La muchacha paseaba gris entre las estancias de Palacio, magníficas, con un techo altísimo y pinturas solemnes, normalmente retratos y cosas aburridas de sus antepasados. El niño seguía rasgándose sus tenues ropajes en el suelo, de rodillas, debajo de las tablas que soportaban los alimentos del mercado. A su alrededor pies mugrientos y uñas negras.
El muchacho apresó unos cuantos trozos de gallina y un buen pedazo de cerdo. Con eso tendría para un buen banquete. Estaba algo dolorido por estar escondido en un lugar tan minúsculo, tenía poco margen de maniobra y el miedo a ser descubierto hacía que sus movimientos se desgarraran con pavorosa ineficacia.
El muchacho consiguió salir indemne de su escondite, lugar de frecuentes incursiones y suministros clandestinos. Liberado de todo miedo y con la felicidad que da tener un buen bocado que meterse al gaznate elucubró sobre la siguiente fase de su actuación, cómo y dónde cocinar su banquete.
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