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Paz y Ciencia

domingo, 10 de agosto de 2008

La Niña de los Sueños XXXV

Llegó sudada a la casa, el vestido desgarrado por alguna rama. El recuerdo del muchacho le hacía mantener la esperanza y la sonrisa. Aun con eso, tenía una multitud de ideas en la cabeza que se agolpaban en ese momento impidiéndole pensar con claridad. Trepó por la enredadera hasta su habitación, allá se secó el líquido salino, dejó el instrumento, bebió un poco de agua y se tumbó en la cama para callar esas voces que le colocaban en tan incómoda tesitura. Por un lado el cómodo encuentro con el muchacho, el beso, la gracioso despedida, su protección y la complicidad. Por el otro el temor a haber sido reconocida, el jinete perseguidor, su padre, la Ley y el orden que podía ponerla en una situación difícil a ella y a su familia, lo único que tenía de valor, más allá de diamantes y exquisiteces. Su cabeza tenía una actividad frenética, no podía dormir, temía perder el control, eso ya lo había vivido, todo lo que le rodeaba lo podía oler, escuchar, tocar con mayor intensidad y poesía que de constumbre, tenía los sentidos con una finura excesiva, eso le conmovía y le ponía la piel de gallina pero también padecía el miedo de una forma brutal. Así que en la cama, con los ojos abiertos, casi sin pestañear quedó inerme hasta que la luz se asomó, entonces, agotada durmió. La Institutriz le despertó, cuando esto sucedió todo estaba en orden, su mente, agotada, había dado una tregua a la princesa que guardaba ese palacio repleto de maravillas.

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