciencia, los hombres han descubierto una actividad del más alto valor, en la que el progreso ya no depende, como en el arte, de la aparición de genios cada vez mayores, puesto que en la ciencia los sucesores se yerguen sobre los hombros de sus antecesores; cuando un hombre de genio supremo ha inventado un método, mil hombres menos dotados pueden aplicarlo. No es necesaria ninguna habilidad trascendente para realizar descubrimientos útiles en ciencia; su edificio necesita albañiles, canteros y trabajadores corrientes, así como aparejadores, maestros de obras y arquitectos. En arte, nada que merezca la pena puede hacerse sin genio; en ciencia, hasta una inteligencia muy moderada puede contribuir a una realización suprema.
En ciencia, el hombre verdaderamente genial es el que inventa un nuevo método. Los descubrimientos notables los realizan a menudo sus sucesores, que pueden aplicar el método con un vigor nuevo, al no estorbarles el trabajo previo de perfeccionamiento; pero el calibre mental necesario para su trabajo, por brillante que sea, no es tan grande como el que requiere el primer inventor del método. En ciencia hay inmensas cantidades de métodos diferentes, apropiados para diferentes clases de problemas; pero por encima de todos ellos hay algo que no es fácil de definir, que puede llamarse el método científico. Antiguamente era habitual identificarlo con el método inductivo, y asociarlo al nombre de Bacon. Pero Bacon no descubrió el auténtico método inductivo, y el verdadero método científico es algo que incluye tanto deducción como inducción, lógica y matemáticas tanto como botánica y geología. No abordaré la difícil tarea de exponer cuál es el método científico, pero trataré de describir el estado de espíritu del que surge, que es el segundo de los méritos mencionados antes como característicos de una educación científica.
El núcleo del punto de vista científico es algo tan simple, tan obvio, aparentemente tan trivial, que citarlo casi puede incitar a burla. El meollo del punto de vista científico es el rechazo a considerar que nuestros propios deseos, gustos e intereses nos proporcionan una clave para la comprensión del mundo. Dicho tan escuetamente, puede que no parezca más que una perogrullada trivial. Pero recordarlo de forma permanente en asuntos que despiertan nuestra parcialidad apasionada no es de ninguna manera sencillo, especialmente cuando las pruebas disponibles no son seguras ni concluyentes. Unas pocas ilustraciones aclararán esto.
Entiendo que Aristóteles pensaba que las estrellas deben moverse en círculo porque el círculo es la curva más perfecta. En ausencia de pruebas que indicaran lo contrario, se permitió decidir una cuestión de hecho recurriendo a consideraciones estético-morales. En un caso así nos resulta inmediatamente obvio que este recurso era injustificable. Sabemos ahora cómo comprobar en tanto que hecho la forma en que se mueven los cuerpos celestes, y sabemos que no se mueven en círculos, o incluso en elipses perfectas, o en cualquier otra forma de curva simple que se pueda describir. Esto puede resultar penoso para los que añoran que el universo siga una pauta sencilla, pero sabemos que en astronomía esos sentimientos son irrelevantes. Por asequible que parezca ahora este conocimiento, se lo debemos a la valentía y lucidez de los primeros inventores del método científico, y más especialmente a Galileo.
Podemos tomar también como ilustración la doctrina de Malthus sobre la población. Esta ilustración es mucho mejor por el hecho de que se sabe ahora que su doctrina es en gran medida errónea. No son sus conclusiones las valiosas, sino el espíritu y el método de su investigación. Como todo el mundo sabe, a él debió Darwin una parte esencial de su teoría sobre la selección natural, y eso sólo fue posible porque el concepto de Malthus era realmente científico. Su gran mérito consiste en considerar al hombre, no como objeto de alabanza o crítica, sino como parte de la naturaleza, algo con cierto comportamiento característico del que se deben seguir ciertas consecuencias. El que el comportamiento no sea exactamente el que Malthus suponía, el que las conclusiones no sean exactamente las que él dedujo, puede falsear sus conclusiones, pero no invalida el valor de su método. Las objeciones que se le pusieron a su doctrina cuando era nueva (que era horrible y deprimente, que la gente no debería actuar como él decía que lo hacían, etcétera) implicaban todas ellas una actitud de espíritu no científica; frente a todas ellas, su tranquila determinación de tratar al hombre como un fenómeno natural señala un adelanto importante sobre los reformistas del siglo XVIII y la Revolución.
