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Paz y Ciencia

lunes, 22 de septiembre de 2014

Hanna Harendt


Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorkerescogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo, era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.
Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.
Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.
De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión: en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió en “poeta”.
Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo de Eichmann en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y europea.
En vez de defender incondicionalmente, como buena judía, la causa de su pueblo, debatió, investigó, reflexionó
Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su películaHannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”, que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha ido cobrando peso.
La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la “banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”. Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegel que “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan ha escrito enThe New York Times que “Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados— invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.
El problema es que —y aquí subyace el primer malentendido— Arendt sí conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre común. En cambio, esos historiadores le echan en cara a Arendt su idea de que Eichmann meramente obedecía órdenes.
Logró poner de manifiesto que el mal puede ser obra de gente corriente, de las personas que renuncian a pensar


Y aquí está el segundo malentendido: la filósofa nunca sostuvo que Eichmann se limitara a obedecer órdenes. En su libro, Arendt resaltó la rebelión de Eichmann contra las órdenes de Himmler quien, al aproximarse la derrota, recomendó un mejor trato a los judíos, mientras que Eichmann “se esforzó por hacer que la solución final lo fuera realmente”, escribió Arendt. La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. “Lo que quedó en las mentes de personas como Eichmann”, dice Arendt, “no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”. El Eichmann de Arendt es un hombre que, engañándose y convenciéndose a sí mismo, está persuadido de que sus sangrientas acciones manifiestan su virtud.
Muchos ensayistas y comentaristas no han entendido y siguen sin entender las ideas de Arendt porque no han leído su libro, o lo han leído bajo la influencia de los comentarios anteriores. Por eso el malentendido sobre Eichmann en Jerusalén no acaba de disiparse y Hannah Arendt se ha convertido en una autora de la que se habla mucho, pero a quien leen pocos.
Sus ideas siguen molestando hoy como lo hicieron hace cincuenta años. Nada en la historia es blanco y negro, y los análisis de Arendt despiertan la animadversión de los que prefieren explicárselo todo con esquemas simples que no permitan la duda ni obliguen a reflexionar sin fin. Por ello es más preciso que nunca ir a la fuente y leer a Hannah Arendt, porque ella puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellas personas que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo. Y eso es válido también para los tiempos que vivimos.
Monika Zgustova es escritora. Su última novela es La noche de Valia (Destino).

1 comentario:

Ricardo Guinea dijo...

Me parece un post muy interesante.
Desde mi campo, como activista defensor de prácticas humana y científicamente dignas a las personas diagnosticadas de alguna "enfermedad mental", uno de los hechos mas chocantes es que si se estudia el asunto desde el punto de vista de los derechos humanos, se encuentra que éstos son muy ampliamente violados en todas partes del mundo. Y no es que lo diga yo, es algo recogido en comentos oficiales de la Organización Mundial de la Salud.
Las principales violaciones tienen que ver con las medidas de control social delegadas a la psiquiatría, efectuadas de manera deficiente y en ausencia de las debidas garantías, lo que hace equivaler algunas de esas medidas a figuras de detención ilegal. (Interesantemente, la reforma Gallardón del Código Penal en España roza esa situación cuando consagra la figura de una supuesta "peligrosidad" de personas diagnosticadas como argumento que permitiría virtualmente su detención indefinida, como han señalado agrupaciones profesionales de la psiquiatría y de la abogacía).
Otro gran grupo de violaciones tienen que ver con la dejación por parte de los estados de las mas elementales medidas de cuidado de la población general en caso de enfermedad mental (y de enfermedad en general). Recibir un tratamiento "equitativo" es considerado un Derecho Humano. Según documentos oficiales europeos, muchas personas con enfermedad mental grave no tiene acceso a un tratamiento digno de ese nombre en los países desarrollados (Un documento del Ministerio de Sanidad español estima el porcentaje en espesa casi en el 50%). Por supuesto, en países en desarrollo la cosa es aún mas trágica. En España, la aplicación indiscriminada de medidas de recorte social en situaciones de gran necesidad también rozaría esa figura.
Lo interesante de ésto - y aquí conecto con la tesis de Arendt sobre Eichmann)- es que la mayoría de las veces, las mencionadas violaciones de derechos humanos en dispositivos psiquiátricos se producen sin conciencia alguna por parte de los responsables.
Por ejemplo, se ha considerado - las organización de afectados como WNUSP claman por cosas como estas- que la administración de Tratamiento Electroconvulsivo sin la debida preparación (anestesia y relajantes musculares) es equiparable a tortura. Y sin embargo es una práctica habitual en muchos lugares.
O, por ejemplo, en algunos lugares de Africa, se encamina a los enfermos a las llamadas "Casas de Oración", donde son literalmente encadenadas a un árbol "hasta que mejoren", supuestamente por la acción de algún dios. Sin olvidar la falta de condiciones higiénicas o acceso a agua corriente, falta de intimidad, y deficiencia absoluta de las instalaciones de ingreso en muchísimos centros psiquiátricos por todo el mundo. Por no hablar del trato personal.
Que el personal de estos centros - miles y miles de persona en todo el mundo- pueda participar de ese tipo de situaciones sin hacerse preguntas, es algo que solo me puedo explicar con ideas como las de Hanna Arendt sobre Eichmann; o por mencionar cosas mas experimentales, el Experimento Hartford (una simulación experimental de una prisión en la que terminaban por aparecer realmente comportamientos abusivos) o el Experimento Milgran (en el que en una ficción experimental, casi todas las personas "normales" seguían las instrucciones del director del experimento y aplicaban corrientes eléctricas a otras que se quejaban ostensiblemente).
Es para pensarlo.