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Paz y Ciencia

viernes, 18 de enero de 2008

La Niña de los Sueños (VII)

El muchacho despertó. Asustado por tanta grandiosidad había hecho un alto en el camino. Estaba recostado sobre la pradera que conducía a Palacio. El cielo gruñía y la atmósfera estaba cada vez más cargada, el frío viento le llevó a desperezarse. Las hojas le daban en la cara, sentía frío debajo de sus ropas, escasas y roídas. Con el paso del tiempo había desarrollado una coraza natural para defenderse de los caprichos climáticos. El cielo era gris, sucio y el Palacio quedaba ahora lejos.
Cogió sus bártulos, el descanso le había señalado su deseo, unas ganas de ser otro, mejor y entero, quizá sin ese bocadito que sentía en sus entrañas. Esa existencia fútil, edulcorada de una liviana y aparatosa huida a la fantasía, dejaba al trasluz las carencias. El frío, el viento, el ruido del crepitar de las hojas, el color negruzco y el olor a humedad le situaron en una situación de caos, un desorden que no integraba. Habitualmente dejaba pasar todas esas sensaciones, repitiéndose: "no me importa". Esa rotura solía marcar elementos en contradicción y le llevaba a buscar con impulso y voracidad otras fuentes de nutrientes, de alimento, ora cordero, ora amor. Esa vida truncada, mucho tiempo atrás, a pesar de su voluntad, era inexorablemente para él un terror innombrable, una forma de haberse visto caer, desde muy arriba durante mucho, mucho tiempo. El frío le hizo tiritar, dobló los brazos en cruz sobre su pecho, se encorvó como una lechuza y caminó, esta vez rumbo al otro lado. Separado por un sueño y acaso más vivo por haber deseado el amor, un amor, todavía lejos, así lo habían dictaminado los Señores del Viento.
Una pequeña puerta se abrió con ese pasaje onírico, la acidia daba lugar a la entrada, purificadora y dulce de aquellos prados de Palacio, esos jardines imperiales de la Princesa.

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