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Paz y Ciencia

domingo, 4 de diciembre de 2022

PLAGAS DE LA SOCIEDAD DEL CANSANCIO

 

Podría pensarse que Byung-Chul Han, filósofo coreano radicado en Alemania y especialista en Heidegger, es antes que nada un filósofo del padecimiento. En sus obras, La sociedad del cansancio (2012), La sociedad de la transparencia (2013), y posteriormente en La agonía del eros (2014), Byung-Chul caracteriza a un sujeto contemporáneo que, al estar expuesto como mercancía en las redes sociales del hedonismo de control, se encuentra deserotizado, cansado y víctima gozosa del vértigo que le impone a su curriculum la sociedad del rendimiento, tardo moderna, sistémica y autorreferencial al palo. Según mi interpretación de su obra, resulta notable que Byung confluye con algunas de las teorías del sociólogo alemán Niklas Luhmann.

En La sociedad del cansancio Byung relata que el individuo es un entorno del sistema, un sistema que un día cansado se puso a ladrar –me permito articular, en una interpretación sintética del texto citado, a Luhmann con nuestro poeta Santos Discépolo. Considero entonces que Byung-Chul Han puede ayudar a comprender el lugar del sujeto en los sistemas de control y así, con su filosofía, sentar las bases subjetivistas de una Teoría Sistémica de la Sociedad que oportunamente presentara Luhmann. Con esta intención digo que los escritos de Han están signados por la desesperanza de un presente flojo de sentido cuando describen por entrega, en libros breves de bolsillo, lo que llamo un mundo feliz de ilusión y desilusión encadenadas: el instante que viene llegará con la promesa de sacarnos de la desilusión que nos dejó el anterior, del que sabíamos que tampoco iba a cumplir con su palabra.

Así es como en este tiempo de lo efímero, andamos a los tumbos del sinsentido, otarios a sabiendas. Sostenidos, pienso, por la regimentación ortopédica del diseño curricular de la vida en la sociedad del rendimiento. Este concepto es desarrollado en La agonía del eros, y me permito interpretarlo en sede marxiana: somos nosotros mismos los amos de nuestra propia esclavitud, porque ya no se trata de una condición de explotación típica en donde el dueño de los medios de producción se apropia de ese valor por encima del dinero que se nos paga por nuestra fuerza de trabajo, sino que a la extracción de esta plusvalía se le agrega una disponibilidad plena de nuestro tiempo en los espacios de superposición del trabajo con el ocio y así, a tiempo completo, nos extraemos a nosotros mismos un tipo de plusvalía absoluta. De este modo reproducimos nuestra fuerza de trabajo para continuar en la cadena de montaje existencial de una situación de autoexplotación y cuyas manifestaciones patológicas son las enfermedades neuronales de este siglo: la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, el trastorno límite de la personalidad o el síndrome de desgaste ocupacional, como bien se manifiesta en el padecimiento de Sandra, heroína empastillada de Dos días y una noche (la película de los franceses Jean-Pierre y Luc Dardenne), cuando todo lo que afecta a su situación laboral ella lo vive bajo las múltiples formas de la culpa.

Pienso que estos males expresan al fin los síntomas de una experiencia de la libertad paradójica, cuando la autoalienación de la sociedad del rendimiento se vive como autorrealización verificada en la proletarización de nuestro curriculum vitae, bajo un régimen totalitario, hedonista, en donde la felicidad es una mercancía. Al fin nosotros mismos, expuestos en las redes sociales de la pornografía de masas bajo la dictadura del “me gusta” y metidos en la tormenta de mierda (shit storm) que trajo la revolución digital, Internet, las redes sociales, plataformas que según Byung hacen de nosotros, los seres humanos, individuos aislados. Esto puede rastrearse en Enjambre (2014): una reflexión sobre la imposibilidad objetiva de construir alternativas de poder, porque cuando aquellas se expresan, interpreto, quedan neutralizadas por la misma lógica autorreferencial de los sistemas donde estimulados por las drogas, despiertos siempre, hemos logrado al fin quitarnos el sueño de la revolución. Por eso solo una catástrofe, una invasión extraterrestre, una distopía grosa podrían acabar con nuestro mundo paradójico donde no nos queda más que gozar gracias al desarrollo tecnológico del capitalismo.

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