El muchacho partió rumbo a Palacio, sorteando borrachos y peleas en la angosta penumbra de los callejones malolientes repletos de tascas y de esas mujeres que resaltaban sus pechos amenazantes. Su vida había tenido, a pesar de todo, un reducto de vida, de agilidad y vitalidad. El refugio en su mundo interno le había proporcionado un reducto inexpugnable para sortear las acuciantes demandas del exterior. Hambre, mugre, pobreza y una dignidad mellada día tras día, arrastrada por una sensación de sentirse solo, sin nadie con quien hablar, ningún referente y nadie de confianza. Un niño huérfano, carterista y amigo de los ancianos, las únicas personas que le proporcionaban algo de sostén, de cariño y dignidad. Sus consejos, sus trozos de pan e incluso en ocasiones algo de pollo le proporcionaban los nutrientes suficientes como para engañar al cuerpo con esos caldos y arroces. La vida era hermosa cuando cerraba los ojos, bestial cuando los abría y cruel cuando alguien se le acercaba. Había desarrollado un sexto sentido para huir de los ataques de la gente peligrosa, mucha en aquellos días de necesidad. Armado con su libro de notas y su bolsa de patatas seguía caminando hacia la sede del imperio, a lo lejos atisbaba los fastuosos jardines, ricos en colores y aromas, cercando ese paraje se levantaban unas columnas de piedra, antiguas y alambicadas, con motivos florales en su capitel y fuste helicoidal. Le fascinaba ese mundo opulento, de libertad -pensaba-, de tranquilidad y sobre todo, de seguridad y apacible descanso ininterrumpido por beodos y putas.
Se adentró en el camino de fina piedra blanca, tratando de disfrutar de cada contacto con el suelo, intentando gozar al máximo esa experiencia en la que se aproximaba a aquello que siempre había construido en sus sueños. Después de ese camino estaba la incertidumbre, la inseguridad y la idea de no ser suficientemente bueno para poder entrar, aunque sólo fuese en los jardines reales, repletos de estatuas, fuentes y laberintos.
Dedicado a T.L.M.
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