1) El paciente puede percibir la enfermedad con una postura de objetividad que la sitúa a una distancia máxima de la conciencia enferma. En su esfuerzo por refrenarla y no reconocerse en ella, el enfermo le confiere el sentido de un proceso accidental y orgánico. Esa preeminencia de los procesos orgánicos en el campo de la conciencia del enfermo y en la manera en que concibe su enfermedad constituye la gama de los signos histéricos (parálisis o anestesias psicogénicas), síntomas psicosomáticos o, por último, preocupaciones hipocondríacas que con mucha frecuencia encontramos en la psicastenia o en ciertas formas de esquizofrenia. Como elementos de la enfermedad, esas formas orgánicas o pseudoorgánicas son también para el sujeto modos de comprender su enfermedad.
2) En la mayoría de los trastornos obsesivos, en muchas paranoias y en ciertas esquizofrenias, el enfermo reconoce que el proceso mórbido se confunde con su personalidad. Pero lo hace de manera paradójica: encuentra en su historia, en sus conflictos con las personas que lo rodean, en las contradicciones de su situación actual los primeros signos de enfermedad.
3) Esta unidad paradójica no puede mantenerse siempre: los elementos mórbidos se separan entonces de su contexto normal y, al cerrarse sobre sí mismos, constituyen un mundo autónomo que para el enfermo tiene muchos signos de objetividad: está movido y atormentado por fuerzas exteriores que escapan a toda investigación precisamente por el carácter misterioso de ese mundo que se impone por su evidencia y resiste frente a todo esfuerzo. Las alucinaciones que lo pueblan le dan la riqueza sensible de lo real; el delirio que mantiene unidos sus elementos le asegura una coherencia casi racional. Pero la conciencia de enfermedad no desaparece en esta casi objetividad; sigue estando presente, al menos de manera marginal. Lo que hace ese mundo de elementos alucinatorios y de delirios cristalizados es yuxtaponerse al mundo real.
4) Fonalmente, en las formas últimas de la esquizofrenia y en los estados de demencia, el enfermo termina sumergido en el mundo de su enfermedad, de modo que capta el universo que ha abandonado como una realidad lejana y velada. En ese paisaje crepuscular en el que las experiencias más reales -los acontecimientos, las palabras oídas, la gente que lo rodea- adquieren una condición fantasmagórica, parece que el enfermo conserva aún un sentimiento oceánico de su dolencia.
La enfermedad mental, independientemente de la forma que adopte y los grados de obnubilación que conlleve, siempre implica una conciencia de la enfermedad. El universo mórbido nunca es un delirio absoluto en el que quedarían abolidas todas las referencias a lo normal; por el contrario, la conciencia enferma siempre se despliega con una doble referencia para sí misma, sea a lo normal y lo patológico, sea a lo familiar y lo extraño, o bien a lo singular y lo universal, o a la vigilia y el onirismo.
:: Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta.
:: Tfno. Citaciones: 653 379 269
:: Zaragoza. C/ Lacarra de Miguel 27. 2C (Antes General Sueiro).
:: Página Web: www.rcordobasanz.es
2) En la mayoría de los trastornos obsesivos, en muchas paranoias y en ciertas esquizofrenias, el enfermo reconoce que el proceso mórbido se confunde con su personalidad. Pero lo hace de manera paradójica: encuentra en su historia, en sus conflictos con las personas que lo rodean, en las contradicciones de su situación actual los primeros signos de enfermedad.
3) Esta unidad paradójica no puede mantenerse siempre: los elementos mórbidos se separan entonces de su contexto normal y, al cerrarse sobre sí mismos, constituyen un mundo autónomo que para el enfermo tiene muchos signos de objetividad: está movido y atormentado por fuerzas exteriores que escapan a toda investigación precisamente por el carácter misterioso de ese mundo que se impone por su evidencia y resiste frente a todo esfuerzo. Las alucinaciones que lo pueblan le dan la riqueza sensible de lo real; el delirio que mantiene unidos sus elementos le asegura una coherencia casi racional. Pero la conciencia de enfermedad no desaparece en esta casi objetividad; sigue estando presente, al menos de manera marginal. Lo que hace ese mundo de elementos alucinatorios y de delirios cristalizados es yuxtaponerse al mundo real.
4) Fonalmente, en las formas últimas de la esquizofrenia y en los estados de demencia, el enfermo termina sumergido en el mundo de su enfermedad, de modo que capta el universo que ha abandonado como una realidad lejana y velada. En ese paisaje crepuscular en el que las experiencias más reales -los acontecimientos, las palabras oídas, la gente que lo rodea- adquieren una condición fantasmagórica, parece que el enfermo conserva aún un sentimiento oceánico de su dolencia.
La enfermedad mental, independientemente de la forma que adopte y los grados de obnubilación que conlleve, siempre implica una conciencia de la enfermedad. El universo mórbido nunca es un delirio absoluto en el que quedarían abolidas todas las referencias a lo normal; por el contrario, la conciencia enferma siempre se despliega con una doble referencia para sí misma, sea a lo normal y lo patológico, sea a lo familiar y lo extraño, o bien a lo singular y lo universal, o a la vigilia y el onirismo.
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