En cuanto al plural desarrollo y amplia crítica que su legado despertó y sigue despertando, Friedrich Nietzsche (1844-1900) ha sido sin duda uno de los pensadores más fructíferos de la historia de la filosofía. Aunque no en pocas ocasiones huyó de encasillamientos definitivos (nunca renegó de su formación como filólogo, pero tampoco quiso serlo sin más, al igual que tampoco deseó ser llamado, sin más, «filósofo», por las connotaciones casi sacerdotales que encierra el término), resulta indudable que su obra encierra un fondo eminentemente reflexivo, si bien siempre acompañado de un claro y característico componente literario –lo que hace de su prosa una de las más creativas y atractivas de cuantas poblaron el universo cultural alemán del siglo XIX–.
Al contrario que otros autores que le habían precedido, la intención principal de Nietzsche no fue la de crear un sistema, la de sacar a la luz la «verdad revelada» o la de mostrar y desplegar, de manera conclusiva, cuanto el ser humano había buscado bajo el concepto de «sentido de la existencia». Más bien, Nietzsche intenta participar a sus lectores de la importancia de desaprender (en alemán, verlernen): a su juicio, urgía mucho más enterrar siglos de estéril dualismo (mente/cuerpo, cielo/tierra, espíritu/materia, inmanente/trascendente) y comenzar a extraer, de una vez por todas, las enseñanzas que nos procura, directamente, nuestra experiencia del mundo, la experiencia de nuestro cuerpo. Así, escribía que «toda moral sana se rige por un instinto de vida», mientras que una «moral contra natural» (la que, aseguraba, había sido enseñada, predicada y glorificada desde los albores de los tiempos), es decir, una moral «decadente», siempre se ocupó de oponerse a tales instintos, y por eso se traduce en una «condena, en ocasiones encubierta, en ocasiones ruidosa e insolente», de pulsiones que, por naturales, se han querido condenar.
Acaso aprendan ahora los filósofos a aceptar que el cuerpo es mucho más atrayente que el alma, mucho más misterioso y que tanto tiene de insondable como de maravilloso. […] El cuerpo es un pensamiento más sorprendente que el de la vieja alma [KSA 11 36 (35), p. 565].
Para entender cómo Nietzsche llegó a esta necesidad de replantear la filosofía, teniendo en cuenta que fue educado en un entorno religioso contra el que él mismo tuvo que luchar duramente para desprenderse de los «latigazos de la fe» (así los llamaba), el catedrático de la UNED y director de las obras completas de Nietzsche en español Diego Sánchez Meca ha publicado en Tecnos un enriquecedor y sugestivo libro: El itinerario intelectual de Nietzsche. Sánchez Meca traza un recorrido apasionante que nos conduce desde la más tierna infancia del jovencito Friedrich, que atraviesa las duras tribulaciones del asfixiante dogma familiar, pasando por sus años de universidad (como estudiante y como prematuro doctor y profesor), sin olvidar sus desencuentros con Schopenhauer y Wagner y sus numerosos viajes, hasta llegar a los años de su gloria intelectual y, finalmente, a los de su decadencia física e intelectual.
Este «itinerario intelectual» estuvo plagado de baches que el autor de Zaratustra hubo de superar hasta llegar a ser quien fue. Obstáculos, a veces, interpuestos por enemigos intelectuales; en otras, por las circunstancias de su entorno familiar o cultural, e incluso por su achacosa y siempre frágil salud; pero casi siempre, obstáculos que fueron puestos por el propio Nietzsche al mismo Nietzsche, en una carrera de fondo en la que, como comenta Sánchez Meca, se forma «una actitud hacia el héroe –determinante para todo su pensamiento posterior– como genio en cuanto personificación de una fuerza sublimada de la naturaleza que es la que nos eleva y nos hace avanzar». Si el genio es lo «sobrehumano», Nietzsche quería ser el puente que permitiese el trasvase a esa nueva configuración de la realidad. Un camino que en absoluto iba a estar libre de trabas y que constituiría un auténtico combate.
