Por Claudio Martyniuk
¿Cómo orientar la vida y enfrentar los costos de cada decisión? Hoy se cuestiona al psicoanálisis, pero sigue siendo un acierto apostar por la palabra en la curación, dice este experto.
Freud dejó una marca profunda en la cultura occidental del siglo XX. El psicoanálisis ha sido más que una perspectiva de comprensión del ser humano: originó una terapia basada en la palabra. “Hacer psicoanálisis” es conformar un espacio que deja a dos personas a resguardo del mundo, entregados al hablar y escuchar. Es cierto que la profesión está cuestionada (por su eficacia o no, por los plazos de sus métodos) y que convive con multitud de terapias alternativas que han entrado en franca competencia. Pero, a juzgar por la repercusión que tiene en estos días la serie “En terapia” (con Diego Peretti y Norma Aleandro), habrá que aceptar que el nuestro sigue siendo un país “psi” y que muchos recurren aún al psicoanálisis para paliar sinsabores y conocerse un poco más. Marcelo Percia, profesor de la Facultad de Psicología de la UBA, reflexiona sobre estos ejes.
¿El psicoanálisis puede ser un modo de consuelo de un insuperable malestar en la cultura? El malestar insuperable es la inevitabilidad de la muerte. La vida misma puede considerarse como consuelo o descanso ante lo irremediable. Tal vez el psicoanálisis consuela, o nos compensa, con la idea de que tenemos un mundo interior, una vida interesante, incluso algo importante que decir aunque no lo sepamos. El consuelo de un teatro épico en el que, si bien no somos inmortales, somos únicos y a veces heroicos protagonistas de deseos y torrentes pasionales. El personaje no individual ni interior de esa máquina de relatar que se llamó inconsciente podría pensarse como la maravillosa compensación de la subjetividad.
¿El psicoanálisis prosigue o rompe con la confesión religiosa? Los riesgos del psicoanalista como sacerdote y del psicoanálisis como confesión fueron sugeridos tanto por Foucault como por Deleuze. Creo, sin embargo, que el psicoanálisis trata de localizar, entre la confesión y la confidencia, la experiencia de soledad. Si la confidencia llama a compartir un secreto, la confesión a liberar una culpa; si la confidencia es intimidad entre semejantes, la confesión solicitud entre desiguales; si la confidencia se da, la confesión se arranca o se entrega; si la confidencia provoca simpatía, la confesión, sanción o perdón. El psicoanálisis propicia otra cosa: la experiencia de la soledad.
¿Para qué psicoanalizarse? ¿Hay tanta necesidad de autoconocimiento? El espacio analítico es un artificio para que haga su aparición eso que gobierna nuestras vidas. Es una suspensión que precipita las voces que instituyen nuestros deseos y temores. Son muchas las razones por las que alguien elige analizarse. Tal vez una sea querer decidir algo en medio de una vida casi toda decidida. Decidida por los ensambles biográficos que nos han tocado. Momento en el que alguien intenta hacerse sujeto de una decisión que, como se dice, cambia su vida. El autoconocimiento se emparenta con el buceo interior, la sinceridad, la confesión. O con el descubrimiento de una verdad propia esencial. Desconocerse no significa ignorarse o negarse, sino dejarse sorprender ante potencias que buscan abrirse paso en una vida. Puede ser la potencia de la ira o del amor. El desconocerse implica algo como: “Nunca imaginé que podía estar así”. “No puedo creer lo que me está pasando”. “Me transformé: este no parezco yo”. En ese sentido, el psicoanálisis es una experiencia de desconocimiento: desconocerse como práctica no excepcional del salirse de sí.
¿Qué ha implicado que el psicoanálisis se convirtiera en una institución? ¿Es una práctica clínica profesional más? Una cosa son las instituciones del psicoanálisis o las asociaciones de practicantes y otra cosa sería la institucionalización del psicoanálisis. Las instituciones imponen doctrinas, estructuras de poder, estrategias de intervención en el mercado de saberes profesionales. La institucionalización del psicoanálisis sería su sentencia de muerte: la momificación de sus figuras, sus formas posibles, sus representaciones consensuadas. El psicoanálisis interesa como movimiento intelectual crítico del siglo veinte y como posicionamiento clínico que sostiene que, en ciertas condiciones, la palabra puede sanar. ¿Qué condiciones son las de esa palabra que sana? Eso siempre es algo que está por verse. En el contexto de su ubicación entre las profesiones liberales y las relaciones con el dinero, se podría decir que el psicoanálisis es una práctica clínica profesional más; pero desde la perspectiva de su vocación por el pensamiento, no. El porvenir del psicoanálisis es el de la palabra en la civilización humana venidera. El psicoanálisis transporta el deseo de intervenir en el habla que nos habla. En nuestro país asistimos, además, a invenciones de espacios para la palabra clínica en lugares que desconciertan a la solemnidad profesional por lo inesperados: en asambleas en hospitales públicos, en pasillos de las instituciones de salud o de educación, en playas de estacionamiento, en trenes, en colectivos, en esquinas en los barrios, en plazas.