Bajo la influencia del darwinismo la actitud científica con respecto al hombre se ha vuelto ahora muy corriente, y a algunos les resulta natural, aunque para muchos aún es una deformación compleja y artificial. Todavía queda, sin embargo, una disciplina a la que casi no ha llegado el espíritu científico (me refiero al estudio de la filosofía). Los filósofos y el público se imaginan que el espíritu científico debe impregnar páginas plagadas de alusiones a iones, a plasmas de gérmenes y a ojos de mariscos. Pero el filósofo cita a la ciencia como el diablo citaría las Escrituras. El espíritu científico no es asunto de citas, de información adquirida exteriormente, igual que los modales no son cuestión de un libro de urbanidad. La actitud de espíritu del científico supone una eliminación de cualquier deseo en interés del deseo de saber: supone la supresión de las esperanzas y temores, los amores y los odios, y toda la vida subjetiva emocional, hasta que quedamos sometidos a lo material, capaces de verlo abiertamente, sin concepciones previas, sin prejuicios, sin más deseo que el de verlo tal como es, y sin creer que lo que es debe estar determinado por alguna relación, positiva o negativa, con lo que quisiéramos que fuera, o con lo que podemos imaginar fácilmente que es.
Hasta ahora no se ha llegado a esta actitud de espíritu en filosofía. Cierto ensimismamiento, no personal, sino humano, ha caracterizado a casi todos los intentos de concebir el universo como un todo. Se ha considerado la mente, o algún aspecto de ella (pensamiento, voluntad o sensibilidad), como el modelo según el cual debe concebirse el universo, por ninguna razón mejor, en el fondo, que el que ese universo no pareciera extraño, y nos diera la sensación acogedora de que en cada lugar estamos como en casa. Concebir el universo como esencialmente progresivo o esencialmente degenerativo, por ejemplo, es darle una importancia cósmica a nuestras esperanzas y temores, que puede, naturalmente, estar justificada, pero a la que hasta ahora no tenemos motivo para suponer que lo esté. Mientras no hayamos aprendido a pensar en el universo en términos neutros éticamente, no habremos llegado a una actitud científica en filosofía; y, mientras no lleguemos a esa actitud, es difícil esperar que la filosofía consiga algún resultado sólido.
He hablado hasta ahora en buena parte del aspecto negativo del espíritu científico, pero su valor deriva de su aspecto positivo. El instinto constructivo, que es uno de los incentivos principales para la creación artística, puede encontrar mucha mayor satisfacción en los sistemas científicos que en cualquier poema épico. La curiosidad desinteresada, origen de casi todos los esfuerzos intelectuales, descubre con deleite asombrado que la ciencia puede desvelar secretos que podrían parecer perfectamente imposibles de descubrir. El deseo de una vida más plena y de intereses más amplios, de una evasión de las circunstancias privadas, e incluso de todo el círculo humano de la vida y la muerte, lo colma el concepto cósmico e impersonal de la ciencia mejor que cualquier otra cosa. A todo esto hay que añadir, porque contribuye a la felicidad del hombre de ciencia, la admiración ante un logro espléndido y la conciencia de una utilidad inestimable para la raza humana. Una vida consagrada a la ciencia es por lo tanto una vida alegre, y su alegría se deriva de las mejores oportunidades que se le ofrecen a los habitantes de este atribulado y apasionado planeta.







Bertrand Russell: Misticismo y Lógica y otros ensayos (Cap. III)
Título original: A free Man's Worship and other essays
Bertrand Russell, 1917
Traducción: Santiago Jordan

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