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Paz y Ciencia

sábado, 20 de marzo de 2010

Daniel Ripesi: Sobre la categoría "niño" hoy.


Sobre la categoría “niño” hoy:

¿Otra vez el debate de 1921 en el dominio de la teoría psicoanalítica?



Por Daniel Ripesi


La categoría “niño” es una construcción de orden social, esto quiere decir que su sentido y su alcance está sujeto a las diversas necesidades de cada época. Lo que hoy llamamos “niño” se recortó con distinta significación a través de los tiempos según el carácter de la estructura familiar imperante en determinado período histórico, al sistema moral y político que domina en cada etapa, a los diversos modos de producción económica, y a otros muchísimos factores. No es de interés, en este contexto, hacer una exposición detallada de la historia de la noción de “niño” a través de los tiempos sino solo destacar su carácter relativo o convencional, para reflexionar sobre las variables que lo definen en un ámbito muy específico: la teoría psicoanalítica. Nos interesaría leer a la polémica entre M. Klein y Anna Freud como una discusión en la que el psicoanálisis, alrededor de los años ´20, intenta redefinir el estatuto de lo que llamamos “niño”.




Pero insistamos en esto, en cada período histórico se consideró como niño a algo muy distinto de lo que, por ejemplo, hoy mismo nominamos de ese modo. El vocablo niño se ha tornado ocioso y ha perdido su referente reconocido. Hoy mismo, cuando se discute acaloradamente –y se pretende variar- la edad en que pierde su inimputabilidad un menor que comete delitos graves, es decir, cuando se trata de rever la edad en que un niño deja de serlo y se convierte en “adulto” para la ley, nuestra sociedad –evidenciado en la necesidad de ese debate- está reformulando no solo el período que abarca la infancia según una naturaleza que lo caracteriza como “inocente e irresponsable” sino, de manera más profunda y menos conciente, el sentido mismo, la esencia y el estatuto, de lo que se llama “niño”.

Y este nuevo estatuto que se pretende definir para la categoría niño quizás sea consecuencia de otras variables tales como las profundas modificaciones que se han operado actualmente en la valoración del tiempo y del espacio como ordenadoras de las experiencias existenciales. Efectivamente, ciertos avances tecnológicos (la comunicación casi instantánea vía mail, la telefonía celular, el chat, el manejo de información tan general e inmediata que ofrece la informática, etc., en fin, el “ciber” como lugar de intercambio social-virtual y de exploración de un universo que pierde a cada instante sus límites precisos, en detrimento del “barrio”, la plaza, el “potrero”, como ámbitos en donde no hace mucho se tenían las experiencias más intensas del mundo y de uno mismo), marcan una “diferencia” entre el niño de ayer (insistimos, de hace apenas unos pocos años) y el de hoy.

Y, en este sentido, se podría argumentar que a la diferencia generacional que distanciaba comúnmente al niño del adulto se suma hoy (por la rapidez de los cambios que se producen) una diferencia de orden tecnológico. La primera diferencia (la generacional) produce conflictos que resultan por lo general vitales y significativos para ambos extremos de la escala existencial: los más viejos y los más jóvenes. La afirmación de la tradición cultural y subversión de sus modelos más aceptados se resuelven en una tensión que deriva en periódicas crisis que relanzan cada vez el movimiento subjetivo y social1.

Así, en el seno de una familia, la diferencia entre el adulto y el niño produce diversas formas de conflicto y transacción que regulan el desarrollo emocional de un sujeto. La relación niño (devenido adolescente) y del adulto se templa en una economía en donde hay colisión de ideales, de utopías, confrontación de valoraciones estéticas opuestas, etc. (y que el psicoanálisis piensa en términos de conflicto edípico.) En cambio, la segunda diferencia (la tecnológica) parece aislar en mundos casi incomunicados al niño y al adulto. Como sea, el conflicto que abre entre ellos esta nueva diferencia de orden tecnológico impone el esfuerzo de nuevas lecturas e interpretaciones por parte de las diversas ciencias sociales (y esta lectura define una nueva categoría de “niño” y de “adulto”.) ¿Seguirá teniendo el complejo de Edipo la misma estructura típica que tenía en la sociedad burguesa de los tiempos de Freud2?

