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Paz y Ciencia

martes, 4 de agosto de 2020

Catherine Malabou



En mayo de 1743, llegó a Mesina una nave de Corfú que transportaba cuerpos de tripulantes muertos por una misteriosa enfermedad.  El barco y la carga se quemaron, pero poco después se observaron casos de una nueva y extraña enfermedad en el hospital y en las partes más pobres de la ciudad; y en el verano se desarrolló una espantosa epidemia de peste que mató a entre cuarenta y cincuenta mil personas y luego desapareció antes de propagarse a otras partes de Sicilia. Rousseau viajaba de París a Venecia y se vio obligado a detenerse en Génova a causa de la epidemia. Narra su cuarentena en Las Confesiones (1782):

«Era el tiempo en que reinaba la peste en Mesina; la flota inglesa allí anclada visitó el buque en que yo iba, lo que nos valió un a cuarentena de veinte y un días, al llegar a Génova después de una larga y penosa travesía.

Dieron a escoger a los pasajeros entre pasarla a bordo o en el lazareto, donde nos previnieron que no hallaríamos más que paredes, pues no habían tenido tiempo para amueblarlo. Todos se quedaron en el buque. Lo insoportable del calor, la falta de espacio, la imposibilidad de andar y la miseria me hicieron preferir el lazareto a todo trance. Fui conducido a un gran edificio de dos pisos enteramente vacío, donde no hallé ventana, ni mesa, ni cama, ni silla, ni siquiera un mal taburete para sentarme, ni un haz de paja donde reclinarme. Trajéronme mi capa, mi saco de noche y mis dos maletas; cerraron tras de mí enormes puertas con grandes cerrojos, y yo quedé allí dueño de pasearme a mi antojo de cuarto en cuarto y de uno a otro piso hallando por todas partes la misma soledad e idéntica desnudez.

Con todo esto no me arrepentí de haber escogido el lazareto con preferencia al buque; y, como un nuevo Robinson, me dediqué a arreglarme para los veinte y un días, como si fuese para toda la vida. Lo primero que tuve que hacer fue librarme de los piojos que se me habían pegado a bordo; cuando, a vueltas de cambiar de ropa interior y exterior, hube al fin logrado quedar limpio, procedí a amueblar el cuarto que había escogido. Me arreglé un buen colchón con mis chupas y mis camisas, sábanas con varias servilletas cosidas, un cobertor con mi bata, y con mi capa arrollada un a almohada. Me sirvió de silla una maleta puesta de plano y de mesa otra, puesta de canto. Formé con papel un escritorio, y dispuse una docena de libros que llevaba en forma de biblioteca. En una palabra, me arreglé tan bien que, exceptuando las cortinas y las ventanas, me hallaba casi tan cómodamente en ese lazareto enteramente vacío, como en mi juego de pelota de la calle Verdelet.

Me servían la comida con mucha pompa; venía escoltada por dos granaderos con bayoneta calada; mi comedor era la escalera, la meseta me servía de mesa y el peldaño inferior de silla; cuando estaba la comida, y en el acto de retirarse, tocaban una campanilla para advertírmelo. Entre comida y comida, cuando no leía ni escribía o no trabajaba en el ajuar, me iba a dar un paseo por el cementerio de los protestantes, que me servía de patio, o subía a una linterna que daba al puerto, desde donde podía ver entrar y salir los buques. Así pasé catorce días […]”[1]

Cuando me dijeron, como al resto de la humanidad, que «me quedara en casa» por la pandemia, recordé inmediatamente este pasaje de Las Confesiones. Mientras que todos sus compañeros de infortunio eligieron permanecer confinados juntos en un barco, Rousseau decidió en cambio ser encerrado en el lazareto. Un lazareto es un hospital para los afectados por enfermedades contagiosas. Un felucca, o velero del Mediterráneo, también podía ser apartado para fines de cuarentena. Obviamente, las dos posibilidades se ofrecían a los viajeros de Génova, y Rousseau pensó que era mejor dejar el barco y quedarse por su cuenta en el edificio.
 