¿Y qué puede hacer el psicoanálisis ante el dolor y el sufrimiento? El dolor es inevitable, mientras que el sufrimiento es innecesario. Muchos sufrimientos cautivan al deseo, seducen al alma, abrazan los cuerpos. Es inevitable dolerse por la enfermedad, la muerte, el desamor, pero es innecesario volvernos esclavos de esos dolores. El sufrimiento goza de la autocompasión.
¿Se pueden reconocer vínculos entre el sistema en el que vivimos, el capitalismo, y la angustia? Si la angustia no se confunde con insatisfacción, frustración o ansiedad por no alcanzar o no estar a la altura de las metas de felicidad que difunde la sociedad capitalista, la angustia posibilita desconocernos, es decir, ir más allá de los límites de la historia personal. La angustia, si no queda capturada por la neurosis, es potencia que cuestiona lo que gobierna nuestra existencia. La angustia desbarata la obsesión de dominio sobre la propia vida o la vida de otros. La angustia no sale de compras, de la angustia se sale -si se sale- desconociéndose. A su manera, la angustia repone en la vida humana la cuestión de la potencia fuera de las relaciones de poder propias de la sociedad capitalista. Nietzsche advertía que para algunos el dominio de otro como propiedad era una prueba anhelada de poder. Pensaba que, en cambio, la potencia de existir aumentaba lejos de los abusos de la posesión. El psicoanálisis trata de alojar la pregunta de la angustia: ¿cómo vivir nuestra soledad, próximos a otros y fuera de las lógicas de poder? Tal vez las experiencias de la angustia y de la muerte igualan a las criaturas humanas más allá de las desigualdades e injusticias del capitalismo.
¿Qué utopía política se puede concebir desde el psicoanálisis? El psicoanálisis protagonizó una de las utopías libertarias más conmovedoras del siglo veinte: la del poder de la palabra, la de la potencia de los hablantes que se abandonan a la palabra analítica. Ello no supone un programa político, pero señala una ética que recorre la historia del pensamiento, que supone una política de la lengua.
¿Se puede sobrevivir sin otro que piense en uno? Subjetividad es la experiencia de que otro me piense o piense en mí. El otro puede asumir la figura de la lengua, de la moral, de la publicidad. El otro puede encarnarse en el más cercano, en el más lejano, en el ausente, en el verdugo o en el psicoanalista. El otro puede ser alucinado, inventado o fantaseado. Se puede sobrevivir sin otro que piense en uno porque el otro sobrevive en uno. Ser pensado por otro es la experiencia del don y la captura amorosa: eso que nos piensa instala una posibilidad y una limitación. En el umbral de esa tensión sobreviene silencio, soledad, angustia.
Le hago una pregunta que usted hizo recién: ¿cómo vivir nuestra soledad estando próximos a otros y fuera de las lógicas del poder que la sociedad instala? Sabiendo que lo que poseemos, nos posee; lo que creemos dominar, nos domina; lo que gobernamos, nos gobierna. Creo que hay que aceptar que vivir es residir, por un tiempo, en un mundo que no poseemos. Vivir es habitar durante una temporada cuerpos que no gobernamos, que estallan en potencias que se cansan, que duelen, que envejecen. Vivir es hacer el amor desposeídos, abrazados a cuerpos que no nos pertenecen. Vivir es hablar y pensar en una lengua que recibimos de otros, que -a su vez- la recibieron de otros, que la recibieron de otros. Entonces, no se trata de poseer o no poseer una historia, sino de saber que habitamos lo que no nos pertenece. El habitante se aposenta, por momentos, en una historia sobre la que decide poco. Aunque, con ese poco que decide, logra lo inolvidable de su vida.
¿Semejante experiencia vital depara agotamiento, cansancio? La distinción entre el agotado y el cansado la sugiere Deleuze a partir de una puntuación de Beckett para la puesta en escena de una de sus obras. El cansado es la figura de la clase media que es gozado por las metas de rendimiento y éxito capitalista; el agotado advierte que esas fórmulas maquillan la nada.
La angustia, ¿en qué sentido podría ser educadora del alma? La angustia es un afecto que ayuda a residir en la propia vida. La propia vida, el itinerario que uno mismo se da, sería eso que se alcanza como decisión y certeza de que habitamos tanto en el sentido como en el sinsentido. Por eso la angustia es el misterio humano impenetrable para el capitalismo, que se jacta de resolver todos los enigmas de la subjetividad. Quizá de la angustia no pueden trazarse mapas, pero paradójicamente nos abre muchos caminos.
Copyright Clarín, 2012.