Es en la época moderna que lo que llamamos niño ya se parece bastante (aunque con algunas variantes) a lo que actualmente consideramos como tal. Entre otros diversos factores3, en 1693 John Locke considerando al niño una “tábula rasa” en la que todo puede inscribirse a partir de la influencia ambiental, y en 1762 Jean Jacques Rouseau, con la idea del niño como alguien que nace “bueno” pero torpe4 (y con su “Emilio” que tanto influyó a distintos pedagogos como Pestalozzi, Fröbel, Makarenko, Dewey, Freinet, etc.), ata el destino del niño a la esfera de la educación (Es difícil distinguir en la modernidad al “niño” del “alumno”, pero aquí también abreviamos los detalles, como así también la descripción de la naturaleza y los efectos del pasaje de la educación en el seno de la familia al ámbito controlado del Estado).

Con este criterio de definición (niño equivalente a alumno), el niño que diera muestras de “disfuncionabilidad” (conducta bizarra, no esperable según las expectativas5, o francamente antisocial) es probable que no fuera pensado tanto como “perturbado emocionalmente” como maleducado, y, en consonancia, se lo intentaba “curar” de sus posibles extravagancias reforzando su educación… Cuando por fin se prestó atención al valor sintomático de algunos comportamientos de los niños (y a eso vamos), pronto de se tendió a caer en el otro extremo de psicologizar todo comportamiento que saliera de la norma.

Pero vayamos al contexto que nos interesa y que recibe como herencia de la modernidad esta noción de “niño-alumno”: Fue solo hasta 1920, que un niño pudo ser considerado como alguien capaz de enfermar psíquicamente y de ser tratado de sus “trastornos” con una psicoterapia (y justamente –como se verá-, teniendo que superar, en principio, cierto conflicto con las tendencias “curativas” de la educación). Fue concretamente el psicoanálisis quien “pudo ver” al sufrimiento del niño como un episodio mórbido, pero incluso la teoría psicoanalítica debió esperar veinte años de desarrollo para ser sensible a los trastornos emocionales de los niños y para poder sentirse autorizada a ofrecer sus recursos terapéuticos.

Se dice que Pinel revolucionó el tratamiento de los pacientes psicóticos –inaugurando la psiquiatría en Francia-, porque, por ejemplo, antes de su aparición se acostumbraba a duchar con agua helada a los enfermos mentales para castigarlos y después de él, y por su genio, se procedió a seguir duchándolos con agua helada, pero –en su caso- para curarlos! No es una ironía, se trata de los efectos de un hacer, en apariencia idéntico, que tuvo importantes efectos al variar el estatuto de la categoría “loco” llevándolo de “malacostumbrado” –por así decir- a “enfermo mental”6; del mismo modo se podría decir que, en cierto sentido, a partir de determinado momento, el psicoanálisis inventó al niño como “capaz” de enfermar psíquicamente ¿Qué tuvo que suceder para que eso ocurriera?7

Rápidamente se asocia alrededor de este tema (el tratamiento psicoanalítico de niños) a la famosa polémica que enfrentó a dos pioneras en el psicoanálisis de niños: Anna Freud y Melanie Klein. Son ellas la que ponen sobre el tapete la siguiente cuestión: “¿es posible, es razonable o pertinente, es realmente prudente el análisis de niños…?” Multiplico las posibilidades porque en el debate con Melanie Klein, Anna Freud que no está para nada de acuerdo en que se deba poner en tratamiento a los niños –y a partir de sus argumentos-, deja la impresión de que –para ella- “si bien es posible, no es ni conveniente ni sensato llevarlo a cabo…” ¿Por qué? En esa discusión, de las razones de orden epistemológicas (en pro y en contra del análisis de niños) parece pasarse -sin solución de continuidad- a cuestiones de orden moral, de la pertinencia o impertinencia se pondera lo prudente o peligroso de aplicar el método analítico a un niño.

Tomando en cuenta –por otra parte- que Anna Freud está de acuerdo en la eficacia del psicoanálisis aplicado a “adultos” (pero no en niños), se deduce que para ella hay una clara y tajante diferencia entre lo que considera un adulto y se define como un niño, finalmente, el sentido de esa diferencia invalida el psicoanálisis en estos últimos. La pregunta que deriva de esto es cómo define entonces ella las categorías niño y adulto, es decir, ¿por dónde hace pasar la diferencia que los distingue? Y, en el caso de Melanie Klein, quien pretende aplicar con todo rigor (y muy pocas variantes en lo esencial) el mismo método analítico a niños y adultos, lejos de ver entre ellos una diferencia, establece una clara equivalencia entre ambos… Dónde borra ella las diferencias niño-adulto?

