Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Y Psicoterapeuta. Zaragoza Gran Vía Y Online. Teléfono: 653 379 269 Website: www.rcordobasanz.es Instagram: @psicoletrazaragoza
He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. (Jorge Luis Borges, El remordimiento, 1976)
Todos sus biógrafos coinciden en que Borges era un tipo enamoradizo. Una cualidad imprevista, casi incoherente, en la que el carácter escéptico y suspicaz del autor argentino se quebraba de un modo inocente e infantil. En una de sus célebres conversaciones con Osvaldo Ferrari, Borges confiesa: «He estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre». En otra ocasión, también durante su vejez, se lamentaba de no haber ocupado todo su tiempo en tareas intelectuales: «Con toda tristeza descubro que me he pasado la vida entera pensando en una u otra mujer. Creí ver países, ciudades, pero siempre hubo una mujer para hacer de pantalla entre los objetos y yo. Es posible que hubiera preferido que no fuera así, hubiera preferido consagrarme por entero al goce de la metafísica, de la lingüística o de otras disciplinas». Incluso en la odiosa comparación se aprecia cierto tono de reproche: «Yo creo que las mujeres no son demasiado importantes en Kafka. En mí sí lo son; yo no pienso en otra cosa».
Algunos como José María Conget han querido ver en esa tendencia del escritor una velada constante literaria. Una temática más o menos clandestina pero permanente en toda su obra. Así lo defiende en Una cita con Borges (Renacimiento, 2000): «Las diversas damas que encarnaron el objeto de sus deseos trivializan el anhelo de lo que, no me cabe duda, fue para Borges mucho más trascendental que su patria, su familia y su literatura. Alegarás, y no serás el primero, que el amor ocupa un parco espacio en el conjunto de su obra. Falso. Las palabras más íntimas e intransferibles de Borges se relacionan con el amor; el resto de su producción es secundaria». La afirmación es aventurada. Hay que hilar muy fino para adivinar un sustrato amoroso en toda la obra borgiana, sobre todo cuando apenas escribió un puñado de poemas amorosos, cuando a lo largo de su prosa solo hay un cuento, «Ulrica», que verse sobre el tema, cuando los encuentros sexuales en su literatura son inexistentes —excepción hecha de la falsa violación descrita en «Emma Zunz»— y cuando nunca manejó personajes femeninos protagonistas, siendo los casos más próximos los de Beatriz Viterbo en «El Aleph» y Teodelina Villar en «El Zahir», dos cuentos en los que, de hecho, el personaje principal es el propio Borges.
Otros biógrafos atribuyen la responsabilidad de la repulsión de Borges por el sexo a la sobreprotección de su madre, Leonor Acevedo, quien se encargó de dirigir su vida desde que era un niño hasta su madurez, eligiendo su ropa, corrigiendo sus textos o incluso decidiendo sus amistades. Víctima de un más que probable complejo de Edipo jamás superado, Borges, que en la niñez vivió rodeado de adultos porque fue educado en casa por sus propios padres, estudió durante un breve periodo de tiempo en un colegio de Palermo cuando tenía nueve años. Con su inocencia intacta, preservada aún de cualquier forma de vicio, indecencia o pasión mundana, su carácter ingenuo se estremeció al escuchar a los demás alumnos hablar de una extraña y placentera ceremonia practicada por hombres y mujeres que, cuarenta y cuatro años después, se convertiría en el Secreto que protagoniza su célebre cuento «La secta del Fénix». Un Secreto que existe desde el principio de los tiempos y «se transmite de generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a sus hijos, ni tampoco los sacerdotes». El texto adopta un cierto tono autocompasivo al final, cuando Borges escribe: «Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más». Pero es en el último párrafo cuando la repulsión del acto sexual es más patente: «Me consta que [a los devotos del Fénix] el Secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que es aún más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos».
Dieciséis años después de la publicación de «La secta del Fénix» en Sur, en 1968, Borges contesta a Ronald Christ sobre cuál es el secreto al que se refiere el relato: «Cuando yo escuché por primera vez de ese acto, cuando yo era un muchacho, me sentí shockeado, sacudido, de pensar que mi madre y mi padre hubieran hecho eso». La idea todavía lo perseguía a sus sesenta y nueve años, influenciado desde la infancia [...]
En «El amenazado», quizá su más célebre poema de amor, Borges parece querer confesar, tanto en su título como en sus versos, la paradoja de un hombre eternamente enamorado que nunca logró amar por completo. Es, al mismo tiempo, un poema de amor y de dolor:
Es el amor. Tendré que ocultarme o huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado,
pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes:
el ejercicio de las letras,
la vaga erudición,
el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte
para cantar sus mares y sus espadas,
la serena amistad,
las galería de las bibliotecas,
las cosas comunes,
los hábitos,
el joven amor de mi madre,
la sombra militar de mis muertos,
la noche intemporal,
el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo
es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente,
ya el hombre se levanta a la voz del ave,
ya se han oscurecido los que miran por la ventana,
pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor:
la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria,
el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías,
con su pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo
Jorge Luis Borges, uno de los mayores genios literarios de la historia, fue un hombre prendado siempre de alguna mujer y sin embargo amenazado por el amor. Por «el horror de vivir en lo sucesivo». Por esa esquina por la que no se atrevió a pasar. Tuvo que ver con resignación cómo todas las mujeres a las que amó lo fueron apartando de sus vidas. Cómo se fue quedando siempre solo, con su torpeza y su escasa habilidad para la vida. Tuvo el don de convertirlo todo en literatura, y a la vez esa fue su condena. En su mundo nunca hubo nada más.
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