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Paz y Ciencia

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Niña de los Sueños XLI



La joven princesa con los mofletes sonrosadas bajó liviana por la escalera. Tras de sí había dejado escenas mortíferas, sequedad, angostas cuevas y recovecos escondidos, recónditos, poco oxígeno y tenue luz. Voluptuosa y fresca bajó a comer con la familia. Su padre se levantó de la mesa y mandó traer un plato para la princesa. Sus hermanos miraban con una sorpresa que no podían disimular bien.
La muchacha les contó lo sucedido a sus hermanos que habían podido oír muchas cosas por el Pueblo y los alrededores, había sido un tema controvertido para su padre y él reflejaba su pesadumbre que ahora parecía aproximarse más cariñosa y profundamente al retiro que había llevado a cabo la Princesa.
Durante la degustación de los manjares, la niña dijo con vehemencia, sin parar a tomar aire, explicó qué excitante resultaron sus escapadas nocturnas y qué experiencia más fascinante, viva y plena significó el poder subir a la fortaleza y reconstruir el rostro desfigurado por la amargura del pueblo.
Comentó lo importante que había sido aquel muchacho sin familia ni ropas ni alimento que llevarse a la boca. Suplicó el poder llevarlo a Palacio.
Tras unos minutos de perplejidad, donde los comensales miraban atónitos lo que decía, por fin, la Princesa todo se empezó a aclarar. La imaginación había dado lugar a esas pesquisas y ella tenía derecho a solicitar tales encuentros y estilo de vida pero suponía una herejía y un insulto a los títulos que se levantaban sobre ella. Era un despropósito.
Sin importarle demasiado ese tipo de circunstancias continuó su diatriba y finalizó con unos postres excelentes por su sabor y la dificultad de hallarlos en esas zonas.
Con la cuchara ya reposando en el plato, junto a los demás cubiertos y la garganta seca de hablar había, sumado, una atmósfera de desconcierto encima de la mesa. Los congregados estaban pensando en lo poco que conocían a esa muchacha de sueños que se mostraba allí, tal cual, ligera, con un vestido de seda blanco, contando esas sugerencias y necesidades que se desviaban tanto de lo que se supone bueno para una mujer de su posición. Asustados cedieron, liderados por el padre no sin lamentarse e intentar convencerle de su error. Pero se concedieron sus deseos. Podría ir al pueblo cuando quisiera y el niño del mercado sería bien recibido.
El rostro de la niña empezó a brotar alegría, sus pómulos expresaban calor y sus músculos faciales reflejaban movimientos más rítmicos y expresivos que de costumbre. Estaba expuesta a la evidencia de su sentir, y no pasaba nada, excepto el deseo de otro, que no siempre coincide. Pero esto es aburrido y ya lo sabía la Princesa así que dio, para variar, dos besos a sus hermanos y un fuerte y largo abrazo a su padre. Después subió a su cuarto de nuevo, esta vez con paso firme, decidido y vigoroso.

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