Parece ser que mientras una de ellas (A. F.) supone que las categorías “niño”-“adulto” siguen siendo válidas como referencias conceptuales, para la otra (M.K.) han perdido su pertinencia en el campo del psicoanálisis, es decir, ya no nombran nada que tenga sentido psicoanalítico. Para Anna Freud en cambio sí caracterizan algo, definen una categoría de la existencia humana que si bien está incluida en la teoría psicoanalítica está excluida de su práctica, porque más que objeto del psicoanálisis, los niños siguen siendo –para ella- objetos naturales de la pedagogía (es decir, que su naturaleza necesita más reforzar con la educación las pautas que lo tornan un ser civilizado y adaptado que ser confrontado –en un análisis- con el tipo de fuerzas reprimidas lo empujan a la trasgresión, la inhibición, etc.).

Si se reconoce a Melanie Klein como quien inaugura el psicoanálisis de niños es, entre otras cosas, porque los recupera de ese lugar de mero “educando”. Para ella, los niños –desde el punto de vista psicoanalítico- no poseen una naturaleza tan frágil e ignorante como supone Anna (curiosa herencia roussoniana). Lo otro que hay que considerar es que para Anna hay también en juego una cierta confianza en el poder curativo de la “educación analítica” como aporte de un analista en el encuentro con niños que sufren ciertos trastornos afectivos. Para M. Klein usar en los tratamientos psicoanalíticos una herramienta pedagógica es absolutamente incompatible con el método psicoanalítico que se basa en la interpretación de lo inconsciente y no en el reforzamiento (vía educación) del yo (como instancia que favorece la adaptación) o del Superyó (como representante de las pautas morales que regulan la subjetividad).

Pero, hay que decirlo, incluso la mismísima Melanie Klein –como casi todos los analistas de aquella primera época- tuvieron la tentación inicial en sus carreras de apostar a la educación de los niños –si no como método curativo, como modo seguro de prevenir el desarrollo de neurosis-. Que esa educación se nombrara como “psicoanalítica” no cambia mucho las cosas: aún cuando se trataba de una “educación sexual”, ésta se pretendía “objetiva” (según los descubrimientos freudianos) y debía ser impartida a los niños en general, nada más lejos que los propósitos subjetivizantes de una terapia psicoanalítica.

“Le permitimos al niño adquirir conocimientos sexuales –dice Melanie- a la medida de su curiosidad, desembarazando con ello a la sexualidad de su misterio y de una gran parte del peligro que representa”. Y nos habla de un caso de “educación con carácter analítico” en el tratamiento de Fritz… Pero el propio Freud advertía que, a pesar de todo “Después los niños saben algo que antes no sabían, pero no hacen ningún uso de ese saber (…) Se comportan como los primitivos a los que se les ha impuesto el cristianismo, y que en secreto siguen adorando a sus viejos ídolos”8

Ya en 1927 Melanie abandona todo optimismo basado en el poder psicoprofiláctico del esclarecimiento de los enigmas sexuales mediante una tarea educativo-psicoanalítica de los niños y solo interpreta a sus pequeños pacientes sus deseos inconcientes, ¿qué sucedió? Sucedió que, llevada por su propia experiencia en el tratamiento de niños, ella entiende que el factor ambiental (educación, naturaleza de los padres, educadores, etc.) pierde prácticamente todo valor incidental en el desarrollo emocional de un niño, y ahora, para ella, sólo es necesario apuntar a la significación que el propio sujeto construye desde un esquema innato de simbolización: las pulsiones de vida y de muerte.

Por otra parte, como decíamos más arriba, para A. Freud –a diferencia de lo que sucede en el análisis de adultos- con los niños no es necesario -y, más aún, no es conveniente-, asumir como analistas una posición sostenida en la neutralidad y en la abstinencia. Los niños, para Ana Freud, son demasiado niños –por así decir-, de modo que no hay neutralidad, por el contrario, hay que –en todo caso- reforzar la autoridad parental, ejercer –como lo aconseja ella -en lugar de interpretar- una cierta “influencia educativa” sobre el niño; esto por un lado, y por el otro, no hay abstinencia, porque -lejos de ello- es necesario seducir al niño para convocar una transferencia de carácter exclusivamente positiva que actúe como soporte de una alianza terapéutica en el trabajo clínico. Esto permite el trabajo analítico con los niños, al fomentar –de ese modo- un vínculo de carácter amistoso con ellos.