Uno puede leer este episodio centrándose únicamente en la idea de la elección: ¿Qué es lo mejor en un tiempo de confinamiento? ¿Estar en cuarentena con otras personas? ¿O estar en cuarentena sola? Debo decir que pasé algún tiempo preguntándome sobre tal alternativa. Si hubiera podido elegir entre las dos opciones, ¿qué habría hecho? (Estoy sola, por cierto, refugiada en aislamiento casi total en Irvine, California.)

Hay algo más quizás más profundo en este pasaje, que es que la cuarentena solo es tolerable si te pones en cuarentena de ella; si te pones en cuarentena dentro de la cuarentena y de ella al mismo tiempo, por así decirlo. El lazareto representa esta cuarentena redoblada que expresa la necesidad de Rousseau de aislarse del aislamiento colectivo, de crear una isla (insula) dentro del aislamiento. Este es quizás el desafío más difícil en una situación de confinamiento: despejar un espacio donde estar solo cuando ya se está separado de la comunidad. Estar encerrado en un barco con unos pocos más, por supuesto, genera un sentimiento de extrañeza, pero el extrañamiento no es la soledad, y la soledad es, en realidad, lo que hace soportable el confinamiento. Y esto es cierto incluso si uno ya está solo. Me di cuenta de que lo que hacía que mi aislamiento fuera extremadamente angustioso era, de hecho, mi incapacidad de encerrarme en mí misma. Encontrar este punto insular donde podía ser mi yo (en dos palabras). No hablo aquí de autenticidad, simplemente de esta desnudez radical del alma que permite construir una morada en la propia casa, hacerla habitable localizando el espacio psíquico donde es posible hacer algo, es decir, en mi caso, escribir. Me di cuenta de que la escritura solo se hizo posible cuando llegué a un confinamiento tal dentro del confinamiento, un lugar en el que nadie podía entrar y que al mismo tiempo era la condición para mis intercambios con los demás. Cuando pude sumergirme en la escritura, las conversaciones a través de Skype, por ejemplo, se convirtieron en otra cosa. Eran diálogos, no monólogos velados. La escritura se hizo posible cuando la soledad comenzó a protegerme del aislamiento. Una tiene que desnudarse de todas las coberturas, ropas, cortinas, máscaras y charlas sin sentido que todavía se pegan a su ser cuando uno se separa de los demás. La distancia social nunca es tan poderosa como para despojarse de lo que queda de lo social en la distancia. Refugiarse-en-el-lugar tiene que ser una experiencia radical a lo Robinson Crusoe, una experiencia que le permita a una construir un hogar de la nada. Para empezar de nuevo. O para recordar.
 


Me pregunto si Foucault, al final de su vida, no se volcó a la ética de sí —cuidado de sí, tecnologías del yo, gobierno de sí— por la misma necesidad. La urgencia de labrarse un espacio para sí mismo dentro del aislamiento social con el que el SIDA le amenazaba insidiosamente. Tal vez Foucault buscaba su isla, su tierra absoluta (ab-solutus) donde habría encontrado el valor de hablar y escribir antes de morir. Aquellos que han visto en sus últimos seminarios una retirada individualista y nihilista de la política no han captado absolutamente nada.

Sabemos que Karl Marx se burlaba de las robinsonadas del siglo XVIII como la de Rousseau. Marx dijo que el origen de lo social no puede ser de ninguna manera un estado de la naturaleza donde hombres aislados finalmente llegan a reunirse y formar una comunidad. La soledad no puede ser el origen de la sociedad.

Esto puede ser cierto, pero creo que es necesario saber encontrar la sociedad dentro de una misma para entender lo que significa la política. Admiro a aquellos que son capaces de analizar la crisis actual causada por la pandemia del covid-19 en términos de política global, capitalismo, estado de excepción, crisis ecológica, relaciones estratégicas entre China y Rusia, etc. Personalmente, en este momento, estoy por el contrario tratando de ser una «individua». Esto, una vez más, no es por ningún individualismo sino porque pienso por el contrario que una epochè, una suspensión, un paréntesis de socialidad, es a veces el único acceso a la alteridad, una manera de sentirse cerca de todas las personas aisladas de la Tierra. Por eso intento ser lo más solitaria posible en mi soledad. Esa es la razón por la que también habría elegido el lazareto.

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[1] Jean Jacques Rousseau, Las Confesiones, trad. castellana Álvaro G. Gil (París: Garnier) 1: 352-353.

Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo Zaragoza

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