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Paz y Ciencia

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Amor y Psicoterapia

Dr. Valentín Pablo Rodríguez
   psicólogo clínico - psicoanalista

Durante los va más de 100 años de práctica piscoterápica en el mundo, se ha escrito mucho sobre lo esencial en ese proceso que supone la cura del trastorno psíquico.
Se ha hablado de la importancia de la transferencia, del análisis de las resistencias del paciente, de la contratransferencia, etc. Se ha enfatizado siempre, en última instancia, en el poder curativo de la palabra. Ahora bien, desde mi experiencia personal, como psicoanalista y psicoterapeuta, de ya casi quince años, creo que afirmar que lo que cura es la palabra, no deja de
ser un reduccionismo más, de los muchos en que, por desgracia, incurren con frecuencia las llamadas Ciencias del Hombre.
Mi opinión es que no cura la palabra, por docta, técnica o experimentada que sea (en el caso, claro está, del analista), como tampoco el discurso, tímido a veces, fluido en ocasiones, y resistente siempre, del paciente.
Es con el amor, con la afectividad o, para ser más exactos, con la energía afectiva que el analista insufla a su paciente, con lo único que se puede obtener ese prodigio que constituye su mejoría o definitiva curación. Energía, eso sí, que el terapeuta insufla a su paciente utilizando la palabra como vehículo privilegiado. Porque, en definitiva, ¿qué es un enfermo psíquico, sino un ser con una nefasta experiencia en el aprendizaje, vital para el desarrollo armónico de la personalidad, de dar y recibir afecto?

Unos pacientes presentan déficits y carencias afectivas en su infancia y adolescencia. Otros, exceso de afectividad en la misma etapa, o, dicho de otro modo, amor inadecuado o amor sofocante; no al servicio del niño, sino, las más de las veces, al de las necesidades, tan desconocidas como patológicas, de sus padres y/o educadores.
Unos padres, cuyos propios conflictos psíquicos les impiden una afectividad sana y adulta, difícilmente pueden enseñar a sus hijos a quererse y a querer a los demás. Pueden enseñarles muchas cosas: a andar, a comer, a tener buenos modales, conocimientos culturales, etc.; pero la afectividad tiene que partir de una experiencia didáctica de amor puro, no contaminado. Y es en esa experiencia afectiva defectuosa donde tienen la base casi todos los trastornos que angustian al hombre.
Por lo tanto, si la terapia debe constituir una experiencia emocional correctiva para el paciente, esa segunda oportunidad de convertirse en un ser humano total y maduro, es imprescindible que se sienta apoyado por un afecto sin condiciones, total y absoluto, respetuoso de la totalidad de su forma de ser y de comportarse. Ese afecto debe darlo el terapeuta con la suficiente intensidad y habilidad como para que el paciente lo sienta -sin-saber-lo-que-está-sintiendo, esto es, sin menoscabo alguno del encuadre terápico, máxime si paciente y terapeuta son de distinto sexo.
Si el terapeuta no es poseedor de esa capacidad de suministrar afecto, "energía afectiva movilizadora", corremos el riesgo de que el paciente, después de un período más o menos largo de terapia, se encuentre con que sólo ha obtenido, como balance, un bagaje de ideas, de términos, y, a lo sumo, de explicaciones del por qué de su enfermar psíquico. Esto es muy trágico, pero no por ello infrecuente.
Podría decirse aún más: esa "afectividad motora", que el analista suministra a su paciente, debe tener, como objeto de consecución, otras dos metas: 1) Que el sujeto recupere la fe en sí mismo y en los otros. 2) Que ese "apoyo afectivo", unido a esa fe en su propia capacidad de remodelación psicodinámica, permitan vislumbrar la mejoría o la curación.
Vemos cómo, en este entramado de requisitos, fundamentales y exigibles en la terapia, hay que movilizar tres virtudes humanas esenciales.
Y este proceso debe ser realizado desde el primer día. No podemos exigir una fe ciega en nuestro quehacer, y esperanza en la mejoría, a un paciente que nos ve por vez primera. Hay que insuflarle el amor necesario para que se generen en él la fe y la esperanza.
Esa donación de "energía afectiva", que el terapeuta efectúa sobre su paciente desde las primeras sesiones, es lo que va a hacer posible la fe en las propias fuerzas y capacidades de éste, y la esperanza de su curación. Sólo esa energía va a ser capaz de hacer posible una transferencia provechosa.
Y esa "energía afectiva", ese amor, en definitiva, que el terapeuta ofrece a su paciente, es el producto de su propia capacidad de amar y de la total asunción, empatía, respeto y cariño hacia éste. Todos estos factores deberá evaluarlos y discubrirlos el terapeuta, ya en las primeras sesiones, en el silencio de la contratransferencia. Si el terapeuta no logra sentir todo esto en un tiempo prudencial, considero que tiene el deber ético de derivar a su pa_ ciente a otro terapeuta, afectivamente más dotado. Desarrollar una terapia o análisis, sin estos requisitos, conduciría tan sólo a un mero juego intelectual, más o menos atractivo para el paciente, pero a todas luces insuficiente para promover cambios definitivos.
Es éste, un tema capital en psicoanálisis y psicoterapia. Se habla mucho de la relación afectiva con el paciente, respetando el encuadre. Lo patético, y que confirma la praxis diaria, es que algunos terapeutas tienen tal pavor a implicarse, que la patología o los afectos del paciente puedan "salpicarles", que, como medida preventiva, no se conforman con poner meros límites, sino que oponen abismos de distancia, medida que lleva al fracaso esa relación terápica.
Puede aducirse que la relación terápica se basa en un sano y sabio equilibrio entre frustración y apoyo, por parte del terapeuta a su paciente. Eso es, en buena medida, cierto. Aunque, personalmente, opino que, salvo excepciones, opera más eficazmente el apoyo que la frustración (claro está que aquí habría que discriminar la patología y la personalidad específica de cada paciente). Pero aun en el caso de que ésta sea necesaria -que, en mayor o menor grado, siempre lo es-, en lo que no puede convertirse jamás es en una forma larvada de sadismo por parte del terapeuta (aunque dicho sadismo sea entendido como simples residuos neuróticos de su propio análisis didáctico). Esta experiencia puede ser definitivamente desesperanzadora y destructiva para el paciente.
Me remito a lo dicho al principio de este artículo. El terapeuta que necesita frustrar a su paciente, debe hacerlo desde el prisma del "amor correctivo", con la sutileza necesaria para que éste perciba que tal frustración es algo doloroso para el propio terapeuta, y que no revela sino su sincero deseo de hacerle mejorar. Es un caso semejante al del padre que regaña o castiga a su hijo: o lo hace expresando su propio dolor (porque realmente ama a su hijo), o siempre podrá caber la duda de si se estará desahogando de sus frustraciones personales, con la agresividad canalizada hacia un objeto improcedente.


                                                                               Dr. Valentín Pablo Rodríguez Fdez.
                                                                            Revista LA ESTETICA. Nº 117. 1990

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