El argumento –para dejar de lado abstinencia y neutralidad en el caso de los niños- es –para A. Freud- la extrema inmadurez del Superyo infantil, que es incapaz –para ella- de controlar la convulsiva vida pulsional que abriría el juego analítico clásico que, si se basara en la interpretación debilitaría las ya frágiles represiones del niño. En lugar de abstinencia y neutralidad –en el caso del análisis de niños-, A. Freud se propone como un objeto amable y severo al mismo tiempo, en tanto amable, seduce, busca una complicidad; en tanto severo, refuerza la autoridad parental. Se evita la interpretación y se enfatiza una cierta acción pedagógica.

M. Klein –por su parte- responde que -tomando en cuenta la evidencia clínica que le imponen sus pequeños pacientes-, lejos de la debilidad superyoica de la que habla A. Freud en los niños, ella no ha visto Superyo más salvaje, sádico y tiránico que en éstos y que el trabajo con los niños es justamente atenuar la economía tiránica de ese Superyo, para que haya en ellos un mayor despliegue pulsional que pueda impulsarlos así a un vigoroso desarrollo emocional. Esa energía pulsional liberada en el niño, especialmente de naturaleza sádica, permite que el sujeto encuentre las diversas formas sublimatorias que posibiliten su adecuada inscripción en la cultura.

La cultura –desde el punto de vista kleiniano- no se nutre tanto de los niños dóciles como de los más provocativos y audaces –que la sociedad los tolere o no, es otra cosa-. En el psicoanálisis de niños, entonces, al igual que en el tratamiento de adultos –para M. Klein-, el analista debe mantener la más rígida abstinencia y neutralidad: nada de emparentar la función del analista con una tarea educativa –como lo proponía A. Freud-, y nada de seducción, ofreciéndose al pequeño paciente como un objeto (exclusivamente) amoroso. Es más, que un analista intente controlar voluntariamente su posición de objeto en una cura es, para M. Klein, absolutamente inútil porque todo ocurrirá “a pesar de su voluntad”.

Melanie Klein apuesta ciegamente al fantasma inconsciente, por tanto lo interpreta sistemáticamente en los tratamientos: ninguna incidencia normativa de la realidad podría ejercer la menor educación en el campo pulsional. Anna Freud apuesta –en cambio- a cierto refuerzo normativo de la vida pulsional desde la realidad, como si la represión dependiera de un factor “exterior” a propia la subjetividad. No ser “abstinente” y “neutral” en la dirección de las curas es operar –en el caso de los niños- con cierto realismo ingenuo: la experiencia analítica los tendría que ayudar a madurar.

Pero ser “abstinente” y “neutral” –según el dogma kleiniano- ¿no es suponer que el analista puede ejercer un borramiento absoluto de su presencia en los tratamientos, y creer entonces que todo lo que sucede es por imperio exclusivo del despliegue fantasmático de su paciente? ¿No supone esto un realismo ingenuo aún más radical que el de Anna Freud, un “realismo ingenuo” que recae sobre la realidad psíquica de los sujetos? ¿No se tentará el analista con interpretar todo lo que sucede en una sesión como si fuera el despliegue fantasmático del paciente –ya que el analista está completamente ausente (neutro y abstinente) de la escena clínica? ¿Se debe sostener la “abstinencia” y la “neutralidad” para tener mejor diferenciados la fantasía y la realidad?

La “realidad” –parece decir M. Klein- es lo que no está en el escenario clínico, lo que se ha podido sustraer con la abstinencia y la neutralidad, en consecuencia: la fantasía es todo lo que se despliega en ese espacio…

Finalmente, evoco esta famosa polémica, que es muchísimo más compleja y rica de lo que acá se insinúa, porque lleva al extremo, simplificándolo, un problema más esencial y mucho más complejo respecto de las nociones de abstinencia y neutralidad. Es inevitable que el debate que obliga a decidir a favor o en contra de sostener la “abstinencia” y la “neutralidad” en los tratamientos desemboque en falsas soluciones, soluciones que en el fondo son estructuralmente idénticas: o bien, creer en que se puede dominar la “realidad” del analista, incluso la de su realidad psíquica, para sustraerla -por suponerla un obstáculo-, o bien, en un acto de lúcida introspección, instrumentar el propio movimiento pulsional del analista como elemento valioso para la dirección de las curas. En un caso y otro, se establecen las normativas (generales, para todo analista) de lo que se debe o no se debe hacer en la dirección de las curas. Como de costumbre, cuando dudamos qué hacer, establecemos pautas morales que nos orienten...

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