Cada uno de nuestros motivos conscientes son fenómenos superficiales: tras ellos se esconde la lucha de nuestros impulsos y estados, la lucha por el poder [KSA 12 1 (120), p. 15].
Como indica Sánchez Meca, esta lucha, tanto en sus primeros años como más tarde, fue un auténtico recorrido «en busca de libertad». Las primeras experiencias dolorosas de la infancia, sobre todo la temprana muerte de su padre (suceso que marcó la vida del filósofo para siempre), hicieron que el ánimo de Nietzsche se impregnara de un sentido de lo fragmentario, de lo efímero; así, se preguntaba en su diario: «¿Acaso no estás ya cansado, mundo, de no concebir algo duradero?». Aunque, por otro lado, se apoyaba en una vaga esperanza, que sin embargo, y a la vez, comenzaba a desaparecer: «Siempre tengo muy presente en mi ánimo el pensamiento de la inmensidad del todo».
Poco tiempo más tarde, en su fundamental escrito de juventud «Fatum e Historia», de 1862 (Nietzsche tenía apenas dieciocho años), aseguraba que nuestra educación (Bildung, concepto fundamental en Nietzsche al que Sánchez Meca dedica muy enjundiosas y fundamentales digresiones) se encuentra sesgada y contaminada por el «yugo de costumbres y prejuicios» que no la dejan progresar. Eludir, y más aún, olvidar y superar tales costumbres y prejuicios, apunta Nietzsche, no es cosa de unas cuantas semanas, sino de toda una vida.
El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo. Un peligroso ir más allá, un peligroso en camino, un peligroso mirar atrás, un peligroso escalofrío y un peligroso quedarse quieto. Lo que es grande en el hombre es que es un puente y no una meta: lo que puede ser amado en el hombre es que él es un tránsito y un acaso [Zaratustra].
El libro de Sánchez Meca acompaña al lector, con todo lujo de detalles, en este excitante y singular trayecto que no es sólo intelectual, sino también, y quizá ante todo, anímico, incluso espiritual, a través del cual Nietzsche desarrolla una de las filosofías más decisivas, bellas y persuasivas de la historia del pensamiento. Y es que, como el propio Nietzsche dejó escrito, resulta muy sencillo negarlo todo («yo lo he intentado», confiesa en sus años adolescentes), pero «¡cuán difícil es construir!».
Aunque en ocasiones se ha mantenido lo contrario, Nietzsche también buscó una «tierra firme» en la que sostener su mundo, sus convicciones, su vida toda. Este punto de llegada –aunque en absoluto se puede hablar de «conclusión», pues su tarea es siempre futura, siempre está por hacer y, en cierto modo, resulta imposible de liquidar– fue el «hombre nuevo», la idea del Übermensch, del superhombre, al que Sánchez Meca dedica un extenso y capital apartado en el que comenta: «Nietzsche piensa en una evolución al Übermensch, pero no en sentido darwiniano, sino gravitando sobre una concepción de la vida como creatividad. La vida es voluntad de poder activa en cada centro de fuerza, de modo que el verdadero progreso en el sentido de la autosuperación sólo se cumple individualmente». Y, por tanto, podemos deducir, la tarea que conduce al Übermensch es personal, intransferible: pero también, y sobre todo, imperativa.
Tal es la exigencia nietzscheana, que Sánchez Meca relata con mano experta (su libro, lejos de ser un manual al uso, es tan ameno, completo y narrativo como narrativa es la filosofía de Nietzsche, que no se entiende sin el elemento temporal): la exigencia de permanecer en la lucha, nunca resuelta, nunca definitiva (puesto que tras un combate vencido se esconde una batalla nueva en la que bregar), de la existencia. Un precepto que, como acaso ninguno en la historia de la filosofía, ha apostado por la libertad: pues el ser humano «determina su propio destino en cuanto que actúa, creando con su acción sus propios acontecimientos.
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INTERESANTE PERCEPCION…
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Gran especialista, y referente en el estudio de Nietzsche, Sanchez-Meca….gracias!!!!
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