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Paz y Ciencia

jueves, 7 de agosto de 2008

La Niña de los Sueños XXXIV

La Niña paseaba por la habitación descalza, dejando que en cada paso el suelo le dijera por donde continuar. Sobre el arcón su vestido de seda y las botas de montar, en el escritorio el dibujo difuminado de esa joven subida en la atalaya, ahora uno nuevo le hacía compañía. Era una escena en el claro del bosque donde el muchacho del mercado y ella estaban en cuclillas abrazados mientras los jinetes paseaban husmeando en busca de esa traidora a la corona. Ella no quería hacer daño a nadie, aunque podía estar poniendo en tela de juicio, por el azar impetuoso de sus instintos a quien gobernaba la zona. Esa situación provocaba en ella una situación de doble tendencia por la que no sabía decantarse, hasta el momento había andado con el corazón en la mano, como generalmente solía hacer, aunque por momentos se cuestionaba el obrar de manera más táctica en aras a no hacer daño a nadie.
Sea como fuere cogió sus ropajes cuando el Sol comenzó a esconderse, bajó al piso de abajo a comer algo y salió por la puerta, indiferente a lo que pudieran decir o pensar, tras ella una sombra de dudas, con ella un halo de esperanza algo disperso, no terminaba de perfilar con precisión el objeto de toda esa misión si iba más allá del gozo de poder tocar y alegrar el nublado corazón de los campesinos del pueblo.
No era el séptimo día, era un día cualquiera, a pesar de eso pudo oir los cascos de los caballos merodear por la zona, esta vez llegó al pueblo donde la vigilancia era muy débil, apenas inexistente, allí sólo pasaban de vez en cuando los jinetes por lo que había oído. Así que se sentó en donde vio por primera vez al muchacho y con la flauta comenzó su recital.
Tan pronto hubo pulsado las primeras notas ya salieron de sus casas los primeros curiosos, se dirigieron hacia ella y en ese momento se dio cuenta de que no llevaba el antifaz así que tuvo que interrumpir un instante la música para protegerse por lo que pudiera suceder.
Tocó y tocó, la gente se acercó a ella, a unos dos metros, algunos pequeños la tocaron, otros incluso se pusieron más cerca y la abrazaron mientras cantaba, el niño apareció y tras él, el ruido de los caballos al galope. La Princesa interrumpió la música y marchó, tomada de la mano por su compañero de fatigas clandestinas y huyeron otra vez, el pueblo gritó y ella se preguntó porqué, qué extraña razón le llevaba a sufrir esa extraña situación teniendo todo a su alcance. La muchacha dirigió al muchacho al claro donde se imaginó con su compañero y allí le besó profundamente, se abrazaron y permanecieron asustados hasta bien entrada la noche. Después se despidieron, hasta que pudieran cambiar lo que les había llevado a esa escurridiza forma de vida. Él le dio un beso en la mano haciéndole una reverencia, con el gesto tuvieron motivos para separarse puntualmente con una amplia sonrisa en el rostro.

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